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La Niña

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Descripción

A veces hay que empezar sin tener mucha idea de lo que se va a poner, de lo que va a tratar, pero lo importante es eso ponerse, ya irá saliendo.

Había una vez, en un lugar recóndito entre montañas, una casita, estaba tan alejada de todos que nadie sabía de su existencia, nunca había llegado hasta allí nadie, solo sus moradores vivían felices y compartían el espacio con la naturaleza, de tal forma que se sentían completamente inmersos en ella, eran uno más.

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CAPÍTULO 1.-1
CAPÍTULO 1. A veces hay que empezar sin tener mucha idea de lo que se va a poner, de lo que va a tratar, pero lo importante es eso ponerse, ya irá saliendo. Había una vez, en un lugar recóndito entre montañas, una casita, estaba tan alejada de todos que nadie sabía de su existencia, nunca había llegado hasta allí nadie, solo sus moradores vivían felices y compartían el espacio con la naturaleza, de tal forma que se sentían completamente inmersos en ella, eran uno más. El campo, en la primavera cubierto de hierba verde, salpicado de flores de múltiples colores, blanquitos en el invierno, se mirara por donde se mirara, no había otra cosa que nieve, nieve y más nieves, y en los meses de intenso calor esos campos secos, en los que no se podía ni jugar por que el sol abrasaba, era lo que sus ojos contemplaban. Y el cielo, esa inmensidad azul que pocas veces estaba cubierto de nubes, esas juguetonas nubes con formas caprichosas que avanzaban sin pararse nunca. Una niña correteaba una tarde cuando de pronto vio allí en la lejanía, entre unas peñas un animal que nunca había visto antes, y curiosa, como son las pequeñas, sus pasos los dirigió a descubrir qué era aquello, pues la monotonía diaria se había roto de forma inesperada y ¡claro, como es natural!, ella debía descubrir por qué. Ningún familiar pudo ver cómo cada vez se alejaba más y más del entorno de la casa. La madre atareada con las faenas no se percató de que la niña, a cada paso que daba, su cuerpecito se hacía más pequeño, la distancia que estaba poniendo entre el hogar y el nuevo destino, cada vez era mayor, hasta que dejó de poderse divisar, aquella manchita que se alejaba cada vez más desapareció, sin que nadie la hubiera visto. –¿Cuánto tardaron en darse cuenta de que no se la escuchaba reír? Eso hacía normalmente mientras correteando perseguía a las mariposas. Era un juego que le encantaba, las seguía hasta que cansada acababa echada boca arriba sobre el frescor de la hierba y se quedaba allí muy quietecita, pues sabía que esas mariposas juguetonas que antes huían de ella, si se estaba muy, pero que muy quietecita, quizás alguna acabaría posándose allí, o sobre ella, o al lado, sobre una hierbecilla del suelo, y ella podría contemplar, así cerquita, esa amiga con la que antes había jugado. Pero, hoy había sido diferente, interfiriendo en su juego, se había interpuesto aquello tan raro que vio a lo lejos y que no la dejó seguir correteando, la curiosidad pudo más, “¡y por qué no!”, seguramente se dijo, aunque por la decisión con la que se marchó quizás ni ese pensamiento le dio tiempo a tener. Había llegado al pie de esas peñas que desde su casa veían y de las cuales había escuchado a su” padre decirla infinidad de veces que no se acercara, que era un lugar peligroso, pero en esos momentos, quizás influenciada por aquello que había visto, no recordaba esas palabras. Pero ¿qué sería aquello que desde lejos había trepado por allí?, y ahora, ¿dónde estaba?, porque no veía nada, todo el lugar estaba desierto, solo grandes peñascos por todos lados, pero si aquello que había divisado, desde el lugar a donde ella hacía solo un poquito de tiempo, había subido por allí, porque de eso sí, que estaba segura, pues es que peligro no había, ¿por qué no iba ella a subir?, y sin pensárselo dos veces, empezó a trepar por aquellas peñas, donde ni una sola pizca de hierva se encontraba, solo piedras peladas con aristas cortantes, pero ¡claro!, eso la pequeña no lo apreciaba, ella lo único que quería ver era aquello que le había llamado la atención, porque nunca había visto nada parecido. Ella conocía muy bien, quiénes eran los que por aquellos lugares vivían, los pájaros que por la mañana prontito, cuando ella aun dormía, se acercaban a la ventana a despertarla para anunciarla que el día había comenzado, que ya tenía que levantarse. Siempre había escuchado decirle a su padre, que eran sus amigos, y la venían a decir que la hora del juego había llegado, y que si no se levantaba, pues no podría comer. Después de levantarse, compartía con sus amigos parte de su desayuno, pues su madre desde chiquitina le había puesto al lado de lo que ella tenía que tomarse, unos poquitos granos de trigo, para que se los echara a los pajaritos, y estos venían como es natural, todos los días a por su comida, esa que su amiga les daba, mientras ella también se tomaba la suya. También tenía un amigo que un día apareció volando, era un pato chillón, y con malas pulgas que no dejaba que nadie le tocara, bueno, nadie no, a ella, a su amiga, le permitía todo, y cuando se dice todo, es todo, el pato se dejaba coger, tirar, y hasta se quedaba quietecito cuando la pequeña le echaba dentro de la tina de agua, donde el pobre patito al sentir el frío, salía corriendo a ponerse al sol. Tenía también unos amiguitos que iban creciendo día a día, eran cinco pollitos chiquitines que un día vio con asombro cómo salían de unos huevos, primero sacaron el pico, por una rajita que tenía el huevo y luego fueron sacando su minúsculo cuerpecito, su papá no se los dejó tocar, “para que no les hiciera daño”, la dijo, pero ella no les quería hacer nada más que acariciar un poquito, pero bueno, se tuvo que esperar hasta que una mañana por fin pudo hacerlo. La dejaron que jugara con ellos, pero eso sí, con mucho cuidadito, eran tan chiquitines que no les podía apenas coger, se le escapaban corriendo, y además su mamá, la gallina parecía que estaba enfadada, no les dejaba en ningún momento, les protegía debajo de sus alas y si alguno se despistaba ella le llamaba, “¡Qué cosas tienen las mamás!”, pensaba la pequeña, si ella solo quería jugar un poquito, ¿por qué no la dejaba? En dos ocasiones casi la llegó a picar, ¡menudo susto se llevó!, menos mal que en esos momentos su madre estaba cerca y regañó a la gallina, que se fue con sus pollitos a otro sitio. Había en la casa un dueño, un gato grande que estaba siempre tumbado, allí al lado de la ventana, era él guardián, no dejaba que nadie se colara por allí, parecía que estaba dormido, pero solo se lo hacía, ya que cuando el pato algunas veces echaba un vuelo y se iba a colar por aquel lugar, enseguida él gato salía corriendo detrás de él, para que se saliera de la habitación, gruñendo, que era la forma de decirle a aquel intruso, que el lugar solo era suyo y que allí dentro estaba prohibido que entrara. El pato salía corriendo por entre los muebles, pero al fin acababa obedeciendo, pues el gato no cejaba en su empeño de echarle fuera y al final siempre lo conseguía. Cuando la revuelta se había acabado, estaba tan cansado que se volvía a echar a dormir, allí en su sitio donde podía vigilar el hueco de la ventana. El padre de la pequeña, estaba todo el día de acá para allá, trabajando y ni a la hora de comer le veía, pues cuando ella se levantaba, él ya se había ido al campo y por la tarde cuando ella se acostaba, aun él estaba haciendo algo. Sólo algunos días, “los de fiesta”, como le había escuchado que los llamaba, estaba un rato allí con ellas, ese día hasta desayunaban los tres juntos, luego él se marchaba “a echarle un ojo a los animales” como decía. Pero, a su madre, a esa sí, que la veía todo el día, unas veces haciendo la comida, aquella tan rica que le daba, pero que no le dejaba que le ayudara, pues decía que acercarse al fuego era peligroso, y sí, algo de razón tendría que tener, pues ni el gato que era muy valiente, se acercaba por allí. Todo eso lo había dejado atrás la pequeña, andando por aquellas peñas con gran decisión, se iba alejando cada vez más de aquella vida tranquila que hasta el momento había tenido, se iba distanciando de sus amigos, esos amigos que hacían su vida tan agradable, que jugaban con ella, que la entretenían, que la hacían tanta gracia que siempre que estaba con ellos se la escuchaba reír, de una forma que su madre en vez de por su nombre la llamaba “risitas”, y ¡claro!, de tanto oírlo ella pensó siempre que se llamaba así. Mucho tiempo ya llevaba subiendo por allí, no había podido aún ver a aquel animal raro, que desde lejos cuando estaba jugando había visto, pero estaba segura de que por algún lado tenía que estar, porque había hecho como el pato, que a veces se escondía, pero ella le buscaba y al final siempre acababa encontrándole, aunque se hubiera metido entre los troncos que había allí en aquel rincón cerca de la pared, esos que su madre usaba para echarlos a la lumbre, “para que se quemaran” como le habían dicho, porque dentro de ellos tenían un calor que era él que hacía que se pudiera hacer esa comida tan rica que luego ella se comía. Bueno, pues el pato le gustaba esconderse debajo de ellos, se metía por un agujerito y se estaba allí quietecito hasta que ella lo encontraba, así seguramente habría hecho eso que ella vio antes, y por eso no lo veía, se habría escondido y estaría esperando que ella diera con él. Tenía un problema, no podía llamarle, pues no sabía su nombre, cuando buscaba al pato, si le llamaba, “¡Pato, pato!”, y así al final le encontraba, pero ahora como no conocía qué era eso que había visto, no podía llamarle de ninguna forma, además cuando le viera, ¿cómo le tendría que llamar? ¿Qué cosas pensaba?, sería seguramente por el cansancio que estaba empezando a tener, además estaba seca, la carrera que había tenido que echar hasta el pie de la montaña y el posterior esfuerzo, subiendo rocas, le habían dejado una sensación en la tripa que nunca antes había tenido, parecía que le dolía, pero no podía volverse a su casa a decírselo a su madre, pues antes quería terminar de buscar a eso y ver qué era. La curiosidad aún era mayor que cualquier sensación que tenía, y por eso continuaba, sube que sube, por aquella montaña, sin darse cuenta de que cada vez el peligro era mayor y que a cada paso exponía su vida, pues una caída por aquellas peñas y sin saber nadie a dónde estaba, hubiera sido mortal, pero ¡claro!, eso una pequeña esperanzada de encontrar algo que busca, no va a pensar en peligros. >>>> No sabía cuántos tenía, pero en la tarta, esa que tenía delante, y a la que estaba mirando asombrada, pues nunca había visto nada parecido, vio unas velitas luciendo. –Hija, ¿te gusta? –preguntó Flora–. La he hecho con mucho cariño para ti, hoy hace cinco años que apareciste en mi vida. Escuchó que estaba diciendo esa mujer que tenía aquello en la mano, pero ella seguía aun a pesar del tiempo que había pasado, sin querer nada más que un poco de pan y agua, eso sí, mucha agua, parecía que a pesar de que bebía, la sed no se le pasaba. Quería recordar lo que hacía allí en esa casa con esa gente, pero no podía, no sabía cómo había llegado, esos eran desconocidos para ella, ¿dónde estaba su padre?, ¿dónde estaba su madre y el gato dormilón?, ¿dónde su pato?, ese con el que tanto le gustaba jugar, ¿qué pasaba?, ¿qué pasaba? En esos momentos abrió mucho los ojos y se dio cuenta de que todo, todo eso que había tenido olvidado durante tanto tiempo, lo recordaba. –¡Me llamo “risitas”! –dijo de pronto. –¿Qué dices hija? –Escuchó que la mujer que estaba a su lado la preguntaba, se había quedado toda sorprendida al oír las palabras de la pequeña. –¡No, no soy tu hija!, ¡tú no eres mi madre!, ¡yo tengo otra madre! –contestó la niña y por su tono de voz, se la podía notar que estaba bastante enfadada. –Pero ¿qué dices?, ¡no te comprendo! –volvió a decir aquella mujer–. ¿Qué te pasa? –Pues que acabo de recordar algo, yo antes no vivía aquí... La mujer se la quedó mirándola y en esos instantes se echó a llorar y entre los hipos del sollozo decía: –Lo sé, querida lo sé, te trajeron de pequeña, pero nunca hablaste. –¿Por qué? –preguntó la niña, mirándola. –Yo no lo sé, te llevamos a muchos médicos y ninguno de ellos supo nunca lo que te sucedía, decían que no tenías nada, quizás solo un trauma.

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