–Pero ¿qué quieres que te diga?, ya lo he hecho de la forma que he sabido, queriéndote y alimentándote.
–No, si no me refiero a eso, ¡yo quiero mi vida!, a mis padres, volver a mí casa jugar con mi pato y mi gato, que todo eso que recuerdo y que sé que es cierto vuelva a ser como antes era.
–Pero escucha, ¡eso no puede ser!, sí, es cierto que a veces en la vida queremos o necesitamos cosas que nos han pasado, y nos gustaría que volvieran, ¿acaso no crees que a mí no me gustaría cerrar los ojos y al volverlos a abrir encontrarme aquí frente a mí a mi querido esposo?, pues ¡es lo que más deseo en la vida!, pero sé que solo es una quimera, que por más que lo desee, nunca lo voy a conseguir. Sí, pero tienes razón, no por eso dejo de desearlo, sobre todo a la caída de la tarde cuando el sol poco a poco se va marchando en el horizonte desapareciendo el día y trayendo otra larga noche, donde la soledad se hace más pesada.
–Pero ¡no estás sola, estoy yo contigo, y nunca te dejaré!
Y acercando sus labios, besó la frente de aquella mujer que aun sin conocerla la había cuidado todo ese tiempo en que ella no sabía ni siquiera hablar, pero que muy dentro de ella sabía de las veces que estando acostada se ponía allí a su lado en la cama y le contaba cuentos para que se durmiera, esos momentos en que estaban solas las dos sentadas frente a frente comiendo en silencio, pero mirándose a los ojos y diciéndose con ellos tantas cosas que hubieran sido imposible pronunciar ni en el mejor de los discursos.
Aquella mujer que la había acogido dentro de su casa y de su corazón a la que tanto la debía, ahora la veía triste, sí, como ella sabía que se ponía cuando la creía dormida, la de veces que le había visto allí sentada aun en la cama, acariciándose el pelo mientras por sus mejillas se le resbalaban dos lagrimones y se le escapaba un suspiro y un llanto velado llamando a su marido, pero acababa dándole las gracias por haberle traído a aquella pequeña para que no estuviera sola total.
Todo eso lo estaba recordando en esos momentos, en que el enfado y la indignación se le habían aplacado, ¡no entendía por qué se había puesto tan furiosa!, pero había sido un impulso incontrolable, el que la había hecho enfadarse con esta mujer que tanto había hecho por ella y que de no ser por sus cuidados, no se puede ni imaginar que hubiera sido de su vida, porque había oído muchas veces a los criados el lamentable estado en que llegó ella a esta casa y cuántos cuidados la dio aquella mujer entre lágrimas de dolor por que había perdido a su querido esposo, y cómo sobreponiéndose a aquella dolorosa pérdida había superado todo y se había entregado al cuidado de aquella pequeña a la que trataba como a una hija.
Esa hija que la vida le había negado, y que parecía que de esta manera le había querido compensar de forma tan misteriosa, que nadie, a pesar de las intensas búsquedas que se habían llevado a cabo por todos los vecinos del pueblo que se unieron a la búsqueda, nada, ninguno pudo encontrar ni el más mínimo indicio de donde podía proceder la pequeña y poco a poco todos la fueron tratando como la hija de aquella mujer que tanto demostró quererla.
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La llegada de un vecino acabó con aquella conversación.
–¡Vecina! –dijo mientras daba unos golpecitos con los nudillos en la puerta que no estaba cerrada del todo.
–¡Entra Luis! –dijo la dueña de la casa, ya que por su voz le había conocido.
–Mira, te venía a traer este pequeño obsequio –dijo a la niña mientras le alargaba con mucho cuidado algo que traía entre sus manos.
La pequeña fue a cogerlo, como es normal, con curiosidad.
–¡Cuidado! –le dijo aquel hombre–. Es muy chiquitín, no le vayas a hacer daño, ¡cógelo con cuidadito!
La niña le miró sorprendida a la vez que con sus manos cogía aquello tan bien envuelto. Enseguida notó el calor, ¿qué sería?, parecía que se movía.
–¿Qué es?, ¿lo puedo destapar? –preguntó ansiosa por descubrir qué era lo que le habían entregado.
–¡Claro!, es para ti, ¡espero que te guste!
Con mucho cuidadito quitó la esquina de aquel trapo para ver qué era lo que había allí. En ese momento aquello que estaba envuelto se movió, y por aquel agujero la pequeña vio unos ojos negros, siguió quitando el resto del trapo y al fin pudo ver aquello que le acababan de regalar.
–¿Es para mí? –dijo jubilosa–. ¡Seguro, seguro!
–¡Claro, pequeña!, es todo para ti, pero le tienes que cuidar mucho es muy chiquitín.
–¿Y cómo se llama?
–Bueno, creo que como es tuyo lo mejor es que seas tú la que le ponga él nombre que quieras, ¡el que más te guste! –dijo el hombre que al ver la expresión alegre de la pequeña se había sentido satisfecho de haber acertado, ya que no era corriente ver una sonrisa en aquella carita siempre triste.
–¿Le puedo llamar perrito?
–¡Claro!, ¿es ese el nombre que más te gusta?
–Sí, sí, ¡perrito bonito!, te llamaré así, porque eres muy lindo.
Mientras lo decía se le acercaba a los labios y le dio un besito con mucho cuidado, y el animalito cuando vio la cara de ella tan cerquita, sacó su pequeña lengua y le dio un lametazo, lo que a la niña le gustó mucho y exclamó:
–¡Me ha besado!, a él también le gusta su nombre. ¡Mira, es para mí! –la dijo a la mujer.
Ella estaba allí contemplando la escena, y aquella felicidad que veía en el rostro de la pequeña le había hecho derramar dos lagrimones que le corrían por las mejillas.
–¿Qué te pasa?, ¿por qué lloras?, ¿te duele algo? –le preguntó la niña cuando vio esas lágrimas.
–¡No, cariño!, no es dolor lo que siento, es una enorme felicidad por verte tan contenta.
–¿Te gusta mí perrito?
–¡Sí, claro que me gusta!, ¿cómo no habría de gustarme?, si es muy lindo.
–¿De verdad te gusta?
–¡Sí, claro que me gusta!, pero tendremos que hacerle un lugar donde él pueda dormir.
–¿Me lo dejarás acostar conmigo en la cama?, ¡anda, yo sé que va a ser bueno, y no te va a romper nada!
–Mira, él animalito necesita su sitio, lo mismo que tú tienes el tuyo, tu cama que es solo tuya, y yo tengo también la mía. A él le haremos su lugar donde se encuentre a gusto.
–Bueno, pero mientras se queda conmigo, yo le voy a cuidar, ¡ya lo verás!, ¡es tan chiquitín!.
–Te tendrás que encargar de darle de comer para que crezca –le dijo aquel hombre que se lo había regalado y que estaba allí de pie mirando embelesado como la pequeña acariciaba al cachorrillo, y cómo este a pesar de lo pequeñín que era se movía alegre, pues esas caricias de su nueva ama le gustaban.
El perrillo miraba por todos los lados, sus grandes ojos negros querían ver todo lo que había por allí, todo le era desconocido y estaba ansioso por conocerlo, pero lo que más le gustaba eran esas caricias que estaba recibiendo, el contacto de esos dedos que le estaban pasando suavemente por su lomo y que le hacían unas cosquillitas que antes nunca había sentido, sí a él también le gustaba todo aquello, se quedaría allí.
Luis, aquel hombre que había traído el perrito, antes de despedirse la dijo:
–¡Cuídale y ya verás, cómo él siempre te querrá mucho y te acompañará y será tu mejor amigo!
–¡Gracias! –le dijo la pequeña y se le acercó a darle un beso.
Ella quería especialmente a aquel hombre, él había sido el que la había traído al pueblo y fue al primero que vio cuando después de días de mucha fiebre por fin había vencido y abrió los ojos.
Este hombre fue el que la hizo comer las primeras cucharadas mientras pacientemente le contaba cuentos muy bonitos, que ella nunca había escuchado, narraciones de hadas y duendecillos que correteaban por el campo persiguiendo a las mariposas.
Eso fue lo que a ella le animó a comer, quería ponerse fuerte y que las piernas le sujetaran, quería ir al campo a jugar con sus amigas las mariposas, esas que siempre habían estado a su lado volando despacito para que ella casi, casi las pudiera tocar, pero nunca había visto un hada, al menos no recordaba que por el campo que conocía las hubiera.
Quizás en este que veía desde la cama cuando se incorporaba y miraba por la ventana sí las hubiera, tenía que salir y comprobarlo, ¡y los duendecillos!, ¿cómo los podría ver si este hombre cuando hablaba de ellos decía que eran tan pequeñitos, tan pequeñitos que se podían esconder debajo de las hojas?, tendría que ir con cuidado cuando viera una hoja por el suelo, no fuera a ver alguno debajo y ella sin querer lo pisara.
Todo eso estaba pensando la niña en esos momentos cuando ese hombre, al que ella le había cogido mucho cariño, le acababa de dar un amiguito, un perrito.
–¡Luis! –le dijo de pronto–. Cuando mi perrito sea grande, ¿podrá ser amigo del tuyo?
–¡Claro pequeña!, pero ya no tendrás que ir a jugar con él, ya que tú tendrás el tuyo, al que vas a querer más que a nada ni a nadie.
–No, ¿cómo no voy a ir a jugar con el tuyo?, seguiré haciéndolo y cuando este sea más grande y corra, también vendrá y jugaremos los tres.
–¡Bien! –dijo el hombre, aunque en esos momentos una sombra de tristeza le pasó por delante.
Recordó cómo su perro, su querido perro, estaba tan enfermo que tenía los días contados, por eso había traído a la vida de la niña ese pequeño, para cuando el fatal desenlace llegara, no notara tanto la pérdida de aquel fiel amigo con el que tanto la gustaba jugar.
No sabía ni cómo decirla que su perro ya no estaba, y eso que venía ensayándolo ya desde hacía varios días, desde que notó que el perro ya estando en las últimas había hasta dejado de comer.
Ahora solo esperaba que la pequeña al tener su chiquitín no echara mucho de menos a su gran amigo, ese que era el único que la hacía sonreír, “su caballito” como solía decir cuando se subía encima y el perro, pacientemente la paseaba dando vueltas por el patio.
Ese animal que fue el que la salvó la vida, porque fue él quien vino a avisar que la fueran a rescatar, ese animal que siempre estuvo a su lado cada vez que la niña le necesitó, que se pasó a los pies de su cama tantas noches cuando aquella fiebre se negaba a dejar el cuerpo de la pequeña.
El animal que la acompañaba cuando en las largas tardes de invierno allí echada al lado de la ventana, la niña se pasaba horas viendo cómo la nieve caía, y poco a poco cubría todo el suelo, y el perro estaba pacientemente echado a su lado. Era el que mejor la comprendía, y cuando la veía triste se ponía a hacerla cosas hasta que le arrancaba una sonrisa, solo él lo conseguía, siempre acababa consiguiéndolo, era como si el perro supiera qué era lo necesario hacer para que su amiga dejara sus penas a un lado y jugara con él.
Consiguió que la niña fuera a la escuela, cuando llegó el tiempo de ir. Ella no quería, los demás niños la asustaban, nunca había estado con nadie de su misma edad, y los juegos de los otros no la gustaban, se empujaban, se caían, todo eso ella no lo entendía.