ANNA KALTHOFF Con rapidez, tal y como me lo enseñó Klaus en mis días de entrenamiento, saco la pequeña navaja suiza que traigo en el bolsillo del pantalón y, esperando que esto que planeamos tanto durante estos días salga bien, trato de girarme y la entierro en el costado de Miller, aplicando toda mi fuerza y mi odio en la acción. El hombre aúlla y gruñe, quejándose por el dolor que la herida le ha provocado. Sus manos me sueltan y aprovecho para empujarlo y levantarme del suelo, alejándome de él. —¡Hija de puta! —gruñe, levantándose, y sacándose la pequeña navaja del costado y arrojándola al suelo. Se coloca las manos sobre la herida, para detener la hemorragia y lanza otro aullido—. Esto lo vas a pagar caro, maldita perra. Comienzo a reír como una desquiciada. Quizá, sea eso, que

