I
- No me quiero casar … por favor. –Evah le rogó a su madre, quien le entregó un ramo de tulipanes rosas con una muy mala expresión en respuesta a sus súplicas. Las desenfrenadas lágrimas habían corrido su maquillaje; aún así, nadie de su familia parecía apiadarse de ella–
- Ya es tarde Evah, no lo hagas más difícil. –comentó su hermana, Emma. Evah la miró incrédula, aquella con la que había compartido el útero y miles momentos más, ahora la apuñalaba por la espalda–
- Se los estoy suplicando. –dijo y sus piernas se doblaron, entonces se dejó caer al suelo, de rodillas, para implorar– No quiero casarme; no con él. No puedo hacerlo. Por favor, por favor.
- ¿Pero sí lo harías con el inútil de Harrison, verdad? –espetó su madre, jalándola del brazo, entre sacudones, para ponerla en pie– Con ese muerto de hambre de Nick Harrison, sí ¿A qué no? –continuó, ofuscada, casi gritando de cólera –
- Madre, no conozco a Oliver Wright. Ni siquiera lo he visto alguna vez ¿Cómo pretende que sea su…. Mujer? –dijo avergonzada ante la idea de entregarse a un desconocido.–
- ¡Dejarás que te toque como has dejado que lo haga el malnacido de Harrison!. ¡Así permitirás que te vuelva su mujer!. –Sentenció Agatha Stewart.– No te hagas la puritana conmigo, que fui yo quien te sacó medio desnuda de los establos.
- ¡Ya le dije madre, no hicimos nada!. –gritó histérica y su madre la devolvió al suelo de una bofetada. Emma se cubrió los labios al sorprenderse, horrorizada y realmente preocupada por su hermana ¿Pero que podía hacer?–
- ¡Calla si no quieres que te muela a golpes, sucia libertina!. –dijo su madre apuntándole con un dedo acusador.– Agradece que te he conseguido a un hombre joven al cual no le importó que seas una mujer vulgar. Oliver Wright es lo que te mereces.
- No me lo merezco. –murmuró mirando hacia el suelo, apretando los dientes.–
- ¿Qué dijiste, mujerzuela?
- Dije que no me merezco a un maldito mafioso. Pero descuida, lo aceptaré. Iré a esa maldita iglesia y me casaré con ese maldito hombre para darte la alegría de no volver a ver mi rostro. Y prometo, que jamás volverás a saber de mí. –sentenció poniéndose en pie y saliendo apresurada de la habitación, producto del miedo a recibir otro golpe.–
Aquel día, se casaría con un hombre que no había visto jamás, por el cual no sentía otra cosa que miedo. Sabía que con él, seguramente, sería eternamente infeliz, ¿ Cómo podría ser diferente? Para ella solo existía un solo hombre: Nick Harrison.
Evah Stewart era una joven de veintisiete años de edad, hermana menor por cinco años de Edward y mayor que Emma, su gemela. Tenía el cabello rubio hasta los hombros y unos preciosos ojos verdes, herencias de su padre y también, única diferencia con su hermana, quién era portadora de un hermoso color celeste. Era delgada, de casi un 1,70 metros de estatura. Risueña y de carácter algo dócil en algunas ocasiones, aunque solía defender sus creencias a capa y espada. De gruesos labios y de piel blanca y muy tersa.
Aunque, desde que la habían comprometido, ya no sonreía tanto como era natural en ella. La razón de toda esa infelicidad se debía a la inesperada separación de Nick y del miedo que le causaba su pronto matrimonio.
Había oído que su futuro esposo era la peor escoria de la sociedad. Conocido por ser propietario del gran cine “Cinema”, en la ciudad de Londres. Pero, eso no era todo, también era de conocimiento público Pero, eso no era todo, también era de conocimiento público los manejos clandestinos que hacía en sus salas.
Los rumores repetían un secreto a voces que se oía a menudo. Oliver Wright no solo pasaba películas nacionales e internacionales, sino que también producía y trasmitía otros tipos de películas. Se sabía que manejaba, de manera ilegal, una red de películas catalogadas cómo azules y que estaba dirigida a un público más selectivo. Vendía morbo y libertinaje con films subidos de tono y condicionadas.
Y no solo eso, tenía también una afición al contrabando y las estafas, decían que era inhumano y frío, capaz de matar con sus propias manos y con una frialdad abrumadora.
Ahora ella también estaba metida en todo aquello por culpa del amor. Se había enamorado de un campesino sin posición ni estatus y había deseado locamente huir con él. Hasta había aceptado entregarse a él por amor, aunque no había llegado a hacerlo porque fueron descubiertos.
Ahora tendría que unir su vida a la de un sujeto despreciable y por le cual jamás sentiría absolutamente nada. ¿Cómo podría amar a un hombre como Oliver? ¿Dejar que la bese o la toque? ¿Cómo haría para entregarse a un hombre que, sin verlo, le producía asco?
Esperaba encontrarse con la muerte, cara a cara, de camino a la iglesia. Esperaba que el coche se estrellara, o que algún enemigo mafioso de su futuro esposo la matara a modo de venganza, como sabía que sucedía comúnmente.
Pero nada de eso sucedió. Más bien, todo lo contrario. A los 15 minutos aproximadamente, ya estaba frente a la Catedral de Canterbury, sujeta al brazo de su hermano, el hombre encargado de mantener a la familia a flote y ahora, su verdugo.
Todo aquello parecía irónico para Evah, aquel que había jurado velar por ella después de la muerte de su padre, la entregaba a un matrimonio que sería una total desaprobación para su progenitor.
Ella observó el perfil de Edward Stewart, su hermano, cuando se aferró a su brazo antes de entrar a la iglesia, y notó la expresión de enfado en su rostro. Suspiró profundo y cuando su hermano dio el primer paso ella se zafó del agarre.
- Ed, por favor. No dormí con él. No me hagas esto.
- Ya es tarde, Evah. ¿Crees que eso cambiará las cosas? –susurró acercándose a ella–
- Podrías cambiarlo si lo quisieras. –observó hacia adentro de la iglesia y luego volvió la vista a los profundos ojos azules de su hermano – Si entras y detienes todo, podremos acabar con esta estupidez. Por favor, Ed. No puedo más. –dijo rompiendo en llanto otra vez. El fornido cuerpo de su hermano se tensó, molesto– Me moriré hoy mismo.
- No digas idioteces. ¿realmente crees que puedo detenerlo? ¿Acaso quieres que nos maten a todos?
- No lo hará, podemos hablarlo y llegar a un acuerdo.
- No, Evah... Este es el acuerdo: tu o la familia entera. –suspiró sujetándola del brazo y arrastrándola al interior– Le debemos mucho al maldito de Oliver Wright. Si no te casas hoy con él, nos matarán a todos.
Fueron las últimas palabras de Edward y luego la guió hacia la entrada. Entonces la iglesia se llenó de suaves y sacra melodías musicales, entonadas por el coro de la catedral junto al majestuoso órgano. Y, Entonces, su hermano mayor la guió hasta el altar donde su futuro esposo la esperaba.
No pudo reaccionar, solo caminó por el amplio pasillo, rodeada de miradas felices de sus conocidos y las silenciosas y serias de los desconocidos. Había recibido demasiada información por parte de su hermano que no podía pensar o actuar por voluntad propia. Había desconectado su cerebro de todas las demás funciones y parecía que su cuerpo se regía por sus propias normas.
Ni siquiera pudo apreciar lo exquisita decoración del lugar. Las bellas flores minuciosamente escogidas, pendían como delicados ramilletes desde las columnas que decoraban el pasillo principal. Lazos y flores en combinación, todas blancas y preciosas exceptuando la dos rosas rojas que decoraban el centro de cada adorno..
Sobre el suelo de mármol, por el cual caminaban ella y su hermano, decoraba el pasillo principal una gran alfombra roja con diseños dorados, pulcramente bordados, descansando debajo de un camino de pétalos blancos y rojos
Cuando su hermano le detuvo los pasos frente al sacerdote, ella volteó el rostro hacia su esposo y contuvo el aliento. Los penetrantes ojos azules de Oliver Wright le robaron el aliento. Esa expresión seria y altanera, la obligaron a temblar.
Era un hombre regio. De una estatura que rozaba el 1,90 y de porte impecable. Vestía un traje el cual se notaba su alto valor: era de tres piezas en un color gris oscuro, con la corbata de un color azul de prusia. Tenía el cabello rubio perfectamente corto y bien peinado. Pero su manera de pararse, de levantar la vista tan soberbio ante el religioso, lo hacían parecer más alto y más fuerte que nadie.
Y Evah le tenía miedo. No, estaba aterrorizada. Era un hombre apuesto con una figura esbelta y eso era lo que la llenaba de pavor. Un hombre como él la avergonzaba por su atractivo y sintió aún más pudor.
Se abrazó a ella misma rodeándose con los brazos, pretendía ocultar su cuerpo porque se sentía desnuda ante la profunda mirada de él. Es que él podría obligarla a hacer lo que quisiera, sin piedad alguna. ¿Y como podría apiadarse con ella si creía que era una mujer fácil? No sentiría pena de la hermana de su deudor, que además le “encanta revolcarse en los establos como una perra en celo”. Una vez más recordó las duras palabras de su madre en aquella ocasión.
Y Oliver no pudo evitar observar detenidamente a la mujer junto a él. Se sentía conforme con la belleza de su esposa. La verdad era que no le importaba para nada como se vería, pero tampoco podía negar que le conformaba bastante tener a alguien atractiva junto a él. Esperaba, inútilmente, que fuera tan sumisa y dócil cómo lo era de encantadora.
Entonces, cuando la mirada de ella se posó en la de él, supo que nada sería tan fácil con esa mujer. Con los ojos enrojecidos por el llanto y teñidos no solo con tristeza, sino con un destello de odio también, le dejó claro que no se la dejaría para nada fácil. Entonces, apartó la vista que posaba sobre el frágil cuerpo de Evah y asintió ante la mirada del arzobispo, la ceremonia comenzó, regida únicamente por los deseos del novio, quien había dado las indicaciones a su propio gusto.
Como era de esperarse, Evah no limitó su llanto durante toda la ceremonia; pero, ni así, logró que alguien se apiadase de ella y detuviera aquella locura. El arzobispo hizo oído sordos y Oliver logró fruncir el ceño de vez en cuando, como reacción a aquella actitud.
Entonces, sus miradas se cruzaron una vez más, estrictamente para el intercambio de anillos.
Solo entonces, ambos notaron que la fría y pálida mano de ella era pequeña en comparación a la de él, cuando este la sujetó para colocarle la sortija de oro. También eran más suaves, debido a su extremo cuidado. En cambio Oliver, se había sometido siempre a trabajos forzado que le llevaron a tener manos callosas y fuertes.
Y el octavo día de el mes de octubre, la “feliz pareja” se unió ante Dios y la gente allí presente. Evah Stewart se convirtió en Evah Wright y su suerte fue marcada por la avaricia, el dinero y el poder. Supo entonces que para su familia, ya no era más que una conocida. Ni siquiera ellos, quienes llevaban su misma sangre, se preocupaban por su bienestar y, mucho menos, por sus sentimientos. Ahora la descartaban como un objeto usado, el cual no volverían a buscar.
Y para su pesar y desconsuelo, no había vuelto a ver a Nick desde aquella noche, cuando su madre los encontró y, a rastras, la apartó de él. Intentó contactarlo, pero no pudo librarse de sus carceleros, ya que había sido recluida en su habitación. Así que, había llegado a una única conclusión: jamás podría volver a posar los ojos en los suyos, besar sus labios nuevamente o abrazarlo siquiera. Lo había perdido para siempre.
Y luego de dar el sí, Evah decidió que sería en vano buscar la manera de intentar huir. Ya nada valía suficiente la pena, porque estaba segura que moriría pronto a manos de su nuevo esposo. Prefería morir que soportar algo que iba contra sus deseos, así que lucharía con todas sus fuerzas y se dejaría vencer, solamente, por la fría oscuridad eterna.