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El Diablo en mi Interior

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Descripción

Carolina Wertheimer es una adolescente de 18 años con el deseo de no vivir más , tras un trágico suceso que marco su vida haciéndola miserable y descubriendo una verdad muy desagradable e interesante, cambiando la vida de todas las personas que la rodean , incluso su propia vida "Cambiara para BIEN o para MAl" que camino elegirá y que le esperara

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U N O
NARRA CAROLINA Estoy encerrada en mi cuarto y no paro de hacerme las mismas preguntas, como si repitiéndolas hasta el cansancio pudiera sacarles sentido. ¿Por qué no me mataron aquel día con ella? No lo sé. ¿Por qué me dejaron viva? No lo sé. ¿Por qué todos me odian? No lo sé, no lo sé, no lo sé. El cuarto huele a humedad y a jabón barato. Hay una cortina vieja en la ventana que se mueve cuando entra el viento y proyecta sombras extrañas en la pared: figuras rotas que se parecen a mis pensamientos. Un ruido seco en la casa me arranca del bucle mental. Miro el reloj: son las 7:25 a.m. Resoplo y maldigo en voz baja; sé lo que me espera fuera de esta puerta, y no es nada bueno. Me incorporo con cuidado para no despertarme más, aunque no sé para qué —ya estoy despierta desde hace horas en mi cabeza—. El piso está helado; siento el frío clavarse en la planta de los pies y subirme las piernas. Camino al baño a paso rápido, evitando pensar en nada concreto. En el espejo estoy yo: ojos hinchados, una camiseta con una mancha que nunca sale y el pelo revuelto. Lavo mi cara con agua fría hasta que la sensación de ardor me obliga a volver a respirar. Me visto con lo primero que encuentro, una falda discreta y una sudadera que me queda grande. La mochila pesa más de lo que debería: ahí van los libros y los silencios que nadie me quita. Me llamo Carolina Black. Tengo quince años y soy, según la escuela, “la nerd” del curso. Pero esa etiqueta no cuenta lo que hay detrás ni el ruido constante que tengo en la cabeza. Vivo con Carlos Wetheirme —mi padre—, de treinta y nueve años. Cuando digo “mi padre” la palabra se arrastra a otro sitio; no siento ternura. Él no se comporta como padre. Me maltrata, me humilla en público, me grita insultos que dejan marcas. A veces me golpea. Le pone nombre a mi culpa como si eso lo liberara. Y luego está Max, mi hermano, de dieciocho años: la imagen perfecta de lo que la gente admira en la escuela. Él me desprecia. Me humilla. Me evita como si yo fuera un error que se puede borrar con una buena reputación y una sonrisa falsa. Gracias a Dios, hasta ahora no me ha golpeado físicamente, pero el desprecio es una herida que duele cada día. Salgo de mi cuarto sin mucho más ánimo que atravesar el pasillo. Las paredes del hogar guardan manchas antiguas y los cuadros están ligeramente torcidos, como si todo en la casa fuera a punto de caerse. En el comedor encuentro a mi padre y a mi hermano desayunando sin mirarme. La mesa tiene migas dispersas, el café está frío y la radio murmura noticias que no quiero escuchar. Me siento, bajo la vista, y empiezo a comer de inmediato. No hablo. No me hablan. Lo de siempre. —Buenos días, pa. Buenos días, Max —mascullo al final, por costumbre más que por esperanza. Milagro: ni un parpadeo. No me importa, finjo no necesitarlo. Me termino el pan en menos de cinco minutos como si fuera la última comida. Me levanto, agarro la mochila y salgo. Camino hacia la academia; Max se niega a llevarme en su coche porque le avergüenza que la “nerd” sea su hermana. Me lo dijo una vez con ironía en la voz; desde entonces voy andando. La calle huele a aceite de fritura y a combustible; la ciudad despierta lenta y las ventanas aún guardan la pereza de la madrugada. Ustedes quizá se pregunten por qué mi familia me trata así. Estoy acostumbrada desde los siete años. Empezaron los empujones, luego las humillaciones y, más tarde, los golpes. Cuando cumplí diez entendí que mi vida siempre tendría esa sombra: todo era culpa mía por lo que pasó. Me dijeron que mi madre se fue por mi culpa, que si yo no hubiera hecho tal o cual cosa, ella seguiría aquí. Esa idea se volvió una verdad que me persigue. Por las noches tengo pesadillas que me arrancan del sueño y me dejan con el corazón encogido. A veces deseo desaparecer; otras, simplemente aguanto la respiración hasta que pasa la angustia. Recuerdo ese día con la nitidez de una fotografía rota. Veo a mi mamá despidiéndose de mi papá, las manos de los dos colocadas en un gesto cotidiano que ahora parece sacado de otro mundo. Ella tenía esa sonrisa que lo arreglaba todo, una sonrisa de verdad, no la de la gente grande que finge. Me decía cosas sencillas, me peinaba con paciencia, me compraba helados. Yo le pedí, como cualquier niña, que le pidiera a papá un helado. La voz en mi cabeza me empujó a decirlo y ella me hizo la gracia. Ese recuerdo parece un oasis en el desierto de lo que vino después. Y luego viene el corte. En la memoria hay una parte en la que todo se acelera: una calle en penumbra, un hombre, un grito, el hierro brillando y mi madre cayendo. Oigo el sonido de la gente alrededor, el asfalto manchado, la inercia de lo horrible. Yo me quedo paralizada y luego... algo pasa. No sé cómo explicarlo sin sonar loca: el cuchillo, que estaba en manos del agresor, termina clavándose en él. No sé si lo empujé, si lo lancé, si fue la rabia encapsulada en mí o una fuerza que no reconozco, pero el resultado es el mismo: el hombre cae. Mi mamá queda tirada en el suelo. Intento moverla, llamo su nombre, nada. Alguien me levanta en brazos y me hacen preguntas que no logro responder. Me llevan a la policía, a médicos que tratan de poner orden a lo que quedó en caos. Después de eso todo cambió en casa. Mi padre me miró con dureza, como si yo fuera el recordatorio de una deuda que él no podía pagar. Max me miró con vergüenza. La palabra “culpa” se instaló en la casa y en mis adentros como un huésped que no se va. Las noches vinieron con el peso de mirar las paredes en silencio, intentando que nada estallara. La gente en la escuela hablaba en susurros; algunos me miraban con lástima, otros con asco. Nadie tocó el agujero que dejó mi mamá en nuestras vidas. Mientras camino hacia la academia pienso que no puedo cambiar lo que pasó. No sé cómo explicar la mezcla de amor y odio que siento por mi padre, por mi hermano, por la gente que mira sin levantar un dedo. Sólo sé que tengo que sobrevivir a otro día. Entro al colegio con la mochila apretada al pecho y el hambre de no ser vista. Allí me espera el mismo mundo: voces, risas, empujones. Eso también es rutina. La puerta del aula cruje cuando la abro. Las miradas me atraviesan. Respiro, me siento, saco un cuaderno y finjo anotar. La voz en mi cabeza regresa de vez en cuando, murmurando cosas que no entiendo. Quizá esa voz esté rota, igual que yo. Pero sigo, porque quedarme quieta sería admitir que ya no quiero luchar, y todavía tengo fuerzas para resistir. No sé por cuánto tiempo más, pero resisto. CONTINUARÁ

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