NARRA CAROLINA
Después de ese día, la vida se volvió una sucesión de gestos vacíos con caras que no encontraban consuelo. Llegó la policía, los mismos rostros de siempre, preguntando con papeles en la mano, con una voz que intentaba ser profesional pero sonaba mecánica. Me hicieron repetir lo mismo una y otra vez hasta que las palabras se desgastaron y ya no tenían sentido. Me llevaron a psicólogos con nombres largos y carpetas llenas de conjeturas; me ofrecieron palabras técnicas para poner en orden lo que en realidad era una rotura irreparable.
A mi alrededor, la casa cambió de temperatura. Donde antes había risas apagadas ahora había cuchicheos, miradas que dolían más que los golpes. Mi padre dejó de intentar consolarme; lo vi cerrar la puerta de la habitación con más fuerza de la habitual. Max me trató con una indiferencia que sonaba a aviso: yo era un error del que convenía distanciarse. Y la familia, los tíos y las tías, me miraban como si en mí hubiera algo contagioso que ellos no querían tener cerca.
El colegio fue otra sala donde me exhibían. No hay peor humillación que la que se arregla con carcajadas y dedos apuntando. Rebeca y su grupo se encargaron de hacerme visible solo en el momento de hacerme daño. Alexa encabezaba la función con su risa aguda, la que a ella le servía para cerrar bocas y abrir pasos. Me empujaban, me insultaban, me pateaban hasta que me dolía levantar la cabeza. La violencia física dejó marcas, pero las marcas peores se quedaban dentro: el murmullo constante de que todo fue culpa mía, la palabra “rata” tatuada en las miradas.
Aquel día en el patio la bofetada me dejó la cara caliente y un vértigo que me hizo tambalear. Sentí la sorpresa, la ira. Quise reaccionar, pelear, responder, pero la costumbre de ser pequeña en un mundo violento me congeló. Entonces la voz volvió, esa que conozco desde niña: no es dulce, no es cálida; es una presencia que llega con órdenes. “Defiéndete”, dijo, sin florituras. No era un susurro amable. Era una instrucción que olía a peligro y a verdad.
Me juré a mí misma que no la escucharía. No quería convertirme en algo que no reconociera. Pero cada vez que abrieron la caja donde guardaban mis miedos, algo dentro de mí reaccionó. Me dolía que nadie interviniera; me dolía más que Max estuviera ahí parado, observando y sonriendo. ¿Cómo podía mirar a su propia hermana así y mantenerse impasible? Aquella sonrisa era una cuchillada.
Mientras me pegaban, mi cuerpo aprendió una nueva música: el ritmo de las patadas, el compás del desprecio. Mis manos se cerraban y se abrían, buscando una salida que no encontraba. Recordé a mi madre, su voz, su mano en mi cabello. Ese recuerdo me dio un impulso que no supe manejar. Quería gritar que se detuvieran, pero las palabras se ahogaron entre sollozos. Fue entonces, en el límite del dolor, cuando actué.
No fue algo que planeé. Fue una reacción rápida y amarga, una mezcla de instinto y de esa voz que a ratos me protege y a ratos me castiga. Relevé mis manos, empujé a la que estaba más cerca con la fuerza que no sabía que tenía, y de repente la escena se fue volcando. Algunas se retiraron sorprendidas; otras me empujaron con más rabia. El corazón me latía en la garganta y la sangre me ardía en la boca.
—¿Qué crees que haces? —gritó Alexa, con la cara desencajada—. ¿Ahora vas a responder? ¿Quién te crees que eres?
No quería ser nadie. Solo quería dejar de sentir que todo el mundo me pisoteaba. Mis rodillas dolían, tenía la chaqueta rasgada y el ojo morado. Pero había algo nuevo en mí: una intolerancia mortal a que me humillaran sin límite. Esa decisión no era noble; era brutal. No me reconcilié con la violencia, la acepté como herramienta provisional.
Salí de ahí con moretones y la sensación de que algo había cambiado irreversiblemente. La ambulancia llegó, y la sirena pareció una carcasa vacía que anunciaba lo inevitable: yo estaba rota. Me atendieron en urgencias. Las enfermeras movían las manos con rapidez y una profesionalidad que no alcanzaba a tocar mi alma. Me dieron analgésicos, cosieron mi labio, me recomendaron reposo. Dije que no hacía falta, que podía seguir, pero el cuerpo me vino en contra. Estaba cansada de fingir.
En la habitación de recuperación pensé en mi madre. La imagen de su sonrisa volvió a mí con una punzada más aguda que cualquier puñalada. Era extraño: por un lado quería venganza; por otro, temía que esa sed me convirtiera en otra cosa que no reconociera. La voz interior insistía: “No te dejes tirar, no te conviertas en presa”. No había instrucciones claras, solo un empuje: aprende a moverte.
Al salir del hospital esa noche todo estaba igualmente teñido de indiferencia. Mi padre me miró con los ojos vacíos, y sólo respondió con una frase seca: “Cuida tu imagen”. ¿Cuidar mi imagen? ¿De qué imagen hablaba cuando mi madre ya no estaba y mi sangre hervía por dentro? Max no dijo nada. Sus amigos se interpusieron entre él y la escena, convencidos de que la distancia era la mejor defensa.
Los días siguientes fueron una mezcla de escuela, consultas y noches sin dormir. Las sesiones con los profesionales no me ayudaron a mandar a la mierda el dolor; solo me dieron términos con los que nombrar lo que me pasaba. “Trastorno de estrés”, “adaptación”, palabras frías que son como vendas pobres en una herida profunda. A mí no me devolvían a mi madre. No me hacían olvidar la sensación de culpa que mi propia familia me impuso.
Pero algo se fue moldeando: la decisión de no ser siempre la que recibe golpes. No por venganza pueril, sino por una necesidad de sobrevivir. Empecé a observar, a medir las cosas: quién tenía miedo escondido detrás de una sonrisa, quién llevaba el orgullo como armadura barata, quién se creía intocable por dinero o por nombre. Descubrí grietas en la fachada de muchos. No era que quisiera lastimar; era que ya no aceptaría ser usada.
Esa noche, al tumbarme en la cama, templé una promesa muda. No sabía cuándo ni cómo, pero sabía que no seguiría permitiendo que me trataran como basura. Hay una línea entre defenderse y perderse en la violencia, y yo tenía miedo de cruzarla. Aun así, la voz, esa presencia que a ratos me hace actuar, me murmuró algo casi suave: “Aprende a pelear en tu nombre”. No me dijo más.
La historia sigue, y yo con ella. No tengo certezas, solo una sensación de que las cosas ya no serán las mismas. Me duelen la piel y el alma, pero hay un temblor nuevo, una chispa que no quiero apagar. Si alguien piensa que me va a rendir, se equivoca. Ya no tengo nada que perder que no me haya sido arrebatado.
CONTINUARÁ