EL ENCUENTRO DE DOS ENEMIGOS

1456 Palabras
**MALCOLM** Después de estar mucho tiempo fuera del país. Edimburgo olía a vejez y agotamiento, como si los siglos la doblaran. La lluvia, eterna y silenciosa, calaba hondo como los recuerdos, sin necesidad de empapar. Caminé sin prisa por Princes Street, ignorando las miradas que provocaba mi regreso. Algunos me reconocían, otros intuían que no era un simple turista. La ciudad me conocía, quizás demasiado. —¿Estás feliz de pisar el suelo de tu país? —No lo sé, me trae recuerdos turbios. Mi adolescencia no fue tan bonita como para recordar. —Me imagino, pero ya estás aquí y yo me encargo de mostrarte lo nuevo. Había dejado la ciudad siendo un joven hambriento de gloria, con la arrogancia bien planchada y los modales afilados como cuchillas. Pero en los silencios de aeropuertos, en las camas de hotel sin nombre, y entre copas compartidas con socios que no eran amigos, había aprendido otra cosa: a ser preciso. Letal, si era necesario. Es viernes por la noche, acepté la invitación de algunos antiguos compañeros, más por cálculo que por nostalgia. The Thistle Lounge, un club que seguía igual: sofás de terciopelo, luces doradas que hacían parecer elegante hasta el declive, y una atmósfera donde los secretos pesaban más que el whisky. Hasta que mi mirada se detuvo en el vino, de muy buena calidad. —Vas a divertirte, ya verás —dijo mi amigo, con una sonrisa ladeada, dándole una palmada en la espalda como quien promete un secreto bien guardado. Yo no respondí de inmediato. Mis ojos recorrían el lugar con una mezcla de escepticismo y memoria. —Es como si el tiempo se hubiera congelado aquí —comenté al fin, con la voz baja, cargada de una nostalgia que no estaba dispuesto a confesar—. Todo sigue igual… el mismo mobiliario, las mismas risas forzadas. Y la misma apariencia —le dije a mi amigo con una risita. —Míralas. —hizo un gesto con la cabeza—. Esas chicas hermosas no están ahí por casualidad. Solo esperan una invitación… nuestra. Giré apenas la cabeza hacia el grupo que se destacaba al fondo del salón: mujeres perfectamente arregladas, todas sentadas con posturas estratégicas, piernas cruzadas, copas intactas. Una de ellas reía sin mirar a nadie en particular; otra fingía indiferencia mientras escaneaba el ambiente con la sutileza de una cazadora experimentada. —¿Trabajan aquí? —pregunté, sin disimular mi curiosidad. Mi tono no era acusador, más bien analítico, como si tratara de leer entre líneas una coreografía que ya conocía. —Claro que sí. Este sitio no solo vende alcohol, Malcolm. Vende, compañía, admiración, momentos que se olvidan al amanecer —respondió mi amigo, encogiéndose de hombros como si fuera lo más natural del mundo—. Son preciosas, sí. Y lo saben. Pero lo que las hace deseables… es que te necesitan. Desvié la mirada lentamente, como si buscara algo más allá del espectáculo, algo que no se compraba ni se ofrecía. Y entonces la vi. Sentada sola. Sin moverse. ¡Como si todo ese circo no fuera con ella! Y comprendí que la verdadera amenaza no era las que esperaban una invitación. Era la que no esperaba nada de nadie. No sé cuánto tiempo pasé observándola. Tal vez fue un segundo, o tal vez una eternidad disfrazada de silencio. Había algo en ella que desentonaba con todo lo demás… pero no de forma torpe. No. Era como una nota sincera en medio de una sinfonía de impostores. Y eso me jodía más de lo que podía admitir. No llevaba joyas. Ni el tipo de vestido que pide aprobación. Pero el aire a su alrededor… ese aire. No era una humildad. Era un orgullo herido. Como si hubiese tenido que tragarse el mundo y, aun así, se negara a escupirlo. Mis dedos jugaban con el borde del vaso, distraídos, pero toda mi atención estaba clavada en ella. Isolde Kinnaird. No necesitaba que me lo dijeran. Sabía quién era. La última sombra de una casa que solía mirar a la mía desde lo alto, con desprecio y superioridad… hasta que cayó. Hasta que nosotros la empujamos al abismo. Ella también estaba, imperturbable, solitaria, innegablemente hermosa. No era deseo lo que sentí. Al menos no al principio. Era algo más antiguo, más visceral. Como un reto. Una provocación. Como si su mera presencia fuera un recordatorio de que no todo lo que se destruye desaparece en su totalidad. Me incliné hacia mi amigo y le dije en voz baja: —Vuelvo enseguida. Él arqueó una ceja, confundido. No me molesté en explicar. Pero en ese instante, lo supe con una certeza absurda, me detuve en una esquina del club observando. La copa de vino descansaba en mi mano como si fuera una extensión de mí mismo. Un tinto profundo, complejo, como las decisiones que estaba tomando esa noche. Lo giré lentamente, dejando que el líquido respirara, mientras mis ojos seguían clavados en ella. Esa maldita mujer no encajaba aquí. Y, sin embargo, no podía imaginar este sitio sin su silueta tensa, sin esa forma suya de desafiar, sin moverse, sin hablar. Había aprendido a detectar el valor real de las cosas —y de las personas—, y esa mujer sentada en la barra valía más que todas las sonrisas fingidas del salón juntas. Llamé al encargado con un gesto breve. Uno de esos que no se discute. Me incliné apenas cuando se acercó, y sin dejar de mirar mi copa, murmuré: —Quiero reservar uno de los privados. El que está en el fondo. Que esté a mi nombre —asintió con rapidez, pero yo no había terminado. Elevé la vista, directamente a sus ojos—. Y quiero que sea ella quien me acompañe. La de la barra. La del vestido n***o que no brilla. Que venga sola. Y que no le digan quién soy… aún. El hombre parpadeó, inseguro. Era evidente que no estaba acostumbrado a ese tipo de solicitudes. Pero el dinero no solo abre puertas. A veces, las deja sin cerradura. Cuando se alejó, tomé un sorbo de mi vino. Su sabor era denso, aterciopelado, y dejaba un rastro persistente en la lengua. Sonreí mientras lo saboreaba, como si cada nota del tinto celebrara mi decisión. Quería verla entrar a ese privado sin la protección de la distancia. Quería saber si su orgullo seguía tan intacto en un espacio cerrado, sin testigos. Y, sobre todo, quería comprobar si entre los dos aún quedaba algo más que historia. Porque si iba a jugar con fuego… Quería ver si ella sabía arder. El privado era discreto. Ni demasiado oscuro ni ostentoso. Luces tenues, una mesa baja, un sofá amplio de terciopelo color borgoña, y el eco lejano del jazz amortiguado por las paredes. Perfecto. Sin testigos. Sin interrupciones. Me acomodé en el rincón más apartado, desde donde podía ver la puerta. Llevaba años leyendo rostros, decodificando silencios. Sabía cuándo alguien entraba con miedo, con deseo o con un precio en la frente. Pero cuando ella apareció… No fue nada de eso. Abrió la puerta sin titubeos. No preguntó, no esperó instrucciones. Caminó como si no le debiera explicaciones a nadie. Su vestido seguía pareciendo prestado, pero su mirada… su mirada era suya. Firme, entera, desafiante. Y entonces, nuestros ojos se encontraron. Vi el momento exacto en que me reconoció. No hizo ningún gesto evidente. Ni una mueca, ni un pestañeo de más. Solo ese destello helado que cruzó su mirada como un rayo silencioso. No había sorpresa. Había memoria. —Fraser —dijo simplemente, sin adornos, como si nombrarme fuera un acto de resistencia. —Kinnaird —respondí con una sonrisa lenta, apoyando la copa sobre la mesa—. Has crecido. —Y tú sigues creyendo que el mundo se acomoda a tus caprichos. Me reí suave. No por burla. Por gusto. Porque ahí estaba la chica de castillo, sin castillo, y, aun así, de pie. Entera. —No todo. Solo algunas cosas —dije mientras señalaba el sofá frente a mí—. Siéntate. No he pedido compañía. He pedido una conversación. —¿Y por qué conmigo? —preguntó, cruzando los brazos sin moverse. —Porque entre todas las mujeres de este lugar, tú eres la única que no intenta parecer deseable. Ella dudó. Un segundo. Dos. Y luego caminó hacia mí sin bajar la mirada. Se sentó con elegancia seca, con esa dignidad que ni la ruina puede quitar. Durante unos segundos, no dijimos nada. Tomé un nuevo sorbo de vino. —¿Sabes qué es lo curioso de esta ciudad? —murmuré, dejándome hundir un poco más en el sofá—. Que todo parece igual… pero debajo, todo ha cambiado.
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