**MALCOLM**
Hubo un silencio denso, casi asfixiante, entre nosotros. No era un silencio incómodo, sino uno que pesaba con la gravedad de lo no dicho, de lo que permanecía atrapado en el aire, en las miradas, en las pieles que aún temblaban con lo que acababa de suceder. Isolde no apartaba la vista. No evitaba mi mirada, ni jugaba con las palabras, ni se escondía. Estaba ahí, desafiante, tan cerca y tan lejos como siempre supo estar. Pero yo no había pedido esa noche para quedarnos en la superficie de las cosas. «Aún tiene orgullo»
Después de tantos años. Todo lo que nuestras familias tramaron y destruyeron, dejando cicatrices en nuestras memorias y en nuestros corazones. Lentamente, dejé mi copa a un lado, como quien deja un símbolo de neutralidad, y me incliné hacia ella. No dije nada. Solo la observé, como quien escruta una decisión que puede cambiar todo.
Mi mano se deslizó con precisión casi quirúrgica por su cintura, y en un movimiento suave, pero firme, la levanté, como si quisiera elevarla por encima de las cadenas invisibles que la ataban a su orgullo y a su historia.
—¡¡¡Malcolm!!! —susurró, tensa, con esa voz que llevaba el peso de la resistencia y de un miedo contenido.
No le respondí. La coloqué horcajadas en mis piernas, haciéndola quedar frente a mí, a escasos centímetros, con las rodillas a cada lado de mi cuerpo. Sus manos fueron a mis hombros, instintivamente, no por deseo, sino por equilibrio, por control. Aun así, no me tocaba del todo. Como si esa línea entre nosotros fuera mucho más que un límite físico; era un muro de años, de rencores, de promesas quebrantadas.
Sentí su cuerpo tenso, incómodo, luchando contra el gesto, contra lo que representaba. Intentó zafarse, volver a su lugar previo, pero mi brazo alrededor de su cintura no se movió. No la apreté. Solo dejé que supiera que, por esta noche, no iba a dejarla huir, ni a ignorar lo que palpitaba en ambos.
—¿Qué pretende el heredero de los Fraser? ¿Acaso quieres destruirme con tus propias manos?
—No te voy a hacer daño, Isolde —susurré, con una calma que sabía más peligrosa que cualquier grito—. Pero no vine aquí para jugar a los fantasmas del pasado. No quiero que finjas que no recuerdas. Ni quién soy… ni quién fuiste tú, cuando aún podías elegir.
Sus ojos permanecían fijos en los míos, llenos de una furia contenida, de orgullo y de algo más profundo, enterrado bajo años de rencores y pérdidas. —Suéltame —dijo entre dientes, intentando recuperar el control, pero su voz era un destello de desafío.
La miré, con una mezcla de ternura y tormento. —Dímelo otra vez. Pero sin temblar.
La tenía sobre mis piernas, con el orgullo erguido, con la piel ardiendo bajo el vestido que no le hacía justicia. Sus manos seguían en mis hombros, rígidas, preparadas para empujarme si me atrevía a cruzar alguna línea. Sin embargo, yo no creo en líneas cuando alguien lleva años invadiendo mis pensamientos. Ella me miraba como si supiera lo que estaba a punto de suceder… y, aun así, no estaba lista.
Y, sin advertencia, en un acto impulsivo, dejé que mi rostro se acercara al suyo, y la besé. Así, sin ceremonia, sin pedir permiso previo, sin esperar nada más que el impulso que me dominaba. Mi boca encontró la suya, buscando y reclamando respuestas que se habían encerrado en el silencio de los años. Fue un beso abrupto, eléctrico, como un relámpago que atraviesa cielos agrietados por tormenta. No hubo ternura, ni suavidad, solo un deseo visceral, crudo, que brotó desde lo más profundo de mi pecho, estampándose contra su boca con la fuerza de lo prohibido.
En ese contacto, algo se liberó: una carga que llevaba demasiado tiempo comprimida, un estallido silenciado. El pasado, con sus culpas heredadas, sus secretos sin resolver, los silencios que entrelazaban nuestros apellidos en un entramado de heridas antiguas.
Y el deseo, ese deseo oscuro y venenoso, que no nacía del presente, sino de años de evitarnos, de imaginar qué pasaría si… Pero en cuanto mis labios tocaron los suyos, su cuerpo se tensó como si la hubiera traicionado el aire mismo. Me empujó con brazos rígidos, con esa mezcla de orgullo y rabia que solo alguien como ella podía conjurar.
—No te equivoques —espeta, con una voz baja pero cortante, como una daga recién sacada del hielo—. No soy como las otras. Yo no me vendo por una copa, ni por un apellido antiguo. Solo sirvo tragos, y nadie —¿me oyes?—nadie me toca. —sus ojos me perforaron, brillando con ese fuego que ni la ruina había logrado apagar—. Y tú no vas a ser la excepción.
No se limpió los labios. No necesitó hacerlo. Su rechazo era ideológico, visceral. Ella no luchaba solo contra el beso, sino contra lo que representaba: la carga de nuestras historias, el peso de las humillaciones, la presencia de sus padres y de los míos. La tensión entre nosotros era un campo minado de años de enemistad y deseo prohibido.
Y, sin embargo, mientras me hablaba, seguía sobre mis piernas. Con el corazón latiéndole fuerte, con los ojos abiertos en un duelo entre la furia y la rendición. Como si lo que más odiaba no fuera mi atrevimiento, sino esa parte de ella que no había querido apartar, esa que todavía ansiaba algo que no podía nombrar.
No se movía. Seguía allí, rígida y desafiante, con ese fuego en los ojos que siempre me había provocado —aunque ahora, con una intensidad distinta, más peligrosa y más vulnerable.
Pude haberla soltado. Podía haber respetado su advertencia, hacer como si ese beso nunca hubiera existido. Pero no. Ella no era una de esas mujeres. Era la hija de los Kinnaird, la última persona que debería haberme importado. Y, sin embargo, era la única que nunca había logrado sacarme de la sangre, de los recuerdos, de la obsesión.
—¿Tú crees que esto es un juego? —susurré, con una voz que apenas era un eco, un filo de rabia contenida—. ¿Una forma de imponerme, de ganar poder sobre ti? —negando, lento, con un dolor que se filtraba en cada palabra—. Isolde… no tienes idea de cuánto detesto lo que tu familia representa. No solo el apellido, no solo la arrogancia de cuna. Detesto la manera en que saboteaban a los demás, la hipocresía de tus palabras y la destrucción que escondían tras ellas. —mis dedos apretaron el terciopelo del sofá, como si con ello pudiera contener la tormenta que rugía en mí—. Los Kinnaird me dieron cada razón para odiarlos. Cada una de ellas. Son responsables de arruinar vidas, de humillar, de sembrar discordia.
Ella no decía nada, solo sus ojos, que permanecían fijos en los míos, sin parpadear. —Y, aun así —proseguí, y mi voz se quebró apenas—… aquí estoy. Frente a ti. La hija del hombre que más daño nos hizo, que arrastró mi apellido por los pasillos de los clubes exclusivos, que se burló en cenas y recepciones mientras tú lo veías desde arriba de esas escaleras de mármol.
Respiré hondo, sintiendo cómo el pecho ardía con cada palabra, con cada recuerdo reprimido. —Debería odiarte. Tal vez lo intento. Pero en algún rincón de mí, desde aquella infancia, desde que éramos casi niños, hay una parte que no ha dejado de girar en torno a ti. Eres una maldita bruja. Me atormenta. No por capricho, no por revancha. Porque, jodidamente, a pesar de todo lo que representas… eres la única que no se ha rendido ante nadie. Ni siquiera ante mí. Y eso… eso es lo que me destruye.
Temblaba, no por miedo, sino por esa vibración interior que amenaza con deshacerlo todo. Sus ojos me miraban con una lucidez que cortaba más que cualquier espada, con esa mezcla de comprensión y desprecio, de amor y odio.
Y yo, que había prometido mantenerme en control, sentía que esa promesa se desvanecía. Quería dañarla, no con golpes, sino con una presencia imborrable, un destino que nos uniera en la obsesión y en el deseo más oscuro. La miré, la abracé con fuerza, su cuerpo intentando escapar, el mío aferrándose con una desesperación que no podía contener.
—Sé mi amante, Isolde.
Lo dije sin rodeos, como una sentencia irrevocable. Ella abrió los ojos, herida en su orgullo, y se rebeló. Forcejeó, me insultó con cada músculo tenso, buscando liberarse. Pero no la solté.
—¿Qué demonios crees que soy para ti? —preguntó, con la voz rota, casi un grito ahogado—. Primero comería piedras.
—Lo que tú elijas ser —respondí, con una calma que solo enmascaraba el caos en mi interior—. Pero quiero verte conmigo. Aquí. En privado. Donde nadie más pueda tocarte. Donde seas mía… solo mía.
Y en ese instante, nos enfrentamos a la tormenta final, a la verdad que ambos fingíamos ignorar: que en medio de la enemistad, el odio y la historia, todavía arde un deseo que ni el tiempo ni la sangre pueden apagar.