SIN SALIDA

1540 Palabras
**MALCOLM** Ella luchó más fuerte. Golpeó mi pecho con sus puños, sin lograr moverme. La tenía prisionera, sí. Pero no solo entre mis brazos. La tenía atrapada en esta historia que nos venía persiguiendo desde niños. —¿Tanto así quieres humillarme? —me lanzó con los dientes apretados, con lágrimas que no terminaban de caer, con una furia tan digna que me hizo odiarme un poco más por lo que estaba haciendo. La miré. —No quiero humillarte —murmuré, casi sin aire—. Quiero arrastrarte conmigo. ¡A este infierno donde solamente tú me importas! Quiero que tu padre sepa que, al final, su hija duerme con el enemigo… por elección o por desesperación, ya ni siquiera me importa. Ella me escupió al rostro. Y fue lo más sincero que alguien me había regalado en años. Pero no aflojé. Pero ya no era un hombre. Era un fuego que ardía con nombres antiguos y heridas abiertas. Y en el centro de todo eso… estaba ella. **ISOLDE** Lo odié. En ese instante, lo odié con una claridad que me atravesó el cuerpo como un rayo helado. Su voz, sus manos, su mirada de fuego disfrazada de deseo. Todo en él era una trampa, una cruel exhibición de poder disfrazada de obsesión. ¿Ser su amante? ¿Eso era lo que quedaba de mí en su mente? ¿Una mujer a la que se puede poseer como una revancha tardía, como un trofeo arrancado de las ruinas? No sé de dónde saqué la fuerza, pero la saqué. Me revolví con toda la furia de los que ya no tienen nada que perder. Un giro. Un empujón. Y logré soltarme. Sentí sus manos aun rozándome mientras escapaba de su abrazo, como si hasta el último segundo intentara atraparme en esa prisión sin barrotes que era su ego herido. —¡Maldito seas, Malcolm Fraser! —escupí, sin girarme. Mi voz temblaba, no de miedo, sino de vergüenza. De rabia. Porque me creyó tan rota… Tan sola… Tan desesperada… que aceptaría ser su sombra. Corrí. Ni siquiera supe si alguien me vio salir. No me importó. Mis ojos ardían, pero no me detuve a limpiar las lágrimas. Mis piernas se movían como si mi vida dependiera de alejarme de él. Y quizás sí dependía. De deshacerme de ese pasado, de esa guerra de linajes, de esa obsesión envenenada que me perseguía con su nombre grabado como una maldición. Cuando llegué a la mansión, ya no era de noche. Era otra cosa: esa hora gris donde todo parece dormido… o muerto. La miré desde la verja. La casa Kinnaird. La que una vez brillaba con recepciones, con vitrales encendidos, con sirvientes que se movían como piezas de ajedrez entre columnas doradas. Ahora estaba vacía. Callada. ¡Como si el mismo orgullo de mi apellido se hubiese retirado! Entré. No encendí luces. Ya no funcionaban todas. No podíamos pagar las cuentas enteras. Y lo que quedaba… lo poco que quedaba… era para él. Mi padre. Subí las escaleras sin mirar a los lados. Cada habitación cerrada era un eco del pasado. Las alfombras deshilachadas, las cortinas ajadas, los cuadros torcidos. Y en la última habitación, tras una puerta entreabierta, estaba él. Rodeado de máquinas, su rostro era pálido como el mármol. Inmóvil y ausente, solo respiraba por la máquina que lo mantenía vivo. Existía porque yo renunciaba a vivir. Me senté a su lado, tomé su mano tibia e inerte, y lloré. Ya no tenía dinero para mantenerle en una clínica y los hospitales del gobierno lo habían rechazado porque no le daban esperanzas. Lloré, sí, lloré con los ojos bien abiertos, aunque un nudo me atenazaba la garganta, impidiendo que el dolor saliera en forma de grito desgarrador. No era por Malcolm, no directamente, al menos, aunque su figura pudiera estar entrelazada con mi sentimiento. Lloraba más bien por la inmensa pérdida que el mundo me había infligido, por todo aquello que me fue arrebatado sin piedad ni consideración. Lloraba por la persona que nunca llegué a ser, por las posibilidades truncadas y los caminos que jamás pude recorrer. Lloraba también, y quizás con más amargura aún, por la persona en la que me obligaron a transformarme, una máscara impuesta por las circunstancias, un reflejo distorsionado de lo que realmente anhelaba ser. —Tú no te despertaste, papá… —susurré, con voz hueca—. Y yo me convertí en algo que nunca quise. Y, aun así, mañana volveré a servir copas. No obstante, esos medicamentos no se pagan con orgullo. Las palabras se precipitaron al vacío, desplomándose en un silencio denso e impenetrable. Allí quedaron, abandonadas, inertes como piedras, desprovistas de la chispa que las animó al pronunciarlas. Mi padre guardó un silencio absoluto, una muralla infranqueable tras la que se escondía. Ninguna respuesta emergió de sus labios, ni un gesto que indicara que mis palabras habían siquiera rozado su consciencia. Solo el zumbido constante y rítmico de la vieja máquina persistía, un latido metálico que delataba su presencia física en la habitación, aunque su mente pareciera ausente. La duda me asaltaba, punzante e implacable, carcomiendo mi certeza. Oscilaba entre la esperanza y la desesperación, preguntándome si realmente me estaba escuchando, si mis palabras habían logrado penetrar la barrera de su ensimismamiento. A veces, en un arrebato de optimismo, necesitaba creer que sí, que comprendía mi mensaje, que lo procesaba en su interior. Pero otras veces, la sombra de la incertidumbre me envolvía, haciéndome dudar de todo, incluso de mi propia percepción. Me incliné hacia él y le acaricié el cabello canoso, con una ternura que me dolía más que cualquier golpe. —Me he vuelto buena, fingiendo, ¿sabes? Sonrío cuando los clientes hacen comentarios estúpidos, seguir el camino recto, aunque el cuerpo me pida caer. Aprendí a hablar con palabras que no siento, y a callar las que me destrozan. Me he vuelto… funcional. Tragué saliva. —Anoche me ofrecieron dinero —admití, sin saber muy bien por qué lo decía—. Mucho dinero, papá. De alguien que no debería mirar dos veces. De alguien a quien odiabas. Lo dije como quien lanza una piedra al vacío esperando no oír el fondo. Y, sin embargo, no hubo juicio. Ni de él, ni de mí. Solo el peso agrio de una verdad que se imponía. Me incorporé con una lentitud dolorosa, sintiendo mis piernas pesadas y entumecidas, como si hubieran estado atadas durante horas. El entumecimiento físico era solo un reflejo de la pesadez que sentía en el alma, un vacío frío que se extendía por todo mi ser. Antes de abandonar la habitación, antes de cerrar la puerta tras de mí y dejar atrás todo lo que había significado, detuve mi paso. Mi mirada se dirigió hacia él, reteniéndolo en mi memoria por última vez, grabando cada detalle en mi mente como si fuera una fotografía que nunca más podría tomar. Era una despedida silenciosa, un adiós definitivo que resonaba en el silencio de la habitación. —¿Qué harías tú, si fueras yo? La pregunta quedó flotando en la habitación, sin respuesta. Pero esa noche, mientras bajaba las escaleras entre sombras y ruinas, supe que algo había cambiado. No por el dinero. No por Malcolm. Por mí. Y quizás, solo quizás, eso era más aterrador que cualquier otra cosa. El sonido de la casa vieja me acompañaba mientras regresaba a mi habitación: la madera crujiendo bajo mis pasos, el leve zumbido de las cañerías oxidadas, el reloj que seguía marcando las horas, aunque el tiempo hacía rato que se había detenido aquí. Me senté frente al pequeño escritorio donde trabajaba por las noches. Afuera, la lluvia seguía cayendo con esa resignación tan escocesa, como si también supiera que ya no había mucho por lo que luchar. Pensé en Malcolm. En su propuesta. En su mirada como una amenaza envuelta en terciopelo. Había algo repugnante en todo eso… y al mismo tiempo, algo brutalmente honesto. Él no me ofrecía una mentira. No prometía amor, ni consuelo, ni redención. Únicamente un trato. Una transacción entre ruinas bien vestidas. Tomé la vieja caja metálica donde guardaba las facturas médicas. Las abrí. Una tras otra, como cortes finos y ordenados. Ya no alcanzaba. No solo por los medicamentos, sino por el oxígeno portátil, por el generador de emergencia… por todo lo que le permitía a mi padre seguir siendo un cuerpo que respiraba. Y entonces lo supe. La dignidad no se pone en la mesa cuando no hay comida para acompañarla. Me levanté, fui al baño, y me miré en el espejo. No tenía maquillaje. No tenía una sonrisa. Pero tenía algo más importante: la decisión. No porque creyera que era lo correcto. Si no, porque ya no quedaba otra opción. Busqué en el cajón del escritorio el pequeño sobre que Malcolm había deslizado «por si cambiaba de opinión». Dentro, una tarjeta. Sobria, negra, con letras en relieve. Malcolm Fraser. CEO, Fraser Global Investments. Y al reverso, un número. Tomé el teléfono. Dudé. Me odié un poco. Me odié mucho. Pero marqué. Tres timbres. Una voz. —¿Quién habla? Tragué saliva. —Acepto. Hubo una pausa. Una pausa exacta, medida. Y entonces, su voz: —Lo sabía. —y colgó.
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