YA NO QUEDABAN LAGRIMAS

1568 Palabras
**ISOLDE** No hubo lugar para preguntas, ni para gratitud fingida. Solo la certeza de que, a partir de ahora, nada volvería a ser mío por completo. Ni siquiera mi nombre. Las lágrimas no me dieron tregua en toda la noche. No fueron sollozos escandalosos ni gritos al vacío, sino ese llanto callado y continuo que rasga por dentro, que no necesita testigos para destruir. Lloré con la puerta cerrada, con las manos apretadas contra el pecho, con los párpados ardiendo. Lloré hasta quedarme sin fuerzas. Hasta que mi cuerpo no distinguió si era tristeza o resignación lo que lo mantenía despierto. Cuando la luz de la mañana empezó a colarse entre las cortinas, yo seguía sentada en el borde de la cama. Intacta por fuera. Rota por dentro. Fue entonces cuando oí el sonido. Primero, el motor. Luego la sirena apagada. Me asomé por la ventana pensando que era una ilusión. Pero no. Una ambulancia se había estacionado frente a la casa. Blanca, reluciente, como una presencia ajena en medio del abandono. De ella bajaron dos médicos con rostros serios, acompañados por cinco enfermeras vestidas con precisión quirúrgica. Cada uno se movía con seguridad, como si supieran exactamente a qué habían venido. Entraron sin titubeos, saludándome con respeto, pero sin sorpresa. Uno de ellos me mostró una orden firmada: mi padre sería trasladado inmediatamente a una clínica privada. Una de las mejores de Edimburgo. —¿Cómo ha dicho? —pregunté, apenas susurrando. La incredulidad me envolvía como una manta demasiado fina para abrigar. —Ya está todo listo —replicó el médico con tono profesional, pero amable—. Estará en una habitación VIP, con el mejor equipo médico. Recibirá todos sus medicamentos, alimentación especial y atención continua. Parpadeé, como si eso pudiera ayudarme a comprender. El corazón me golpeaba con fuerza, no por miedo, sino porque por un instante creí que estaba soñando. —Gracias… muchas gracias —alcancé a decir, sin detenerme a hacer más preguntas. No había espacio para dudas, ni tiempo para sospechas. Únicamente pude entregarme a esa sensación olvidada de recibir una mano cuando más la necesitas. No entendía nada. Nadie me había llamado. Nadie pidió permiso. Pero ahí estaban, los uniformes impolutos, las órdenes firmadas, la eficiencia quirúrgica… y mi padre, envuelto en un cuidado que yo sola jamás podría haberle dado. Sentí cómo el nudo eterno en mi garganta comenzaba a transformarse. No desapareció, no. Solo cambió de forma. De desesperanza a… alivio. De carga a tregua. Gratitud, quizás. Aunque no sabía hacia quién se debía esa gratitud. O peor aún… ¿Por qué precio había sido comprada? Ayudé a preparar a mi padre. Sujeté sus manos mientras lo colocaban en la camilla con una delicadeza reverencial. Él no abrió los ojos. No hizo gesto alguno. Pero yo le hablé, muy bajito, como si pudiera oírme desde donde fuera que estuviera retenido. —Todo estará bien. Te lo prometo. No sé si le prometía algo a él o a mí misma. Subí con él a la ambulancia. Me senté a su lado. Observé cómo el monitor empezaba a marcar con pulso firme lo que antes apenas era un eco. No lloré. No porque el alivio fuera completo, sino porque algo dentro de mí se había vaciado anoche. Había derramado hasta la última lágrima. Lo que me quedaba era decisión, resignación, y una calma inquietante. La que llega cuando una acepta que ha cruzado una línea invisible de la que no se puede volver. Mientras la ambulancia se alejaba de la vieja mansión Kinnaird, me di cuenta de algo: no había firmado un contrato, ni dado mi palabra ante testigos. Pero mi decisión había sido definitiva. Yo lo había elegido. Y con ello, había sellado mi silencio, mi cuerpo… y quizás, mi destino. Y mientras las calles grises de Edimburgo se deslizaban ante mis ojos, solamente podía pensar en una cosa: «Ya está hecho». No hubo contratos. No hubo testigos. Pero dentro de mí algo se firmó la noche anterior. Me convertí en mi propia sentencia. La habitación era… irreal. Luz natural entraba por ventanales amplios con cortinas suaves y limpias, como esas que únicamente veía en las clínicas de lujo cuando acompañaba a mi madre a visitar a alguien importante. Las sábanas eran blancas, impecables, olían a lavanda y orden. La cama era reclinable, silenciosa, y rodeada de monitores discretos que no pitaban a menos que fuera necesario. Había flores frescas en un jarrón de cristal y una televisión empotrada que mi padre jamás vería encendida, pero que igual agradecí. No parecía una sala de cuidados médicos. Parecía un homenaje silencioso a lo que alguna vez fuimos. —Papá, ¿ves esto? Ahora estás en buenas manos, pronto te recuperas —susurré, sentándome a su lado. Acaricié su mano conectada a los sensores, más cálida ahora, más fuerte, como si este lugar pudiera contener lo que se nos estaba escapando. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que respirar no dolía tanto. Me quedé allí unos minutos, sin moverme, simplemente escuchando. El leve zumbido de las máquinas, el tic-tac suave del reloj de pared, el ritmo estable de su respiración asistida. Era perfecto… Demasiado perfecto. —Señorita Kinnaird —escuché a mi espalda. Me giré con lentitud. Un hombre alto, vestido de traje oscuro, con el cabello peinado hacia atrás y una expresión pulida como si lo hubieran entrenado para jamás parecer fuera de lugar. Llevaba una tablet en la mano y una pulsera identificadora en la muñeca. Fruncí el ceño, en automático. —¿Quién es usted? —Vengo por usted —dijo, sin rodeos. Su voz era educada, profesional, pero no daba espacio a opciones. Yo no me moví. —¿Disculpe? —Soy parte del personal de logística médica de Fraser Global. El señor Malcolm Fraser ha solicitado su presencia. Está todo coordinado. Solo debo acompañarla. Mi pulso se aceleró. No por miedo. Por lo inevitable. Lo sabía antes de que lo dijera. Aun así, cuando su nombre salió de los labios del hombre, sentí un leve estremecimiento. —Malcolm… —repetí en voz baja. Y entonces asentí. No discutí. No protesté. Solo acaricié una vez más la mano de mi padre y me puse de pie. Había hecho una promesa. Ahora era tiempo de pagarla. Y Malcolm no era alguien que pospusiera una deuda. El trayecto fue breve, pero no lo sentí así. El vehículo era n***o, discreto y perfectamente climatizado. Las ventanas tintadas no dejaban ver la ciudad afuera, y eso me hacía sentir como si flotara entre dimensiones: una donde aún era la hija de un hombre enfermo, sin recursos… y otra donde alguien con demasiado poder había decidido mover los hilos por mí. No hablamos durante el camino. El hombre que me acompañaba se limitó a revisar una carpeta electrónica, su rostro neutro como una estatua. Yo, en cambio, miraba mis propias manos, incapaz de apartar la vista de las pequeñas marcas en mis nudillos, como si pudieran recordarme que aún era real, que aún estaba consciente. El coche se detuvo frente a un edificio antiguo, restaurado con una elegancia que no gritaba su riqueza, sino que la susurraba con orgullo. La puerta se abrió sin que tuviera que tocarla. Subimos al ascensor. El silencio se volvió más espeso. Y entonces, la puerta se abrió directamente en la habitación. La suite era tan impecable como una sala de exposiciones. Alfombra gruesa, paredes en tonos carbón y marfil, una chimenea encendida —aunque afuera no hacía tanto frío—, y frente a los ventanales que daban a los tejados grises de Edimburgo… él. Malcolm Fraser. Con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón, adoptaba una pose de perfil, ofreciendo su rostro a la inmensidad de la ciudad. Parecía absorto, como si estuviera atento a los secretos que la urbe le susurraba al oído. Vestía una camisa negra, de un negrísimo profundo e inmaculado, sin una arruga ni una mota de polvo que mancillara su elegancia. Su perfección, tan calculada y evidente, resultaba inquietante, casi amenazadora. Transcurrió un tiempo que se me antojó eterno antes de que sus ojos se dignaran a posarse en mí, y otro tanto antes de que yo pudiera articular palabra. La tensión se palpaba en el aire, densa y pegajosa. Finalmente, con una tranquilidad exasperante, una calma glacial que me crispó los nervios y me puso la piel de gallina, pronunció una sola palabra: —Bienvenida. Y entonces, allí estaba, frente a mí, ese momento exacto que tantas veces había procurado no imaginar, que había intentado mantener lejos de mi mente. La situación que había evitado enfrentar me golpeaba ahora de lleno. —No es por ti por quien estoy aquí —respondí, sintiendo una extraña convicción en mi voz, una firmeza inesperada que incluso a mí me tomó por sorpresa. Noté que mis brazos se cruzaban sobre mi pecho, no buscando refugio ni protección en ese gesto, sino más bien como una demostración de puro orgullo herido, una barrera que levantaba ante él. —Mi padre —continué, con la voz ahora un poco más temblorosa, pero aún firme en mi propósito—, mi padre se merecía algo mucho mejor que solo tú podrías ofrecerle. Esa es la única y verdadera razón por la que he venido hasta aquí, el único motivo que me ha impulsado a enfrentarte. Lo dije sin pelos en la lengua.
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