**ISOLDE**
Se giró al fin. Su mirada me recorrió como si ya hubiera ganado una guerra.
—Y eso es exactamente lo que tendrás. Lo mejor.
Hubo un silencio. Lento. Cargado de electricidad no dicha.
—¿Y ahora qué? —le pregunté, sin apartar la mirada.
Lo observé desaparecer tras la puerta con esa calma suya que no parecía arrogancia, sino el peso de quien está acostumbrado a que el mundo se incline a su voluntad. La bolsa descansaba sobre una de las sillas del salón, tan elegante y fuera de lugar como yo me sentía en ese instante. El brillo sutil del logo era inconfundible. Alta costura. Exclusividad. Un precio que yo jamás había podido mirar sin sentirme una intrusa.
Me acerqué sin prisa, como si el objeto pudiera morderme. Mis dedos rozaron el asa con cierto temblor involuntario. Respiré hondo. Sabía lo que significaba. Lo que él esperaba. Lo que yo había aceptado, aunque aún me costara ponerle palabras.
Abrí la bolsa. Y lo vi. Un babydoll rojo encendido. De tela suave como un suspiro, con encajes finos y detalles imposibles de ignorar. Era muy hermoso. Y cruel. Una pieza diseñada para moldear la piel, no para cubrirla. Un disfraz hecho a medida para el papel que debía interpretar. Tragué grueso. No por pudor. Si no por lo que simbolizaba. Ese rojo no era solamente deseo. Era sangre. Era deuda. Era el precio de una promesa cumplida demasiado pronto.
Lo saqué con cuidado, como quien sostiene algo frágil. Por un segundo, me vi desde fuera: una mujer de apellido ilustre, despojada de todo, sosteniendo la prenda que anunciaría su caída… o su renacimiento. No sabía aún cuál sería. Caminé hacia la puerta del baño. Cerré la puerta detrás de mí. La luz era blanca, impecable. El espejo no mentía.
Me miré largo rato. Y mientras me desnudaba, una sola idea me cruzaba la mente.
Que esto no me rompa. Que me transforme, si quiere. Pero que no me rompa. Rezaba en mi interior, como si eso me ayudaba.
Entré a la habitación, él en bóxer, mirando la ciudad por el ventanal con una copa de vino en su mano. Giró su cabeza y me miró. Instintivamente, me cubrí con las manos mis partes expuestas, ya que el babydoll es muy revelador. Lo vi sonreír de una manera sarcástica, eso me enojó.
—Te ves apetecible, realmente apetecible. Llevo un rato observándote y no puedo evitar sentirlo.
—Pues hazlo de una vez, no esperes más. Si vas a hacerlo, termina con esto.
—Qué crudo lo dices, de verdad. No esperaba esa respuesta tan directa.
Quería que todo terminara de una vez, que el momento llegara a su fin para poder irme de allí lo antes posible. No quería seguir presenciando esa situación.
—¿Es que acaso no te das cuenta de lo que está pasando? No ves que me estás matando lentamente con cada segundo que pasa.
Sus palabras me golpearon como un latigazo. No esperaba esa vulnerabilidad, esa sinceridad tan cruda. Pensé que estaba disfrutando del momento, del poder que tenía sobre mí.
—No quiero matarte —dijo con una voz suave, casi un susurro—. Quiero saborearte, sentirte, explorarte.
Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. Su mirada era intensa, penetrante, como si pudiera mirar a través de mi alma. No sabía qué quería de mí, pero estaba claro que no era solo una víctima.
—No soy un plato para degustar —respondí con firmeza, tratando de mantener la compostura—. Soy una persona.
—Y una persona muy atrayente —replicó con una sonrisa ladeada—. No lo niegues. Lo sientes, ¿verdad? La conexión entre nosotros.
No quería admitirlo, pero tenía razón. Había algo en él que me atraía, algo oscuro y peligroso que me hacía sentir viva. Pero sabía que debía alejarme, que ese camino solo conducía a la perdición.
Él redujo la distancia entre nosotros y, con suavidad, me invitó a sentarme en sus rodillas. Al principio, sus manos apenas se posaron sobre la tela del camisón que vestía, un roce casi imperceptible. Luego, con una lentitud deliberada, sus manos comenzaron a deslizarse hacia abajo, acariciando mis piernas a través de la fina tela.
Una parte de mí deseaba rechazar sus caricias, detener el avance de sus manos. Sin embargo, a pesar de mi intento de negación, una sensación innegable se apoderaba de mí, una sensación que no podía ignorar. Lo sentía en cada fibra de mi ser, una corriente eléctrica que recorría mi cuerpo ante su tacto.
El calor de su cuerpo se filtraba a través del camisón, quemando mi piel con una intensidad que me resultaba a la vez aterradora y excitante. Intenté concentrarme en el suave murmullo de la noche que se colaba por la ventana, en el tenue resplandor de la luna que iluminaba tenuemente la habitación, en cualquier cosa que me alejara de la creciente marea de sensaciones que me invadía. Pero era inútil.
Su tacto era como un imán, atrayéndome irresistiblemente hacia él. Su aliento cálido rozaba mi cuello, y un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Cerré los ojos con fuerza, tratando de ordenar mis pensamientos, de darle sentido a la confusión de emociones que me embargaba. Una batalla se libraba en mi interior, una lucha entre la razón y el deseo, entre la prudencia y la pasión. Y en ese momento, sentí que la pasión comenzaba a ganar terreno. Sus manos seguían su lento descenso, y la fina tela del camisón se había convertido en una barrera insignificante, casi inexistente.
Cada caricia era una promesa, una invitación a cruzar un umbral prohibido, a explorar territorios desconocidos. Y yo, a pesar de mis reservas, a pesar de mi miedo, me sentía peligrosamente tentada a aceptar esa invitación.
Me hizo el amor, no fue brusco, al contrario, fue amable. Cuando se dio cuenta de que era virgen, sus ojos se abrieron y miraron los míos, sin decir nada. Sonrió complacido y continuó embistiéndome de una manera medida. —Fue un gran banquete. —susurró en mi oído cuando terminó.
Me quedé inmóvil en la cama, tenía que levantarme para asearme y largarme de ahí. Me odiaba por haberlo disfrutado, me olvidé de mi situación y lo que él representa para lo que queda de nuestra familia.
Corrí hacia el baño sin mirar atrás, con el corazón desbocado y una rabia muda que trepaba por mi garganta. Cerré la puerta con un portazo y me apoyé contra ella, como si al hacerlo pudiera crear una barrera entre todo lo que había sucedido y lo poco que aún era mío.
Respiré hondo. Dos veces. El espejo frente a mí reflejó una imagen que no reconocía: el encaje rojo pegado a mi piel como una burla, las mejillas ardientes, los ojos… rotos.
Sin pensarlo más, me deshice del babydoll con manos temblorosas. Abrí el grifo de agua caliente y me lavé el cuerpo con furia, como si pudiera borrar la sensación, la tensión, la mirada que se había clavado en mi dignidad.
Una vez limpia, me sequé rápidamente, recogí mi cabello con una pinza y me vestí con la ropa que había traído conmigo, como si cada botón que cerraba fuera un acto de restauración personal. El pantalón n***o, la blusa de lino gastado… nada combinaba con esa habitación, pero me cubrían con algo mucho más importante que el frío.
Estaba a unos pasos del ascensor, con los puños apretados y la respiración contenida, cuando lo oí detrás de mí.
—¿Creíste que iba a dejarte ir tan fácilmente?
Me detuve. Cerré los ojos un instante. Sentí cómo el ascensor anunciaba su llegada con un suave “ding”, como una puerta abierta a la huida que nunca fue mía. Me giré lentamente. Malcolm estaba allí, en el umbral del salón, aún descalzo, con el vaso de vino, ya sin interés en su mano. Su expresión no era de enojo, ni de sorpresa. Era de certeza. La de alguien que mueve las piezas, sabiendo de antemano cómo terminará la partida.
Se acercó sin prisas, y al llegar a mi lado, extendió un papel. Una hoja de alto gramaje, con una dirección escrita en esa caligrafía perfecta, que parecía no tolerar tachaduras.
—Te mudarás aquí —dijo, casi como si fuera un detalle logístico más que una sentencia.