Hamsa cojeaba ligeramente mientras caminaba. Aquel golpe certero en su rodilla, propinado por aquella pequeña demonia de ojos verdes, había sido más efectivo de lo que quería admitir. No solo la articulación le punzaba con cada paso, sino que sus partes íntimas aún pulsaban con un dolor sordo que le recordaba constantemente la humillación sufrida.
Lo que más lo irritaba no era tanto el dolor físico, sino el hecho de que una mujer tan diminuta hubiera logrado lastimarlo de esa manera. Sus músculos, forjados durante años de entrenamiento brutal y combate callejero, habían sido vulnerables ante la precisión quirúrgica de alguien que apenas le llegaba al pecho.
No era muy creyente que digamos, pero hoy, si le daba gracias a todos los santos ortodoxos que veneraba que ninguno de sus hombres h
