Capítulo 4. Juego de gemelas

3162 Palabras
El silencio que siguió al reconocimiento mutuo fue ensordecedor. Ambas jóvenes permanecieron inmóviles en el umbral de la puerta, con la caja de pasteles aún sostenida entre las manos temblorosas de Mely, mientras las gotas de lluvia continuaban cayendo desde su chaqueta empapada al suelo de mármol italiano del elegante apartamento. —Oye… creo que… te pareces un poco a mí —murmuró Melanie, con su voz apenas audible, como si hablar demasiado alto pudiera romper el hechizo de este momento imposible. Sus ojos verdes, del mismo tono exacto que los de la extraña frente a ella, se llenaron de una mezcla de asombro y confusión que la hacía parecer mucho más joven de sus veinte años. —Sí… yo creo —comentó Mely, quien sintió como si el mundo hubiera comenzado a girar en cámara lenta a su alrededor. Su acento austriaco se hizo más pronunciado por la sorpresa, cada palabra saliendo con cuidado mientras procesaba lo que estaba viendo. La caja de pasteles resbaló ligeramente entre sus dedos entumecidos por el frío y la impresión, pero logró sostenerla antes de que cayera al suelo. —¡Pasa por favor! —exclamó Melanie con urgencia desesperada, tomándole la mano libre a Mely con una familiaridad que debería haber resultado extraña, pero que se sintió tan natural como respirar. El contacto de sus pieles provocó una descarga eléctrica que ambas sintieron pero ninguna comentó. Era como si sus células reconocieran algo que sus mentes aún luchaban por comprender. Mely, que normalmente habría rechazado cualquier invitación de un extraño, se encontró cruzando el umbral sin resistencia. Sus botas mojadas dejaron huellas húmedas sobre el suelo de mármol mientras permitía que Melanie la guiara hacia el interior del apartamento, y miró el lujo que la rodeaba: los techos altos decorados con molduras doradas, los muebles tapizados en terciopelo, las obras de arte. —Ven, ven aquí —susurró Melanie, llevándola hacia un espejo de con marco de plata antigua que dominaba una pared del recibidor. Se colocaron una al lado de la otra frente al cristal, y el reflejo que les devolvió la mirada fue tan impactante que ambas dieron un paso atrás involuntariamente. —¿Qué es esto? —preguntó Mely, con su voz quebrándose ligeramente mientras observaba la imagen imposible en el espejo. Era como estar viendo una versión alternativa de sí misma: la misma estructura ósea delicada pero definida, los mismos labios carnosos con esa pequeña cicatriz casi imperceptible en la comisura izquierda, incluso la misma forma en que fruncían el ceño cuando estaban concentradas. —Pues no lo sé, parecemos como si… fuéramos hermanas —susurró Melanie, llevándose una mano temblorosa al pecho, donde su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que Mely podía escucharlo. En ese momento preciso, el teléfono celular de Melanie comenzó a vibrar con insistencia, rompiendo el trance hipnótico en el que ambas se encontraban. La melodía alegre del ringtone contrastaba grotescamente con la intensidad del momento. —¡Espera, no te vayas por favor, debemos hablar!—le suplicó Melanie, aferrándose al brazo de Mely con una desesperación que ni ella misma entendía—. Déjame atender esta llamada. —Está… bien —respondió Mely, aunque cada instinto le gritaba que huyera de esta situación surrealista que había convertido su día rutinario en algo sacado de una película de ciencia ficción. Melanie contestó con dedos temblorosos, y la voz familiar de Dorotea llegó desde el otro lado de la línea, distorsionada por la estática de la tormenta. —Señorita Melanie, me voy a tardar un poco más de lo esperado. Esta lluvia está terrible y el tráfico es un caos. ¿Está todo bien en el apartamento? ¿Llegó su profesora de piano? —Ella no ha llegado y, no hay ningún problema Dorothy—respondió Melanie, sin apartar la vista de Mely, quien observaba nerviosamente los retratos familiares que decoraban las paredes—. ¡Tómate el tiempo que necesites! Cuando colgó, se dirigió hacia Mely con una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora pero que temblaba en las comisuras. —Siéntate por favor —le dijo, señalando el sofá de terciopelo color crema que dominaba la sala de estar. Mely se acomodó con cuidado en el borde del asiento, como si estuviera lista para salir corriendo en cualquier momento. Sus ojos entrenados escanearon rápidamente las salidas posibles mientras sus manos se mantenían cerca de los bolsillos donde guardaba sus herramientas de autodefensa. —Pareciera como si… fuéramos familia —continuó Melanie, sentándose frente a ella e inclinándose hacia adelante con una intensidad que hacía brillar sus ojos—. Nuestro parecido es asombroso, solo que tú tienes los ojos verdes pero un poco más claros que los míos. —Sí, qué loco, ¿no? —murmuró Mely, estudiando cada detalle del rostro de Melanie como si fuera un rompecabezas que necesitara resolver. —Es súper loco. ¡A ver… vamos a mi habitación, allá tengo un espejo gigante! —propuso Melanie, levantándose con una energía nerviosa que la hacía moverse como si tuviera resortes en lugar de músculos. —Oye, mejor me voy, todo esto es raro —dijo Mely, poniéndose de pie abruptamente. Su instinto de supervivencia, perfeccionado por años de vivir en las sombras, finalmente había comenzado a funcionar. —¡No, por favor! No quiero asustarte —le rogó Melanie, tomándole el brazo con ambas manos, con sus dedos fríos pero desesperados—. Solo que… no lo puedo creer. ¿Una persona parecida a mí? Eso no se ve todos los días. ¿Cómo te llamas? ¡Yo me llamo Melanie, Melanie Harrison! Mely dudó por un momento, pesando los riesgos de revelar información personal. Finalmente, decidió que un nombre falso no podría hacer daño. —Yo… Mimi. —¿Mimi? ¡Hasta nuestros nombres se parecen un poco! —exclamó Melanie, con una sonrisa que iluminó completamente su rostro. —Sí —Mely frunció el ceño, sintiendo como si el universo estuviera jugando una broma cósmica con ella—. Este día sí que ha sido raro. Se acercó un paso más a Melanie, estudiándola con la mirada analítica que había desarrollado durante años de entrenamiento. Había algo en los ojos de esta joven que le transmitía una honestidad casi dolorosa, una inocencia que contrastaba completamente con el mundo de engaños y violencia en el que ella había crecido. —Te notas confiable, tienes ojos de cachorro dulce —dijo finalmente, permitiendo que una sonrisa genuina apareciera en sus labios por primera vez en semanas—. Vamos a tu habitación, para vernos mejor. Cualquier cosa, sé karate. Me dijeron que en Nueva York hay gente demente. —No te preocupes, no te haré daño —le aseguró Melanie, con una risa que sonaba como campanitas de plata. Minutos más tarde… La habitación de Melanie era un estudio en contrastes: paredes color rosa pálido decoradas con pósters de conciertos de Jazz, una cama con dosel que parecía sacada de un cuento de hadas, y estantes llenos de libros que iban desde literatura clásica hasta revistas de celebridades. En una esquina, un piano de cola n***o brillaba bajo la luz que entraba por las ventanas del piso al techo. Pero lo que dominaba la habitación era un espejo de cuerpo entero enmarcado en oro que ocupaba casi toda una pared, como algo sacado del cuarto de una princesa de Disney. Ambas se colocaron frente al espejo nuevamente, y esta vez el impacto fue aún más devastador. Bajo la luz natural que entraba por las ventanas, cada detalle de su parecido se hacía más evidente. —Mira, tienes hasta este mismo lunar en el cuello —observó Mely, señalando una pequeña marca en forma de media luna que ambas tenían en el lado izquierdo del cuello, justo debajo de la mandíbula. —Sí, qué raro —murmuró Melanie, tocándose inconscientemente su propio lunar. —Tenemos una diferencia. Tú eres un poco más rellenita y yo más delgada —comentó Mely con la franqueza directa que caracterizaba su personalidad. Era cierto: mientras Melanie tenía las curvas suaves de alguien que había vivido una vida de comodidades, Mely tenía la delgadez musculosa de quien había conocido el hambre y el entrenamiento físico constante. —Así es. Pero somos una copia idéntica —susurró Melanie, llevándose las manos al rostro como si necesitara tocarse para asegurarse de que no estaba soñando. —¿Dijiste que… eras adoptada? —preguntó Mely, con una nota de esperanza peligrosa filtrándose en su voz normalmente controlada. —Sí, me adoptaron cuando era una bebé según mi papá —respondió Melanie, sintiendo como si estuviera al borde de un precipicio emocional. —Mmmm, yo también fui adoptada —reveló Mely, y por primera vez desde que había llegado a Nueva York, sintió como si hubiera encontrado algo que había estado buscando sin siquiera saberlo. —¿Será que somos hermanas, Mimi? —preguntó Melanie, con lágrimas comenzando a formar pequeños diamantes en las comisuras de sus ojos—. No lo sé, siempre… sentí que me faltaba algo. La confesión golpeó a Mely como un puño en el estómago. Ella también había sentido ese vacío inexplicable, esa sensación de que había algo fundamentalmente incompleto en su existencia, pero nunca había podido ponerlo en palabras. —Quién sabe. Deberíamos hacernos una prueba de sangre. Ahí se comprobará —dijo Mely, luchando por mantener su voz neutral a pesar de la tormenta emocional que se desataba en su interior—. Si no, pues somos solo dos mujeres que se parecen mucho. Aunque… es raro. —Tienes acento, ¿de dónde vienes? —preguntó Melanie, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. —De Europa. No puedo darte mucha información de mí —respondió Mely, sus defensas automáticamente levantándose ante cualquier pregunta sobre su pasado. Melanie, con una sonrisa que era pura luz solar, se secó una lágrima mientras extendía su mano hacia Mely. —¿Podemos ser amigas? —Ya que —dijo Mely, tomando la mano ofrecida y sintiendo nuevamente esa extraña sensación de familiaridad—. Seamos amigas. —Ya vengo, voy a buscar unas bebidas. ¡Debemos celebrar esta amistad! —exclamó Melanie, saltando hacia la puerta con la energía de un cachorro entusiasmado. Lo que ambas no sabían era que el destino había tejido un encuentro imposible. Eran gemelas idénticas separadas al nacer por las circunstancias brutales de un mundo donde los hombres poderosos tomaban decisiones que partían familias como si fueran ramitas secas. Sus personalidades se habían moldeado por vidas diametralmente opuestas: Mely, forjada en el acero frío de la supervivencia y el entrenamiento militar, mientras que Melanie había florecido en el invernadero dorado de la protección y el privilegio. —No, ya debo irme. Tengo que ir a trabajar —la detuvo Mely, agarrándole el brazo con una fuerza que sorprendió a ambas. Melanie se volteó, con su rostro iluminándose como si hubiera recordado algo maravilloso. —¡Oh, es cierto! ¿Pero… no puedes quedarte ni siquiera unos diez minutos más? —No, no puedo. Tengo cosas que hacer. Tengo como tres empleos y debo asistir —explicó Mely, sacando una agenda maltratada de su bolsillo trasero y hojeándola con movimientos eficientes—. Debo repartir comida y luego como a las seis debo ir a limpiar la oficina de un tal Krav, Kravsinto… Kravsenko… ah, qué apellido más raro. En ese momento, Melanie abrió sus ojos como platos, con su respiración deteniéndose completamente. —¿Kravchenko? —susurró, como si acabara de pronunciar el nombre de una deidad. —Sí. —¿En qué dirección? ¿En la 425 Park Avenue? —preguntó Melanie, con su voz subiendo una octava por la emoción. —Pues esa misma es. ¿Lo conoces? —respondió Mely, frunciendo el ceño ante la reacción extrema de su nueva amiga. Melanie se llevó ambas manos al corazón como si necesitara evitar que se le saliera del pecho, con sus ojos tomando una expresión soñadora que transformó completamente su rostro. —¡Sí, es el edificio de mi adorado Ezra Kravchenko, el hombre más bello y hermoso que ha pisado esta tierra!—suspiró, con la voz de una adolescente enamorada hablando de su crush de secundaria. Mely frunció el ceño más profundamente, estudiando esta nueva faceta de la personalidad de Melanie con la misma intensidad con que analizaría a un objetivo potencial. —Vaya, sí que te gusta. —Sí, me encanta. Pero… jamás podríamos estar juntos —continuó Melanie, con su voz tomando un tono melancólico que contrastaba con su emoción anterior—. Mi padre no me deja salir casi. Tengo a un montón de guardias detrás de mí siempre y como Ezra y su familia… tienen mala fama, no puedo siquiera acercarme a saludarlo. —¿Ese tal Ezra es… malo? —preguntó Mely, con todos sus instintos de supervivencia activándose ante la mención de reputaciones peligrosas—. ¿No crees que sería peligroso? —Sí. Proviene de una familia de mafiosos y se dice que su empresa lava dinero, pero… —Melanie hizo una pausa, con sus mejillas sonrojándose ligeramente— eso es exactamente lo que me atrae de él. Es un chico malo —confesó con una sonrisa traviesa que transformó completamente su expresión inocente—. Ah, no me importa el peligro, ese hombre es hermoso. Corrió hacia su mesita de noche y regresó con una revista de sociedad abierta en una página específica. —¡Míralo! Mely estudió la fotografía con ojos profesionales. El hombre en la imagen era indudablemente atractivo de una manera que gritaba peligro: cabello castaño perfectamente peinado hacia atrás, gafas de diseñador que enmarcaban ojos café que parecían calcular el valor de todo lo que miraban, y una sonrisa que prometía tanto placer como dolor. Vestía un smoking que probablemente costaba más que el salario anual de la mayoría de personas, y había algo en su postura que hablaba de poder absoluto y violencia refinada. —Mmmm, no es de mi tipo, pero si te gusta, pues ve por él. Ánimo, cachorro feliz —dijo Mely con sarcasmo. —Te dije que no puedo. Sería imposible —suspiró Melanie, abrazando la revista contra su pecho como si fuera un tesoro. En ese momento, los ojos de Melanie se iluminaron con una idea que era tan brillante como peligrosa. Se acercó a Mely y la tomó de ambas manos con una urgencia que rayaba en la desesperación. —¡Oye, te pago… cincuenta mil dólares para hacer un intercambio por una semana! ¡Déjame ser tú! Nos parecemos un montón. Mi padre no notará que me fui si estás aquí. —¿Qué? ¿Estás loca? —exclamó Mely, dando un paso atrás como si Melanie hubiera sugerido que saltaran desde el edificio. —¡Anda, por favor! Somos una copia idéntica de la otra. Te haré la transferencia ahora mismo. Acepta, por favor. Ayúdame… a ver a Ezra —le rogó Melanie, tomándole las manos nuevamente y comenzando a saltar como una niña pidiendo un juguete—. ¡Por favor! Mely la observó con una mezcla de incredulidad y algo que podría haber sido envidia. Aquí estaba esta joven, dispuesta a pagar una fortuna por la oportunidad de perseguir un amor imposible, mientras que ella había pasado toda su vida corriendo de hombres peligrosos. —Sí que te gusta ese feo —murmuró, cruzándose de brazos mientras procesaba la propuesta desde todos los ángulos posibles. Cincuenta mil dólares. Era más dinero del que había visto junto en toda su vida. Podría desaparecer completamente, comenzar de nuevo en cualquier parte del mundo, quizás incluso encontrar respuestas sobre su propio pasado. «Mmmm, con esos cincuenta mil…podría vivir en Islandia, allá no me encontrarían»—pensó. —Está bien, necesito el dinero —dijo finalmente, sintiendo como si estuviera firmando un contrato con el diablo, pero un diablo que tenía su misma cara. Mientras tanto, Ezra Kravchenko… A esa misma hora, en una habitación sombría de un lujoso penthouse en el corazón de la ciudad, la luz titilante de unas velas neg.ras arrojaba sombras sobre las paredes cubiertas de terciopelo oscuro. El aire estaba cargado de una mezcla de incienso exótico y el aroma metálico del sudor. Ezra Kravchenko, yacía sobre una cama de sábanas de seda ne.gra, con su cuerpo musculoso tenso por el deseo. Frente a él, Nadine Winters, una modelo de Victoria’s Secret de 23 años, con un cuerpo esculpido por años de disciplina y unos ojos verdes que ahora reflejaban una mezcla de placer y dolor, estaba atada de pies y manos con cuerdas de cuero negr0, y su piel perlada por el sudor. ―¡Aaaaah… duele!― exclamó Nadine, con su voz quebrada mientras sentía el enorme m*****o de Ezra, de 28 centímetros, erecto y pulsante, embistiéndola con una fuerza brutal. Las cuerdas crujían bajo la presión, marcando su piel con líneas rojas que contrastaban con su palidez. Ezra, con sus ojos café brillando con una intensidad salvaje, apenas esbozó una sonrisa sádica. Su cabello castaño, desordenado, caía sobre su frente mientras sus manos, fuertes y tatuadas, apretaban el cuello de Nadine, controlando cada uno de sus jadeos. ―No me importa, maldita,― gruñó, con su voz grave resonando en la habitación mientras aumentaba el ritmo de sus embestidas. Sus caderas chocaban contra las de ella con un sonido rítmico y casi animal, cada movimiento calculado para dominarla por completo. Nadine, con el rostro enrojecido por la presión de sus manos y el torbellino de sensaciones, gemía entre el placer y el dolor. Su cuerpo temblaba, atrapado en la intensidad de Ezra, quien parecía deleitarse en su sumisión. Con un gruñido profundo, Ezra sintió cómo la presión crecía en su interior, con su cuerpo tensándose al borde del clímax. Sin detenerse, embistió con una fuerza descomunal, penetrándola profundamente, sus caderas golpeando con una violencia controlada que hacía temblar el armazón de la cama. ―¡Aaaaah!― gritó Nadine, con su voz en un eco de rendición mientras las cuerdas se tensaban aún más, marcando su piel con surcos rojos. Con un último embate, Ezra se dejó llevar. Su semen caliente explotó dentro de ella en oleadas intensas, llenándola mientras su respiración se convertía en un jadeo ronco. ―Ooooh…― murmuró, con su voz cargada de un éxtasis oscuro mientras su cuerpo se relajaba, aún dentro de ella, marcando el fin de su dominio. El sudor perlaba su piel blanca, y sus ojos café se entrecerraron, brillando con una satisfacción cruel. Lentamente, se retiró, sacando su enorme miembr0 de 28 cm aún pulsante de ella. Jadeando, se dejó caer en la cama, mirando al techo con una expresión de indiferencia. ―Esta es la última vez que nos veremos,― dijo con frialdad, su voz cortante como el filo de una navaja. ―Debo buscar una esposa. Nadine amarrada le dijo: ―¿Que? CONTINUARÁ...
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