Capitulo 2

2765 Palabras
Stella Mi teléfono suena dentro del bolso. Me apresuro a buscarlo entre carpetas, lápices sueltos y una barra de cereal a medio comer. La pantalla parpadea con varias notificaciones: un mensaje de Leila, una compañera de clases, varios en el grupo con Eve y Clarice… y uno de mamá. Mamá [15:40]: ¿Cómo estás, cariño? Hace días que no sé nada de ti. Estoy segura de que debes estar ocupada. Come adecuadamente, por favor. Tu anemia es crónica y puede volverse severa si no te cuidas. Suspiro. Tiene razón. Me diagnosticaron anemia crónica en la adolescencia. No es algo que ponga mi vida en peligro cada día, pero si me descuido… mi cuerpo lo siente. El sistema inmunológico se me desploma y lo que para otros es un simple resfrío, en mí se convierte en una neumonía. Literalmente. Por eso, debo tener una alimentación estricta, rica en hierro. Tomar vitaminas. Dormir bien, cuidarme. Si no lo hago, además del cansancio extremo, se me cae el cabello a mechones y mi piel se vuelve tan pálida que parezco un fantasma de mí misma. No quiero preocuparla, asique, su mensaje es el único que respondo. Stella [14:42]: Hola, mami. Estoy bien. ¿Y tú? No te preocupes, estoy comiendo bien, lo prometo. Perdón por no haber escrito antes, pero he estado a mil con las clases, los exámenes… y las prácticas. Hoy es viernes y se cumple mi primera semana desde que empecé como pasante. Ha sido una locura. Todo esto es nuevo, desafiante y maravilloso al mismo tiempo. Estoy haciendo realidad un sueño que tengo desde que era una niña, y cada documento que leo, cada reunión a la que asisto, me llena de una energía difícil de explicar. Un subidón de adrenalina que no baja ni con café. Pero, claro… no todo es perfecto. No lo digo por el trabajo en sí. Amo lo que hago. Lo digo por el infierno helado que es mi jefe. Lars Van der Beeck. Nombre de villano de novela nórdica y actitud a la altura. Es como si lo hubieran esculpido con hielo y arrogancia. Alto, impecable, siempre de traje oscuro y expresión de desprecio permanente. Si Lucifer tuviera un asistente personal, sin duda sería él. Desde el primer día, cinco mañanas atrás, parece haber decidido que yo soy su saco de boxeo emocional. Si no critica mi ropa, es mi pelo. Si no es el informe, es el café. Que, por cierto, siempre me pide que le lleve y nunca se toma. Nunca. Me mira como si me hiciera un favor por dejarme respirar el mismo aire que él. Idiota. Pero no va a lograr quebrarme. No pienso renunciar a mi sueño por culpa de un hombre que no sabe lo que es una sonrisa. Que me critique todo lo que quiera. Yo voy a sortearlo con la cabeza en alto y una sonrisa bien ensayada. Mi celular vibra otra vez. Mamá [15:45]: Lo sé, cariño. Solo quería saber que estabas bien. Tengo una reunión, hablamos luego. Te amo. Stella [15:46]: También te amo, mami. Suspiro y guardo el teléfono en el bolso. Respondo un par de mails más, pero mi mente sigue dando vueltas. Sé que tengo que estar bien. Por mí, por mi salud… y por mamá. No vine hasta aquí para rendirme. —¿Terminaste? — pregunta Clarice desde el marco de mi cubículo. Levanto la mirada y la veo parada con un montón de carpetas apretadas contra su pecho. —Sí. ¿Qué sucede? —Nos mandaron a llamar a la sala de juntas. Lleva tu anotador. Me apresuro a guardar mi libreta, el bolígrafo, el celular, todo lo esencial. Clarice me espera con paciencia mientras organizo mis cosas, y salimos juntas rumbo al ascensor. La sala de reuniones está un piso arriba, en el nivel directivo. Es decir, en territorio enemigo. Cuando las puertas metálicas se abren con un suave ding, entramos y Clarice aprieta el botón. —¿Cómo me veo? — le pregunto, mientras me acomodo el ruedo del vestido con disimulo. Ella gira los ojos y niega con la cabeza, divertida. —Me lo preguntaste dos veces esta mañana— responde con un tono burlón—. Y en ambas te dije que te ves sexy y profesional como el demonio. Sonrío, alisándome el vestido una vez más. —Gracias. —No dejes que sus comentarios te afecten— agrega, con voz más baja—. Los hace porque es un idiota... y probablemente asexuado. Eres hermosa, Stella. Suelto una risa ahogada, cómplice. Clarice siempre sabe cómo sacarme una sonrisa, incluso en medio del estrés. Me observo en el reflejo bruñido de las puertas del ascensor. Hoy elegí un vestido n***o al cuerpo, elegante y sobrio, que me llega justo hasta las rodillas. Lo acompañé con una chaqueta entallada del mismo tono. Mis tacones negros tienen suelas rojas, un pequeño guiño de rebeldía en medio de tanta formalidad. Mi pelo, liso gracias a la bendita planchita, está recogido en una coleta alta impecable. No hay nada que criticar. Me veo bien. Profesional. Impecable. ¿Cierto? Claro que, con el asistente de Lucifer nunca se sabe, así que suspiro, con la vana esperanza de que hoy pase completamente desapercibida para él. Cuando llegamos al piso superior, las puertas se abren y caminamos por el pasillo de paredes de vidrio esmerilado hacia la sala de juntas. Úrsula ya va delante nuestro. Como siempre, parece sacada directamente de la portada de Vogue, vestido blanco marfil que le entalla como un guante, tacones altísimos y labios rojo vino perfectamente delineados. Entra primero que nosotras y, como era de esperarse, se sienta junto a él. Se inclina hacia su oído y le susurra algo que lo hace sonreír por primera vez en lo que va de la semana. Lars Van der Beeck. Nuestra entrada no pasa desapercibida. Su mirada se clava en nosotras, fría, inquisitiva. Me recorre de arriba abajo como evaluando cada detalle de mi ropa, de mi postura, de mi existencia. Por un segundo contengo la respiración, pero no dice nada. Solo desvía la vista hacia Úrsula con gesto impasible. ¿Tendrán algo? No me sorprendería. Hacen una pareja perfecta; distantes, pulcros, arrogantes… inalcanzables. Sacudo la cabeza. No quiero ni necesito pensar en eso. No es algo que me interese tampoco. Ya es una pequeña victoria del día que no me haya soltado ningún comentario sarcástico. Que no haya cuestionado mi elección de vestuario o acusado mi existencia de perturbar su ambiente laboral. Me siento al lado de Clarice, abro mi anotador y espero. —Empecemos, por favor— anuncia su voz grave, cortando el aire como una navaja. Aquí vamos otra vez. —El caso que trataremos hoy— anuncia Úrsula, repartiéndonos carpetas con precisión quirúrgica—, es particularmente delicado. Carter Cox. Acusado de tráfico de influencias y presuntos pagos al cartel Moncada para financiar su empresa. Mi estómago se contrae apenas escucho el nombre. Cox es de los que sonríen en las portadas y apuñalan en la sombra. —Las acusaciones son débiles— continúa Úrsula, sentándose junto al señor Van der Beeck—. Lo que tenemos hasta ahora es un conjunto de fotografías; el contador del cartel reuniéndose con el legislador Sánchez. Sánchez, como sabrán, es uno de los aliados políticos más cercanos de Cox. —¿Cuál es el nexo entre Sánchez y el cartel? — pregunta Müller, uno de los socios veteranos. Tiene esa voz grave que siempre suena a desconfianza. —No hemos encontrado una conexión concreta— interviene mi jefe, su tono seco como una hoja afilada—. Sabemos que el cartel ha financiado a ciertos políticos, y Cox los denunció públicamente hace unos meses. Desde entonces, algunos capos de segunda línea han caído. Pero las cabezas... aún no. —¿Entonces estamos hablando de una vendetta? — inquiere Müller con los brazos cruzados. —Es una posibilidad— responde, impasible. Anoto con rapidez, mis dedos volando sobre el papel. Clarice, a mi lado, garabatea en su libreta con idéntico frenesí. —Tienen que conseguir al contador— le susurro, sin pensar demasiado en el volumen de mi voz. El silencio cayó como un puñal. Levanto la vista despacio, y todos los ojos están sobre mí. Los del señor Van der Beeck más que ninguno; gélidos, intensos, clavados como alfileres en mi rostro. —¿Quiere hacernos el favor de compartir lo que tanto urge, señorita Jones? —pregunta con esa voz suya, perfectamente controlada. Me seco las palmas disimuladamente contra la falda. —Dije que tienen que conseguir al contador— repito con un hilo de voz que se afirma con cada palabra—. Si el cartel ha estado financiando a políticos, tiene que haber un registro. Un libro, un rastro contable. Silencio. —¿Y cree que no he pensado en eso? — pregunta él en un tono bajo, peligroso. No aparta la mirada. —No del cartel— respondo, sosteniéndole la mirada por primera vez—. Lo lógico sería buscar en la contabilidad de alguno de los políticos que recibieron ese dinero. Quizá incluso Sánchez. Es más probable que hayan llevado registro ellos, por si necesitaban protegerse... o chantajear. El silencio ahora es denso, casi tangible. Puedo sentir el latido en mis sienes. Úrsula carraspea con suavidad. —Continuemos, por favor. Me hundo lentamente en la silla. La adrenalina me atraviesa como una descarga eléctrica, pero no digo ni una palabra más. Me obligo a mirar el anotador, aunque no veo las letras. No pienso, no respiro. Solo espero que la tormenta pase. La reunión se alarga una hora más, discutiendo el plan de defensa, posibles testigos, y otros asuntos menores que, sinceramente, no logro registrar con claridad. Solo escribo por reflejo. Finalmente, Van der Beeck se levanta, recogiendo su carpeta. —Terminamos por hoy— declara, sin siquiera mirarnos—. Empiecen a trabajar en la sugerencia de la señorita Jones. Mi mandíbula se afloja, y por poco se me cae el bolígrafo. Lo miro, atónita. ¿Lo dijo en serio? Pero él ya se marcha con pasos decididos, Úrsula siguiéndolo con su andar felino, sin volver la vista atrás. Clarice se inclina hacia mí y me susurra: —¿Lo viste? Ese fue... ¿un elogio? Solo asiento, aún procesando. Quizás hoy, solo por hoy, gané una batalla. Camino al lado de Clarice por el pasillo alfombrado que lleva a nuestros cubículos. Son casi las seis de la tarde y el cansancio comienza a deslizarse por mis hombros como una manta húmeda. Me pesan los párpados, los pensamientos, hasta los zapatos. A las siete en punto, ya tengo la computadora cerrada, la chaqueta puesta y las llaves en la mano. —Stella— me llama Clarice desde la puerta, sujetando su bolso—. Tengo que pasar por lo de mis padres esta noche. ¿Quieres venir? —No, gracias. Estoy fundida— respondo con una mueca cansada. —Entonces te llevo y vuelvo— ofrece, tan buena como siempre. —Clarice, no. Es una pérdida de tiempo. Tomo un tren o un taxi, no te preocupes. Tú, ve tranquila. —¿Estás segura? —Completamente. Además, no terminé estos documentos y tengo que dejárselos a Úrsula antes de irme. —Bueno… no me voy a quedar mucho, igual. Te escribo después. Se va con un beso al aire, y el silencio la reemplaza tan rápido como sus pasos se alejan. Paso casi una hora más afinando detalles en los documentos. El reloj marca las ocho de la noche, cuando por fin los imprimo, los firmo y los coloco en la carpeta con una nota adhesiva para Úrsula. Al alzar la vista, noto que las luces del piso han sido atenuadas y la oficina entera respira una quietud inusual. El tipo de silencio que puede asustarte si lo piensas demasiado. Me masajeo las sienes con los dedos. La presión se concentra detrás de mis ojos, late como una alarma silenciada. Me suelto el cabello con un tirón de la banda elástica, dejándolo caer sobre mis hombros cansados. Ya no hay nadie que me diga que me veo “poco profesional”. A estas alturas, ni me importa. Reúno mis cosas, apago la luz de mi escritorio y camino hacia el ascensor. Subo al piso superior para dejarle los documentos a la asistente de Van der Beeck. Al llegar, todo parece desierto. Ni una computadora encendida, ni una voz. Solo el zumbido lejano del sistema de ventilación. Dejo la carpeta sobre el escritorio con cuidado, acomodándola bien alineada con el borde. Estoy a punto de darme la vuelta cuando noto que la puerta de la oficina del jefe está entreabierta. Una tenue luz cálida se filtra por la rendija. No sé por qué lo hago. No hay una razón lógica. Podría dejarlo así, marcharme, olvidarme del día. Pero mis piernas no responden a mi sentido común. Se mueven solas, como si algo en mí necesitara saber si él aún está ahí. Tal vez, solo tal vez… quería verlo. Quería escuchar si hablaba de mi propuesta. Quería probar que no soy invisible. Entonces ocurre. Apenas asomo la mirada por la rendija y el aire se me congela en los pulmones. Van der Beeck está de pie, con el rostro oculto por la sombra. Su mano envuelve el cabello de una mujer, tirando de él con una fuerza brutal. Pero no es solo eso. La otra mano la tiene alrededor del cuello. Está…. ahorcándola. Mi corazón da un salto tan salvaje que siento que va a atravesarme el pecho. Un segundo más y la escena termina de asentar en mi cabeza. Él. Está. Ahorcándola. Ella tiene los ojos cerrados, la boca entreabierta, el cuerpo entregado o quizá ya sin fuerza para resistirse. No veo su rostro, no sé si es miedo o deseo lo que hay en esa escena, pero sí sé una cosa: No debería estar viendo esto. Ahogo un grito, me tapo la boca con ambas manos y retrocedo un paso. El corazón me retumba en los oídos como un tambor de guerra. Me giro, tropiezo con mis propios pies, pero me obligo a seguir. Camino rápido. No, corro. El ascensor parece estar a kilómetros. Pulso el botón repetidas veces, rogando que llegue. Cuando por fin se abren las puertas, me lanzo adentro y presiono la planta baja con el dedo tembloroso. Las puertas se cierran, recién entonces me atrevo a respirar. Y me doy cuenta de que estoy temblando. Apenas pongo un pie en la vereda, el cielo se rompe sobre mí con una furia inesperada. El aguacero cae sin misericordia, empapándome en segundos. El agua se cuela por el cuello de mi abrigo, por mis mangas, por el alma. No me detengo. No hay taxis. No hay nadie, solo la lluvia, la noche y mis pasos. Camino con la mirada clavada en el suelo, como si eso pudiera borrar lo que acabo de ver. No quiero pensar, no quiero sentir. Solo necesito llegar a casa. A salvo. A cualquier lugar que no sea este. Entonces lo escucho. Un motor detrás. Ruedas lentas sobre el asfalto mojado. Un auto n***o, oscuro como la noche. Lento como una amenaza. No sé por qué sé que es él. Lo sé antes de escucharlo. —Señorita Jones. Su voz me golpea como un trueno, rasposa, profunda, inconfundible. Me atraviesa como un cuchillo afilado, directo al centro del miedo que intento esconder bajo la lluvia. Me detengo. El corazón se me acelera, y el cuerpo se niega a moverse. Giro la cabeza apenas, y a través del velo de agua que me chorrea por la cara, lo veo. Parado junto al auto. Imperturbable. Impecable. Con el paraguas en la mano como si el mundo no se estuviera desmoronando alrededor nuestro. Y yo ahí, temblando, chorreando agua. Probablemente hecha un desastre. —Súbase, la acerco. Está diluviando. Su tono no admite discusión, pero no es una orden. Es... otra cosa. ¿Una cortesía? ¿Un control silencioso? ¿Una trampa? Mis labios se abren, pero solo consigo decir: —Gracias... Y en lugar de acercarme, aprieto el paso. El agua me frena, me empuja, pero no paro. Cruzo la calle sin mirar, bajo las escaleras resbaladizas de la estación de metro y me pierdo en la oscuridad subterránea. No me doy vuelta. No quiero ver si aún está ahí. Solo quiero olvidar lo que vi en esa oficina. Lo que vi en sus ojos y sobre todo, lo que me provocó. Y lo que me sigue provocando, aunque me aterre.
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