Capitulo 3

2394 Palabras
Stella —Oh, por Dios… — el agarre en mi cabello es tan violento que estallan destellos de dolor detrás de mis párpados cerrados. Su aliento caliente y húmedo desciende por mi cuello, dejando un rastro ardiente hasta llegar al lóbulo de mi oreja, donde lo atrapa entre sus dientes con una mordida feroz. Un grito ahogado se escapa de mi garganta, y me sobresalto al sentir la humedad creciente entre mis piernas. No puedo respirar. Todo zumbaba a mi alrededor. La piel me arde, el pecho sube y baja como si acabara de correr una maratón. —¿Sabes lo que les pasa a las chicas que miran lo que no deben? — su voz baja, rasposa, envuelve cada rincón de mi cuerpo como una amenaza disfrazada de caricia. Intento negar con la cabeza, pero su puño aún enredado en mi cabello lo impide. —¿No sabes, mocosa? — insiste, y en un movimiento cruel, pellizca uno de mis pezones y tira de él con fuerza. —No… — jadeo, horrorizada por el tono deliciosamente excitado de mi propia voz. Esto no me gusta. No soy de las que encuentran placer en el dolor, yo soy simple. Vainilla, si quieren ponerle una etiqueta. Entonces, ¿por qué demonios estoy temblando de deseo? —Me las follo hasta que no pueden caminar— gruñe, justo antes de desgarrar mis bragas con un solo tirón. Grito. No sé si por miedo o por otra cosa. Y justo entonces… La puerta se abre de golpe, el sonido seco me arranca del trance. —¿Estás bien? — la voz de Clarice se cuela como un balde de agua fría entre la niebla del sueño. Parpadeo y la imagen se disuelve. Mi cuarto, mi cama. Clarice, en pijama, de pie en el umbral con el ceño fruncido. —S-sí… — balbuceo, llevándome una mano al pecho, tratando de atrapar el aliento que me falta. —Sonabas como si te estuvieran matando. Me hundo más en la cama, sintiendo el calor en mis mejillas, la vergüenza pegada a mi piel sudada. —Se sentía así— murmuro, sin poder mirarla a los ojos. —Voy a preparar café. Tenemos clases en una hora. Asiento en silencio y observo cómo se va. La puerta se cierra con un clic, y el cuarto queda en silencio. Respiro hondo y cierro los ojos. ¿Qué demonios fue eso? ¿Acaso acabo de tener un sueño erótico con…? No. No voy a pensarlo. No voy a nombrarlo. Como un infierno que no lo hare. Me levanto de la cama con un gruñido frustrado, las bragas empapadas y la entrepierna pulsando con una necesidad que me avergüenza reconocer. No lo haré. No voy a tocarme pensando en él. Camino directo al baño, abro la ducha de agua fría y me meto sin esperar. El contraste me hace jadear. El agua helada resbala por mi piel ardiendo, intentando apagar el fuego que sigue rugiendo dentro de mí. Me lavo el cabello con movimientos automáticos, siguiendo cada paso de mi rutina como si eso pudiera devolverme el control. Shampoo, acondicionador, mascarilla. Dejo que el agua corra mientras masajeo el cuero cabelludo con fuerza, como si quisiera arrancarme los pensamientos junto con el calor. Cuando termino, apago la ducha, me seco con una toalla áspera y me lavo los dientes con rabia contenida. Luego aplico las cremas en el rostro y el cuerpo, como si cada paso fuera una forma de reconstruirme. Tenemos clases esta mañana y luego turno en el bufete, así que elijo lo práctico; pantalón n***o de pinzas, camisa crema, chaqueta oscura y tacones bajos. Recojo mi cabello en un moño apretado, intentando domar cada rizo rebelde que asome. Un poco de máscara, rubor y bálsamo. En el bolso guardo un labial rojo. Las chicas del bufete dicen que da un aire de elegancia, y yo solo intento encajar. Eve, pero sobre todo Clarice, me dicen que no lo necesito, que tengo estilo propio, y que soy hermosa. Sé que lo dicen con cariño, pero no me lo creo. No cuando mi jefe ha hecho comentarios hirientes sobre mi ropa o mi pelo, no cuando algunas compañeras han lanzado miradas burlonas a mi cuerpo. Y lo peor es que no tengo un cuerpo "exuberante". Soy promedio, estándar. Invisible. A veces pienso que eso es lo que más molesta. Sacudo la cabeza y alejo esos pensamientos antes de que se adhieran como lodo. Cuando salgo del cuarto, Clarice ya está en la mesa del comedor con dos tazas de café humeante frente a ella y sus apuntes abiertos. Sus labios se mueven en silencio mientras repasa lo que, sin duda, es para la clase del profesor Knox. No digo nada. Me limito a sentarme frente a ella. Clarice, es la más extrovertida de nosotras, la que parece no tener miedo de nada. Siempre entra a los lugares como si el mundo le debiera algo y lo supiera. Con esa sonrisa suya que derrite hasta al más imbécil. Pero lleva días rara. Ella no se calla nunca, y sin embargo últimamente… silencio. No le pregunto. Porque sé cómo funciona: si la presiono, se encerrará más. Fingirá que todo está bien, como siempre hace. Y Clarice puede construir murallas invisibles más rápido que cualquier arquitecto. Sé que algo pasó con Knox. Lo intuyo por cómo evita su nombre, por cómo dejó de participar en clase. También sé que ella y Eve discutieron… fuerte. Y no fue por apuntes, estoy segura. Le doy un sorbo al café. Está cargado, como me gusta. Ella lo sabe, siempre lo recuerda. —Gracias por esto— murmuro, con la taza entre las manos. Clarice apenas levanta la mirada desde sus apuntes, me dedica una sonrisa fugaz, tan apagada que parece más una obligación que una respuesta real. No le digo nada más, pero me lo prometo en silencio: si mañana sigue igual, no me voy a quedar callada. Las dos clases de la mañana se sienten como una niebla densa que intento atravesar sin perder la compostura. Al mediodía, las tres nos subimos al auto y tomamos el ya rutinario camino hacia Manhattan. Eve va distraída, tarareando una canción con la mirada fija en su teléfono. —Esta es mi última semana viajando con ustedes— dice de pronto—. Ya les he contado que mi padre me compro un auto y me lo entregan el lunes. Lo suelta con ligereza, como si no supiera cuánto pesa la frase. —Acordamos que vendrías al menos dos veces a la semana, ¿no? — pregunto con una sonrisa. —Obvio. Las necesito para sobrevivir. Ríe y Clarice le sigue, aunque su risa no tiene la chispa habitual. Cuando dejamos a Eve unas cuadras antes del bufete, Clarice y yo seguimos en silencio. Aparcamos, bajamos del coche y aprovechamos que aún es temprano para comprar algo de almorzar. Subimos al piso del bufete y, antes de separarnos, Clarice me lanza una mirada cansada. —Te veré luego— dice. —Tenemos esa charla pendiente. Ella se gira y me dedica una sonrisa más sincera esta vez. —Invitas tú el café. —Trato hecho. Entro en mi cubículo, dejo el bolso sobre la silla y estoy a punto de encender el computador cuando la silueta de Úrsula se planta en la entrada como una sombra anunciando tormenta. Lleva una pila de carpetas que parece haber sido armada con el único propósito de arruinarme el día. —El señor Van der Beeck quiere que resumas estos archivos. Marca cada llamada hecha en los meses de julio, agosto y noviembre. Luego archívalas y resérvalas en la parte de expedientes. —¿Para hoy? — pregunto sin poder evitar que mi voz suene un poco incrédula. —Para hoy— repite con una sonrisa que no llega ni siquiera a ser sarcástica. Se da la vuelta con el mismo porte con el que una modelo camina una pasarela. Suelto un suspiro, saco el estuche de maquillaje del bolso y, como un ritual de batalla, me aplico cuidadosamente el labial rojo. Me aseguro de que ningún rulo esté fuera de lugar. Hoy necesito sentirme fuerte. Impecable. Intocable. Abro la primera carpeta, tomo el marcador y empiezo. Llamada por llamada. Me hundo en los papeles, en los números, en los registros, y dejo que el mundo se disuelva alrededor. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando escucho mi nombre. —Stella. Levanto la vista como si emergiera de un océano profundo. —¿Qué sucede, Cole? — pregunto, parpadeando. Cole, uno de los abogados seniors del bufete, está de pie en el umbral de mi cubículo con una taza de café en cada mano. Siempre ha sido amable, de esos que todavía creen en la cortesía en medio del caos. —Hace casi cinco horas que estás metida aquí. Pensé que te vendría bien un café. Sonrío, y es como si el aire volviera a entrar en mis pulmones. —Eres un ángel. Se sienta frente a mí y me extiende el vaso. Abro la tapa y aspiro el aroma intenso. —Huele delicioso. —Es como te gusta. n***o, fuerte, sin azúcar. —Gracias, Cole. De verdad. Es muy amable de tu parte. Él está a punto de responder, pero una voz seca y afilada corta el momento como un cuchillo. —No hace falta que les recuerde que este es su lugar de trabajo, ¿verdad? El señor Van der Beeck está parado junto a la entrada, con los brazos cruzados y esa mirada glacial que podría congelar el infierno. —Por supuesto que no, señor— responde Cole con serenidad—. Solo le traje un café a Stella. Lleva horas trabajando sin parar. —Casi me conmueves— dice el jefe con una sonrisa cruel—. Vuelve a tu escritorio, Cole. Puedes coquetear con la señorita Jones fuera del horario laboral. Se da media vuelta y se aleja, dejando tras de sí un rastro de tensión y desagrado. Cole aprieta los labios, claramente incómodo. —Idiota— mascullo. Él me mira con disculpa en los ojos, aunque no tiene por qué. Él no ha hecho nada malo. Al contrario, ha sido el único rayo de humanidad en esta jornada infernal. —Volveré al trabajo. —Gracias por el café, Cole. Me dedica una pequeña sonrisa antes de desaparecer por el pasillo. Me quedo sola, con la taza caliente entre las manos, agradeciendo el gesto, intentando no dejarme arrastrar por la hostilidad de un jefe que parece haber hecho del desprecio un arte. Y entonces, vuelvo a mi tarea. Porque, aunque me lo pongan difícil, yo también puedo jugar este juego. Y pienso ganarlo. Cierro la última carpeta y miro la hora: ocho en punto. De nuevo me he quedado sola en el piso, salvo por Clarice, que aparece por la puerta mientras teclea distraída en su celular. —¿Terminaste? — pregunta sin levantar la vista. —Sí, solo tengo que llevar esto al archivo— respondo, recogiendo la pila de carpetas con cuidado. —Te espero en el auto, necesito salir de aquí antes de que me convierta en parte del mobiliario— dice, rodando los ojos antes de dirigirse al ascensor. —Dame cinco minutos y bajo— le prometo, apagando el computador y colgándome el bolso al hombro. Subimos juntas al ascensor, pero me bajo en el piso donde está el archivo. Las luces del pasillo parpadean al encenderse con un zumbido débil. Está desierto, silencioso. Cada paso que doy sobre el piso encerado resuena como una alerta. Entro al archivo, enciendo la luz y me sumerjo entre estanterías grises que huelen a papel viejo y metal. Camino hasta el pasillo correcto, guardo las carpetas donde corresponde y me doy vuelta para irme… justo cuando chocó contra algo duro. No, no algo. Alguien. Un muro de pecho masculino me corta la respiración. Levanto la vista y me encuentro con esos ojos oscuros, fríos y calculadores que no necesito reconocer. Van der Beeck. —Es usted un verdadero peligro, señorita Jones— murmura con voz baja y rasposa, sin apartar la mirada. Trago saliva. Mi atención se desvía a su alrededor. Veo unas carpetas en el suelo. Genial. Otra razón para estar en su lista negra. —Lo siento… — murmuro, apenas encontrando la voz. Me doy cuenta de cuán cerca está. Demasiado. Tengo que inclinar el cuello hacia atrás para mirarlo. Él da un paso hacia adelante. Yo, instintivamente, doy uno hacia atrás. Y otro. Y otro más. —¿Lo siente de verdad? — su tono es casi burlón, pero cargado de algo más profundo. Más oscuro. Cada palabra vibra en el aire entre nosotros. Mi espalda choca contra una estantería, y me detengo, sin escapatoria. Él se queda a un suspiro de distancia. Su presencia es sofocante. Hipnótica. —Ha sido una mocosa insolente desde el día en que cruzó la puerta de mi bufete— susurra, y su aliento roza mi mejilla. —¿Qué? — mi voz suena temblorosa. Incrédula. Su mirada se detiene en mis labios. Frunce apenas el ceño y ladea la cabeza, como si observara algo que lo irritara. —Rojo— dice, con una voz tan baja que siento la palabra más que oírla. Su dedo índice se levanta y traza lentamente el contorno de mi boca. El gesto es suave, casi reverente, pero cargado de poder. Me quedo paralizada. Siento la humedad del labial cediendo al roce de su piel. Luego, en un acto tan desconcertante como perturbador, se lleva ese mismo dedo a la boca y lo chupa lentamente, sin dejar de mirarme. —No vuelvas a usarlo aquí— advierte, con una sonrisa apenas perceptible, pero letal. —¿Qué? ¿Por qué, no? —Porque no estas lista, y no te gustarán las consecuencias. Sus palabras me sacuden como una descarga eléctrica. Me quedo mirándolo sin saber si quiero gritar o caer de rodillas. —Corre, Stella— susurra, y su voz es una orden envuelta en terciopelo oscuro. No me lo repite. No necesita hacerlo. Corro. Mis pasos retumban por el pasillo vacío, como si algo me persiguiera. Tal vez no él… pero sí la intensidad que deja atrás. La intensidad de lo que acaba de pasar. O de lo que podría haber pasado.
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