Capitulo 4

2836 Palabras
Stella Estaba nerviosa. Había estudiado durante horas, días incluso, repasado cada caso, cada artículo, cada hipótesis como si de ello dependiera mi vida. Pero hoy, en particular, parecía que nada lograba entrar en mi cabeza. Las palabras se disolvían en el aire antes de asentarse, como si mi mente rechazara cualquier intento de concentración. "Corre, Stella." La frase retumba todavía en mi memoria, y aunque pasaron ya tres días, me basta con recordarla para que un escalofrío me recorra la columna. Fue su voz. Esa voz baja, rasposa, apenas un susurro, pero tan contundente como una orden gritada al oído. Y lo peor no fue lo que dijo, sino cómo lo dijo. Como si conociera cada rincón de mis miedos. Por suerte, si es que a esto se le puede llamar suerte, mi jefe está trabajando en un caso conjunto con el bufete donde trabaja Eve, y eso lo mantiene la mayor parte del día fuera de la oficina. Lo cual es, en teoría, bueno para mí. Me da aire, distancia. Pero en la práctica, no estoy tan segura. Porque hasta que no logre drenar esta maldita sensación, la electricidad en la piel, la tensión en el pecho, el eco de su cercanía, no sé si podría volver a estar frente a él sin que se me note el temblor en las manos o la respiración agitada. Trago saliva y suspiro. Cierro los ojos con fuerza. No quiero pensar en él. No debo pensar en él. Pero es inútil. Cada vez que repito esas frases, es como si lo invocara. Como si su imagen, la forma en que pronunció mi nombre, el roce involuntario de su mano, su mirada fija, cobrara aún más fuerza en mi interior. Y entonces lo sé. No es que no pueda concentrarme por los estudios. Es que, aunque no lo diga en voz alta, estoy huyendo de algo mucho más profundo. —¿Vas a decirme por qué estás tan distraída últimamente? — pregunta Clarice, dejando una taza de café humeante frente a mí. Su tono es despreocupado, pero su mirada curiosa me estudia como si pudiera ver más allá de mi sonrisa forzada. Eve, que estaba tecleando concentrado, deja el teléfono con un suspiro y se acomoda junto a mí. —Claro que no estoy distraída— respondo, bajando la vista hacia mis apuntes—. Solo estoy nerviosa por el examen. —Yo también— murmura Eve, masajeándose las sienes—. No he podido estudiar lo suficiente. —¿Tú? ¿Sin estudiar lo suficiente? — se burla Clarice, alzando una ceja con escepticismo. Todos sabemos que Eve tiene memoria fotográfica y una ética de trabajo que pondría celoso a cualquier robot. A mí me gusta estudiar, me gusta sentir que entiendo las cosas, que domino algo. Pero lo de Eve es otro nivel. Ella no solo estudia, absorbe el conocimiento como si estuviera diseñada para ello. —El bufete no me da respiro— dice Eve, dejando escapar una risa cansada—. A veces, cuando llego de noche y me desplomo en el sillón, me replanteo absolutamente todas mis decisiones de vida. Las tres nos reímos. Esa risa compartida, breve y sincera, aligera por un segundo la presión que nos envuelve. —¿Y de qué manera hace de tu vida un infierno el señor Van der Beeck ahora que está allí? — pregunta Clarice, con una sonrisa ladina. El nombre me sacude por dentro como si alguien hubiera arrojado un vaso de agua helada sobre mi pecho. —¿Lars? — repite Eve con naturalidad, como si no entendiera el impacto de ese nombre en mí. Sonríe y niega con la cabeza—. Es un amor. Súper dulce y muy amigable. ¿Dijo amor y dulce? —¿Lars? ¿Qué es, tu mejor amigo ahora? — Clarice la observa con los ojos entrecerrados, como si estuviera oyendo hablar bien de un villano de película—. No podemos concebir que Stella y yo escuchemos las palabras, dulce y amigable asociadas al asistente de Lucifer. Eve se ríe, encogiéndose de hombros. —¿Por qué dicen eso? —Oh, porque es un cabrón de primera categoría— afirma Clarice sin filtro—. Se asegura de hacerle la vida imposible a todo aquel que respira el mismo aire que él. Al parecer tú eres la excepción… bueno, tú y Úrsula su asistente, claro. No digo nada. Un nudo me aprieta la garganta. Me concentro en revolver el café con más fuerza de la necesaria. Clarice no está equivocada. A Úrsula siempre la trata con esa suavidad casi inaudita en él. Y ahora, también a Eve. ¿Tiene algo con él? ¿Pasó página de Aarón sin que me diera cuenta? No debería importarme. No me importa. Solo… me incomoda. Me descoloca. Y de una manera que no puedo entender, me enoja que a mí solo me dedique silencios filosos, órdenes frías y miradas cargadas de un significado que no sé si quiero o puedo interpretar. —Guarden sus cosas— la voz del profesor Johnson irrumpe como un látigo que me arranca del ensimismamiento—. Solo dejen un bolígrafo sobre la mesa. Tienen dos horas para resolver el examen. Los murmullos cesan. Los apuntes desaparecen y las hojas empiezan a circular entre las filas. Tomo aire y lo suelto lentamente. Es hora de volver a enfocarme. De dejar fuera lo que sea que Lars Van der Beeck me provoca, de demostrarme que aún puedo concentrarme en lo que importa. Aunque esa voz grave siga repitiéndose en mi cabeza como un eco maldito: "Corre, Stella." Dos horas después, el zumbido en mis sienes era insoportable. Me dolía la cabeza, como si todo el contenido del examen aún estuviera golpeando contra las paredes de mi cráneo, buscando una salida. Tenía una clase más, pero mi cuerpo pedía a gritos un descanso. Quería irme a casa, quitarme los zapatos, hundirme entre las sábanas y dormir hasta olvidarme de mi nombre. —¿Salimos esta noche? — pregunta Clarice, estirando los brazos mientras caminamos por los pasillos camino al aula. —¿Por aquí? — Eve levanta una ceja con desconfianza. —Sí, algún bar… o mejor aún— se detiene un segundo, su mirada se ilumina—, podemos ponernos sexys y buscar algún club en Manhattan. Tengo ganas de bailar y que algún chico me arrincone contra una pared. La carcajada que iba a escaparse de mis labios se ve abruptamente interrumpida por un carraspeo detrás de nosotras. Las tres nos sobresaltamos y giramos, solo para encontrarnos con el profesor Knox, mirándonos. No, corrección. No nos está mirando. Está mirando a Clarice. Y no con ojos de profesor que escucha conversaciones inapropiadas. No. Es una mirada que recorre, que detiene el tiempo. Como si estuviera imaginando exactamente lo que ella acaba de describir… con él en ese papel. Dios. Hay algo entre esos dos. Lo intuimos desde hace tiempo. Las miradas, los silencios cargados, las ausencias compartidas. Pero Clarice siempre se hace la desentendida, como si no hubiera nada, como si no notara cómo él se tensa cada vez que ella entra al aula. —Lamento interrumpir sus deseos de ser arrinconada, señorita Sterling— dice el profesor Knox, con voz seca y perfectamente medida, aunque sus ojos contradicen cada palabra—. Pero si no es mucha molestia, ¿podría ingresar al salón así comenzamos con la clase? —Por supuesto— responde Clarice con un tono de falsa inocencia que no engaña a nadie. Se muerde el labio inferior, como si luchara por no sonreír. Eve y yo intercambiamos una mirada rápida, como si estuviéramos viendo un partido de tenis de alto voltaje y no supiéramos por qué no apostamos ya a quién cederá primero. —Entren entonces— añade Knox, con un tono que deja en claro que el juego, al menos por ahora, ha terminado. Sin decir más, las tres entramos y nos acomodamos en nuestros respectivos asientos. El aire en el aula está más cargado de lo habitual. Quizás solo lo imaginamos. O quizás no. —Buenos días— murmura él, caminando hacia el escritorio con su impecable compostura—. Empecemos. Hoy armaremos equipos para ensayar lo que sería un juicio por jurado. Tomo aire y me enderezo en la silla. Última clase del día, solo una más. Mientras él comienza a explicar la dinámica del ejercicio, intento sacudirme de encima tanto el cansancio como la curiosidad que me carcome por dentro. El juicio puede esperar. Pero la tensión… no parece tener ninguna prisa por irse. —Rojo, definitivamente— dice Eve, lanzándome un vestido corto que no escatima ni en escote ni en atrevimiento. —Hoy es jueves— me quejo, atrapándolo en el aire con desgano. La siesta de dos horas que me eché apenas llegué a mi dormitorio no había sido suficiente. Quería seguir durmiendo hasta el fin de los tiempos, pero de algún modo Clarice logró convencer a Eve, y ahora estamos en su piso, rodeadas de perchas, cosméticos y un arsenal de tacones que desafía la lógica. Como era de esperarse, soy la menos entusiasmada con todo esto. Pero tomo el vestido y me encierro en el baño. Voy a necesitar mucho maquillaje para tapar las ojeras que me dejó la semana. Cuando salgo, ambas me reciben con silbidos y aplausos teatrales. —Te ves como una loba feroz— dice Clarice con una sonrisa triunfal, acercándose para sujetarme por los hombros como si fuera su obra maestra. —Sigo sin estar convencida— murmuro mientras me guía hasta el sofá frente al espejo—. Parezco un zombi sexy, si eso existe. —Tú déjame hacer mi magia— dice ella, soltándome el cabello. Instintivamente lo atrapo con la mano, pero ella levanta una ceja—. No, esta noche nada de alisarlo ni de atarlo. ¿Qué clase de crimen estético es querer matar esos rulos de fuego? —Tiene razón— interviene Eve, mientras se abrocha un vestido n***o corto que la hace parecer una mezcla de espía de película y modelo de alta costura. Suspiro y bajo la mano. Me rindo. —Está bien… — digo a regañadientes, y Clarice sonríe como si hubiera ganado una guerra—. Pero vas a tener que comprarme el desayuno durante una semana. —Hecho. Pancakes y café con doble, n***o y fuerte. Una hora después, estamos listas. Me miro al espejo mientras Eve se para detrás de mí y me observa con esa mirada que escanea cada detalle sin decir demasiado. —Estás hermosa— dice finalmente—. El rojo es definitivamente tu color. Quizás tenga razón. Quizás Clarice haya obrado un milagro. El vestido rojo ajustado realza mis curvas sin caer en lo vulgar, y mi cabello, una melena indomable de rizos rojos que caen como lava, enmarca un maquillaje impecable donde el labial rojo sangre resalta como una declaración de intenciones. Me gusto. Y no es algo que diga seguido. Eve también está radiante. Su vestido n***o con escote profundo y ojos ahumados le da un aire misterioso, elegante, casi como si saliera de una novela negra. Y Clarice… bueno, Clarice parece recién salida de una pasarela. Su vestido dorado es ajustado, corto y brillante, como si estuviera hecho para reflejar cada centímetro de su seguridad. Dejamos el piso de Eve y ella misma se ofrece a conducir. La excusa oficial es que mañana tenemos clase temprano, así que será una salida tranquila. Pero yo no confío ni un poco en Clarice cuando usa la palabra tranquila. Esa mujer puede armar una fiesta en un funeral si se lo propone. Una hora y media más tarde llegamos al club. Exclusivo, elegante, impresionante. El tipo de lugar en el que uno necesita más que una tarjeta para entrar: se necesita actitud. Luces cálidas, cristales, acero pulido. Afuera, una fila selecta de personas aguarda detrás de una cuerda de terciopelo. Un portero trajeado nos escanea de pies a cabeza, y tras una mirada cómplice de Clarice, nos deja pasar sin decir una palabra. Dentro, el lugar destila dinero y sofisticación. El ritmo grave del bajo se siente en el pecho, y las luces bailan sobre los cuerpos que se mueven en la pista. Es otro mundo. Uno en el que no existen los exámenes, las dudas, ni los nombres que me provocan taquicardia. Solo música, luces, y una noche por escribir. Clarice nos arrastra hasta la barra con esa determinación suya que nunca acepta un “no” como respuesta y pide tres shots de tequila sin preguntar. Brindamos, el vidrio tintinea, y el ardor me raspa la garganta. Pedimos otros. El alcohol baja fuerte, pero no lo suficiente como para adormecer mi incomodidad. Clarice, por supuesto, es la primera en perderse entre las luces parpadeantes de la pista de baile, moviéndose como si el mundo entero girara al ritmo de su cuerpo. Eve y yo nos quedamos apoyadas en la barra, observando a nuestro alrededor. Un escalofrío me atraviesa de pronto, como si alguien hubiera deslizado una cuchilla helada por mi espalda. Me estremezco sin razón aparente, sacudo el cuerpo, y trato de disipar la sensación con otro trago. Algo no está bien. O quizás soy yo. —¿Ese no es el profesor Knox? — me dice Eve, inclinándose a mi oído y señalando hacia el entrepiso del club. Levanto la vista. Y entonces lo veo. Oliver Knox. De pie, imponente, mirando con una fijeza inquietante hacia la pista de baile. El contorno de su mandíbula está tenso, como si contuviera un impulso violento. Irradia una presencia oscura, peligrosa. Y está... mirándola. —¿Por cuánto tiempo va a seguir negando que algo pasa entre los dos? — pregunta Eve con media sonrisa. Antes de que pueda responder, una voz se cuela entre nosotras. Y mi cuerpo se congela. No. No puede ser. —¿Eve? Me quedo rígida. Esa voz. No quiero girar, no quiero mirar. Pero Eve sonríe y da un paso hacia él. —Lars— responde ella con naturalidad—. Qué increíble coincidencia. No suena como el hombre frío y arrogante que conozco. Su tono es cálido, su sonrisa sincera. —¿Has venido sola? — pregunta él. Mi corazón late en mi garganta. —Oh, no— responde Eve—. Vine con mis amigas. Clarice está en la pista y… — me toma del brazo antes de que pueda detenerla—, y Stella. Me gira con suavidad, y nuestros ojos se encuentran. Y en ese instante, el mundo se detiene. Los ojos de Lars Van der Beeck están más oscuros que nunca. El azul parece ennegrecido por las luces del club, haciéndolo ver como una criatura de las sombras. Hay algo salvaje en su expresión, algo que me mira desde abajo de su piel. Y sonríe. No con simpatía. No con ternura. Sonríe como si disfrutara de mi desconcierto. —Señorita Jones— dice, tomando mi mano con una lentitud escalofriante. La besa en el dorso y mi piel se eriza como si acabara de rozarme con electricidad viva. —Señor Van der Beeck— susurro, apenas un hilo de voz. Trago saliva—. Permiso… iré al baño. Eve asiente, distraída, y sigue conversando con él como si nada. Camino con pasos temblorosos, con las manos cerradas en puños. No era mi intención huir. Pero algo en él… algo me desarma. Me desestabiliza. Entro al baño, me encierro, y mojo mis manos, mi nuca. Me obligo a respirar con lentitud. A volver a mí. A ser Stella otra vez, no esta masa de nervios sacudida por una sola mirada. Tardo diez minutos en calmarme. Cuando al fin salgo, respiro hondo. Estoy lista, puedo volver. Fingir normalidad. Pero me equivoco. Él está ahí. A mitad del pasillo, caminando en mi dirección como si lo hubiera olido. Como si supiera exactamente dónde encontrarme. Sus pasos no hacen ruido, pero lo llenan todo. El aire. El espacio. A mí. No dice nada, y yo tampoco. Solo sé que cada paso suyo me arrincona más. Hasta que la pared me detiene, y su cuerpo ocupa el resto del mundo. Su proximidad es insoportable. Puedo sentir el calor de su pecho, el roce de su aliento. —Parece que está linda Caperucita Roja se escapó del bosque— murmura en mi oído, su voz baja, rasposa, cargada de algo que no sé si es deseo o amenaza. —¿Qué? — jadeo, sin poder evitarlo. Su cercanía me hace perder el control. —¿Acaso quieres que te coma el lobo feroz, mocosa insolente? Su aliento en mi piel me quema. Me odio por la forma en que mi cuerpo reacciona. Por el cosquilleo en mi abdomen, por el vértigo en mis piernas. No sé si quiero golpearlo o besarlo. —Aléjate— susurro. Pero su mirada dice que no está dispuesto a obedecer. Y yo… yo no estoy segura de querer que lo haga.
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