Capitulo 5

2260 Palabras
Lars Rojo. Rojo fuego. Rojo intenso, como una advertencia encendida en medio de la niebla. Y verde. Verde profundo, como un bosque espeso que invita a perderse. Hipnótico. Silencioso, inquietante. Eso es todo lo que veo, todo lo que siento. Todo lo que respiro desde hace demasiados días. Y por más que cierre los malditos ojos, ahí está, una y otra vez. El rojo. El verde. Y esa boca... tan tentadora como letal. Sé lo jodidamente mal que está. Fantasear con mi pasante debería ser una línea que jamás debería cruzaría. Una frontera ética, profesional. Moral, incluso. Pero a mi cerebro, y a otras partes de mi cuerpo, les importa una mierda esa frontera. Porque en cuanto la veo cruzar la puerta del bufete, con ese cabello que parece haber sido robado del infierno mismo y esos labios rojos que le prohibí usar en la oficina, me vuelvo un maldito idiota. No el abogado meticuloso, respetado y calculador que todos conocen. No. Me convierto en un hombre al borde de romper todas las reglas. Y el destino, cabrón como siempre, se encarga de ponérmela enfrente. Una y otra vez. En el archivo, donde la acorrale sin siquiera pensarlo. O aquella maldita noche en el club. Perdí la cabeza. No debí seguirla, no debí observarla desde las sombras como un animal al acecho. Y, sin embargo, ahí estaba yo. Siguiéndola. Queriéndola. Fantaseando con cómo se vería mi nombre ahogado entre sus labios. Ella corrió. Lo más lejos que pudo y tuvo razón. Hizo bien, porque yo no soy un hombre con el que se juega a imaginar futuros. Yo absorbo. Yo devoro. Mastico y escupo. Ella es demasiado dulce. Demasiado inocente. Y yo... Yo tengo demonios que no saben quedarse quietos. Gustos que escandalizarían a cualquiera que creyera conocerme. Preferencias que se mantienen encerradas bajo llave, en un departamento que nadie ha pisado más de una vez. Ella no estaría lista. No sabría qué hacer con el Lars que vive puertas adentro. Y aun así... sigo pensándola. Deseándola. Maldita sea, sigo esperándola. Y lo peor de todo, es que sé que debería dejarlo ahí. Dejarla a ella en paz, por su bien. Pero no puedo. Porque hay días en los que el rojo me enciende más que la razón. Y el verde me arrastra, como un bosque que no puedo, ni quiero, evitar. —Estás empezando a preocuparme— dice Lila, mi hermana, mientras me extiende un vaso de whisky y se deja caer a mi lado en el sillón—. Pareces un zombi desde que llegaste. —Estoy cansado— respondo, y ella sonríe con esa expresión que la hace parecerse tanto a mamá que duele—. ¿Lulú ya se durmió? —Gracias a Dios, sí— murmura entre risas, llevándose la copa a los labios—. La pre adolescencia va a acabar con mi salud mental. —Eres una exagerada— le digo, dándole un leve codazo—. Esa niña es un amor. —Claro, porque no vive contigo y no te grita que arruinas su vida por decirle que no puede usar delineador para ir a la escuela. Además, no eres objetivo; es tu ahijada. Y tu preferida, no lo niegues. —Es la única que tengo— me encojo de hombros y le doy un trago largo al whisky—. Y el otro día me mandó un dibujo de nosotros dos cazando dragones en la cocina. ¿Cómo no voy a amarla? Lila resopla, divertida, pero luego su expresión cambia. —Bueno... hablando de la criatura, el otro día, cuando fui a buscarla a la escuela, salió de la mano con un muchacho. —¿Qué? — me enderezo—. ¿Cómo que un muchacho? —Tranquilo, Lars— levanta las manos como si calmara a una bestia—. Tienen doce años. —Edad suficiente para saber lo que le conviene— gruño. —¿Y tú qué harías? ¿Amenazarlo? —Lo desaparecería del estado. Y su padre, créeme, estaría de mi lado. —Por el amor de Dios— rueda los ojos y se ríe, aunque sé que en el fondo no duda ni por un segundo que lo haría—. A veces te pasas. —A veces no es suficiente— murmuro, con la vista perdida en el vaso. El hielo choca con el cristal y suena como una advertencia. Lila guarda silencio un segundo. Luego se inclina y apoya la cabeza en mi hombro, como cuando éramos chicos y yo era su refugio a pesar de ella ser la mayor. —¿Has ido a ver a mamá? —No. Quedé en cenar con ella y papá mañana. Me llamó ayer. —Papá no está bien, Lars— dice en voz baja—. Caden vio los estudios y dice que son preocupantes. Asiento. Lo sabía, aunque no había querido admitirlo. —Lo sé— respondo, y dejo que un largo silencio se instale entre nosotros—. Pero él va a mejorar. Siempre lo hace. Papá es... terco. —También es humano— susurra. Y eso, por alguna razón, me duele más que cualquier otra cosa. Me quedé un rato más conversando con mi hermana y su esposo. Risas suaves, recuerdos antiguos, alguna que otra anécdota absurda sobre Lulú y sus ocurrencias más recientes. Por un rato, me permití olvidar. Sentirme un poco más ligero, un poco más humano. Pero cerca de la medianoche, el cansancio empezó a pesarme en los hombros como un abrigo húmedo. —Creo que ya es hora de irme— murmuré, levantándome del sillón con un suspiro. —¿En serio no quieres quedarte a dormir? — preguntó Lila, rodeando con un brazo la cintura de Caden—. Ya es tarde para que manejes. —No lo es, mamá— respondí con una media sonrisa, acercándome a besarle la mejilla. Su perfume, flores blancas, el mismo de mamá, me golpeó con fuerza inesperada. Me giré hacia Caden y le tendí la mano—. Te llamo en estos días. Déjale un beso a Lulú, ¿sí? Dile que el fin de semana iremos al cine. —Oh, ten por seguro que le diré— se río Lila, con esa chispa traviesa en los ojos—. Y te la dejaré toda la noche. Tengo planes de tener una cita con mi esposo. Sola. —Detente ahí. No necesito imágenes mentales— dije, haciendo una mueca exagerada. —Pues no me provoques— bromeó ella, mientras me seguía hasta la puerta con una sonrisa burlona. La escuché reír mientras bajaba los escalones del porche y caminaba hacia el auto. Esa risa, suya, tan limpia, me dolió en un lugar que no sabía que tenía entumecido. Me subí al coche, encendí el motor, y dejé que el ronroneo del vehículo rompiera el silencio de la noche. La ciudad se extendía frente a mí, dormida, salpicada de faroles y ventanas encendidas. Conduje en silencio, las calles casi vacías. A esa hora, todo parecía más nítido, más honesto. Las luces, las sombras. Mis pensamientos. Y entre todo eso, apareció ella de nuevo. Cabello rojo, ojos verdes. Labios prohibidos. Apreté el volante. Era tarde. Estaba cansado. Y, sin embargo, lo único que no podía hacer era dejarla fuera de mi cabeza. Cuando llegué a mi piso, la oscuridad me recibió como una vieja amiga. No encendí las luces. No lo necesitaba, conocía cada rincón de este lugar. O tal vez no quería enfrentar mi reflejo en los espejos. Fui directo al baño. Encendí la ducha y empecé a desnudarme, prenda por prenda, con movimientos lentos, casi mecánicos. El vapor comenzó a llenar el espacio, empañando el vidrio y nublando la realidad. Me metí bajo el agua caliente, dejé que cayera sobre mi cuerpo con la esperanza inútil de calmar la tensión que se me había adherido a la piel como una segunda capa. Cerré los ojos. Exhalé. No funcionó. Quizás, solo quizás, lo que necesitaba era drenarla de mi sistema. Sacarla a la fuerza. De mi cabeza, de mi cuerpo. De mi maldito deseo. Pero era inútil. Bastaba pensar en ella y ya me sentía arder. Rojo. Verde. Labios carmesí. Mi polla se endureció con una facilidad que me avergonzó y me enfureció al mismo tiempo. La odiaba. Y la deseaba con una intensidad que me estaba volviendo un desconocido para mí mismo. Frustrado, me lavé el cabello con fuerza, como si pudiera arrancar su nombre de mi cuero cabelludo. Me negué a masturbarme, no iba a ceder como un maldito crío en su primer año de universidad. No otra vez. Apagué la ducha y tomé la toalla, frotándome con brusquedad hasta quedar seco. Me puse unos bóxeres oscuros y un pantalón de chándal mientras cruzaba la habitación en dirección al vestidor. La respiración seguía pesada, como si ella estuviera en el aire. El celular vibró sobre la mesita de noche. Ronan [00:15]: ¿Dónde te has metido? Estoy en el club, la noche está infernal. Ronan Clifford. Mi mejor amigo y mi socio. El único que realmente sabía quién era yo. Lo que escondía. Lo que me excitaba. Lo que estaba dispuesto a hacer cuando nadie más miraba. Nos conocimos en la facultad de derecho. Dos almas desviadas disfrazadas de hombres perfectos. Nos unió la ambición... y algo mucho más oscuro. Compartimos más que casos y clientes. Compartimos gustos. Juegos. Mujeres. Secretos que nunca se mencionan en voz alta. Lars [00:16]: No creo estar de humor esta noche. No tenía ganas de ir. No cuando todo lo que podía pensar era en mi pasante, en ese maldito vestido que usó en el club. En cómo me miró antes de salir corriendo como si yo fuera el monstruo que, en efecto, soy. Pero también con jodido deseo en esos ojos verdes hipnóticos. La respuesta de Ronan llegó de inmediato. Ronan [00:17]: Tonterías. Siempre se está de humor para estas cosas. Además, Piper está de regreso por unos días. Me dijo que quiere verte. Piper. Nuestra amiga común. Nuestra constante. La única mujer que siempre supo jugar con nuestras reglas, sin cuestionarlas, sin pedir más. Cerré los ojos por un segundo. Visualicé su cuerpo, su boca. Su docilidad. Pero no era ella a quien necesitaba. Y eso me jodía más. Lars [00:18]: De acuerdo. Estoy en quince minutos. Pero tengo una condición especial para esta noche. Ronan [00:19]: ¿Cuál? Lars [00:20]: Que lleve una peluca roja. Porque si no puedo tenerla… al menos esta noche voy a pretender que sí. Me cambié en menos de diez minutos. Camisa negra, pantalón al cuerpo, chaqueta informal, pero impecable. Todo oscuro, como mi ánimo. Bajé por el ascensor hasta el estacionamiento privado del edificio, el eco de mis pasos resonando en la madrugada silenciosa. Encendí el motor y salí más rápido de lo que pretendía. No me importó. Necesitaba velocidad, necesitaba distracción. Necesitaba… cualquier cosa que no fuera pensar en ella. Llegué al club en menos de quince minutos. El portón se abrió apenas pronuncié mi nombre. No se hacían preguntas en este lugar. No había necesidad. Era un club exclusivo, muy selecto. De los que no figuran en Google ni en Trip Advisor. De los que exigen más que una membresía: exige fidelidad. Y silencio. Antes de cruzar las puertas, uno debía aprenderse las reglas de memoria. Normas, códigos, jerarquías. Como un credo. Decir que era como el Padre Nuestro sería blasfemo en este lugar. Pero se entiende la idea. Discreción y exclusividad. Placer sin límites, sin culpa, sin nombres verdaderos. Caminé por el pasillo alfombrado, envuelto en luces tenues, rojizas, casi sensuales. El aroma a madera, cuero y whisky caro flotaba en el aire. Este lugar era un templo… pero no para los santos. Me acerqué a la barra, donde Ronan ya me esperaba con un vaso en la mano. Su sonrisa ladeada me recibió antes que sus palabras. —Sabía que no podías negarte a una noche como esta— dijo en cuanto me acerqué, tendiéndome el trago. —¿Y cuándo lo he hecho? — respondí, bebiendo el coñac de un solo trago. El ardor bajó como fuego por mi garganta. —Vino más ansiosa e impaciente que de costumbre— comentó con una ceja alzada. —¿Hiciste lo que te pedí? — pregunté sin rodeos. —Por supuesto— aseguró con una sonrisa divertida—. Aunque debo decirlo… ¿es un nuevo fetiche? —¿Qué cosa? —La peluca roja— se burló, saboreando su propia copa. Lo miré sin decir nada. Odiaba que me leyera tan bien. Odiaba aún más que tuviera razón. —¿Acaso quieres follarte una pelirroja y no puedes? No respondí. No iba a darle el gusto de confirmar lo evidente. Ronan soltó una carcajada baja, cargada de complicidad. —De acuerdo, no dirás nada— terminó su trago y se puso de pie—. Vamos. Nos está esperando. Caminé detrás de él, atravesando las cortinas de terciopelo y los susurros ahogados que salían de los privados. Cada paso que daba, mi mente la reconstruía: la falda ajustada, las piernas cruzadas, la forma en que me miró la última vez. Su boca entreabierta. Su respiración contenida. Me estaba dirigiendo a follar a Piper, sí. Pero en mi cabeza, solo podía pensar en mi maldita pasante. En su cabello rojo. En esos ojos verdes que me desarmaban. En cómo temblaba cuando se mojaba el labio inferior. Y en todo lo que iba a hacerle… aunque fuera solo en mi imaginación esta noche.
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