Capitulo 6

2264 Palabras
Stella Me sentía bien. Relajada y tranquila. Y todo se debía a que, por fin, había pasado el fin de semana en casa con mamá. Algo inusual, considerando que desde hace dos años trabajo los sábados y domingos por la mañana en una pequeña cafetería cerca del campus. Para poder escaparme, tuve que hacer malabares con los horarios y trabajar el doble el fin de semana anterior. Pero no me importó. Valió totalmente la pena. Volver a casa, dormir en mi antigua cama, oler el perfume de las sábanas recién lavadas, escuchar la voz de mamá tarareando mientras cocinaba... era todo lo que necesitaba para sentirme un poco más entera. La semana, además, había transcurrido sin sobresaltos. Lo cual, en mi vida, ya era decir mucho. Parte de esa calma se debía a la ausencia casi total de mi jefe, que, según nos contó Eve, se había pasado encerrado en su oficina o en reuniones interminables en el bufete de los Warner. Aparentemente, el caso que estaban llevando en conjunto les estaba tomando más tiempo del que pensaban. Eve, por su parte, también andaba rara. Llevaba días ausente, casi fantasmal. Si no fuera por las clases que compartimos, ni siquiera sabríamos si seguía en la ciudad. No hablaba mucho, y cuando lo hacía, lo hacía como si estuviera pensando en otra cosa. Suspiro y me miro al espejo mientras termino de atarme el pelo en una coleta alta. Hoy me espera una jornada doble en la cafetería. Una compañera me pidió que le cubriera el turno y, bueno... me cuesta decir que no. pero, eso significa, adiós a mis planes de cine. Cuando salgo del dormitorio, Clarice no está en la sala. Le dejo una nota rápida sobre la mesa de la sala, algo simple, como “nos vemos luego, suerte en la reunión familiar”, me calzo las zapatillas y salgo. El aire de la mañana está fresco y algo húmedo. Camino rápido; la cafetería está a solo cinco minutos, justo en el corazón del centro, y aunque es temprano, ya hay movimiento. Gente con prisa, mochilas colgadas al hombro, vasos térmicos de café en la mano. Al llegar, saludo a mis compañeros con una sonrisa, empujo la puerta del vestuario y me cambio. Me pongo el uniforme, ajusto el delantal, guardo el celular en el bolsillo y dejo el bolso bien cerrado en el locker. Cuando salgo, el sonido del lugar me envuelve: el zumbido de la máquina de espresso, el murmullo de las conversaciones, el tintinear de las tazas al chocar. Tomo mi lugar detrás del mostrador, respiro hondo y me preparo para lo que sé que será un largo día. Pero al menos, pienso, tengo café gratis. —Estoy agotada— me dice Mia, dejándose caer a mi lado como si todo su cuerpo se rindiera a la gravedad. Es su momento de descanso, y lo primero que hace es encender un cigarrillo con dedos temblorosos de cansancio. Da una calada larga y deja que el humo se eleve con lentitud hacia el cielo nublado. Estamos en la parte trasera de la cafetería, sentadas en un viejo banco de madera que amenaza con desarmarse cada vez que alguien se mueve demasiado. El aire huele a café tostado, humedad y nicotina. —Ha sido una locura hoy. Y todavía me queda el turno de la tarde… hasta el cierre— añado, exhalando un suspiro que parece llevarse también parte de mi alma. —Mis condolencias. Yo estoy contando los minutos de esta última hora para salir corriendo de aquí. —Qué suerte— respondo con una risa cansada, mirándola de reojo. Luego, baja la vista al cigarrillo que se consume lentamente entre sus dedos. —Oye… algunos de mi clase planean juntarse más tarde. Pediremos pizza y, si pinta bien, tal vez vayamos a un bar. ¿Te quieres sumar? Dudo por un momento. Parte de mí grita "no", que voy a estar muerta del cansancio, que tengo tareas por hacer, que mañana me toca madrugar otra vez. Pero también sé que últimamente he vivido en una rutina monótona, entre estudio y trabajo. Las chicas tienen sus propios planes, y esta puede ser una buena oportunidad para despejarme un poco. Y, si soy honesta, también me vendría bien sentirme parte de algo. —De acuerdo— le digo finalmente, con una sonrisa—. Pásame la dirección y estaré ahí. —¡Genial! — responde, y su expresión se ilumina como si hubiera ganado una pequeña batalla contra el tedio. Miro la hora en mi reloj. El descanso se esfumó más rápido de lo que esperaba. Me pongo de pie y le hago un gesto con la cabeza. —Vamos, esclava del capitalismo. Se terminó el recreo. —Maldita explotación laboral— se queja entre risas, apagando el cigarro con la suela del zapato. —Absolutamente— le respondo—. Pero al menos nos da para sobrevivir… y para pizza. Volvemos al interior de la cafetería. El ruido, el aroma del café recién hecho y las órdenes que no paran de llegar nos reciben como una ola tibia y constante. Nos colocamos nuevamente detrás del mostrador, listas para enfrentar el resto del turno, con la promesa de una pizza, y quizás una noche distinta, esperándonos al final del día. Miro la hora; son casi las nueve de la noche, y aún quedan clientes dispersos por la cafetería. Suspiro, cansada. Llevo tres horas sola en el mostrador, y siento el cuerpo a punto de rendirse. Cada músculo me duele, cada paso se arrastra. Mientras acomodo los últimos utensilios, me doy vuelta para buscar una caja de servilletas en el estante bajo el fregadero. Entonces, la puerta se abre con el tintineo habitual de la campanita. Contengo el aliento. Por favor, no más gente. Si entra otro cliente, no podremos cerrar jamás. Me enderezo y giro hacia el mostrador, dispuesta a recibir, con mi mejor sonrisa profesional, a quien sea que haya tenido la brillante idea de venir a esta hora. Pero el aire se me atasca en los pulmones apenas lo veo. Ahí está. De pie, con esa arrogancia tranquila que parece envolverlo como un abrigo hecho a medida. Alto, impecable, oscuro, imposible de ignorar. —Vaya sorpresa, caperucita— dice con una sonrisa ladeada—. Parece que tengo que encontrarte en todos lados. Mi cerebro colapsa, literalmente. Como si hiciera cortocircuito. No puedo moverme, ni hablar. Ni siquiera tragar saliva. Él. Está. Aquí. No lo había tenido tan cerca desde aquella noche en el club. Desde que escapé de él como si se tratara de un incendio. Toda la falsa seguridad que había cultivado durante la semana, gracias a su conveniente ausencia, se desvanece en un segundo. Como humo. —¿Vas a tomarme el pedido o vas a quedarte ahí mirándome toda la noche? — pregunta con tono burlón—. No tengo problema con ninguna de las dos. Sacudo la cabeza, como si así pudiera reiniciar el sistema. —Señor Van der Beeck... — empiezo, agarrándome a lo único que tengo; la formalidad—. ¿Qué desea tomar? Entonces, lo veo sonreír. De verdad. No una mueca sarcástica ni una de esas sonrisas enigmáticas que lanza a medias. Esta es real. Casi cálida. Y, por algún motivo, eso me descoloca más. —Un café solo. n***o, sin azúcar— responde, sentándose en uno de los taburetes de la barra. Me observa fijamente, sin disimulo, mientras yo me ocupo de preparar su pedido. Intento que no note el temblor en mis manos, pero es inútil. Lo siente. Lo sabe. Por un momento, me dan ganas de preguntarle si esta vez sí va a tomarse el café. O si piensa dejarlo enfriar como los que me hace llevarle a su despacho. Pero me muerdo la lengua, no quiero darle nada más con qué jugar. —Aquí tiene— digo finalmente, dejando la taza frente a él. —Gracias, caperucita— murmura. Rodé los ojos instintivamente, y él lo nota al instante. —No seas una mocosa insolente, Stella. Y no me pongas los ojos en blanco. —No eres mi padre, y estoy bastante crecidita para las lecciones, ¿no cree? Su mirada baja, lenta, desde mi cara hasta mis caderas, y luego sube de nuevo, como una caricia invisible que me eriza la piel. —Ya lo creo que sí— dice, y le da un sorbo a su café como si no acabara de lanzarme una bomba. Contengo la respiración. Trato de ignorarlo, de mantenerme ocupada. Cambio las servilletas, limpio el filtro de la cafetera, lleno los azucareros, repaso con el trapo el estante donde se guardan las tazas. Cualquier excusa sirve. Pero él no se mueve. No deja de mirarme. Su presencia es un imán, una amenaza, una tentación. ¿Qué hace aquí? me pregunto, aunque en el fondo ya empiezo a atar cabos. La respuesta se asienta fría en el estómago; vino por Eve. Es la única explicación lógica. Ella, con sus desapariciones misteriosas y esa conexión nueva con él de la que se jacta sin decirlo. No puede ser otra cosa. No tendría motivos para estar aquí si no fuera por ella. Pero entonces, ¿por qué me mira así? —Eve, cerramos en cinco— me avisa Max desde la cocina, limpiándose las manos con su delantal. Su voz ronca y amable siempre me reconforta un poco al final de una jornada larga. —De acuerdo, Max. Suena extraño que una cafetería tenga cocinero, pero la nuestra no es del todo convencional. Ofrecemos brunch, sándwiches gourmet y ensaladas elaboradas, así que él es quien se encarga de toda la magia en la cocina. —¿Quieres que te acompañe hasta casa? — pregunta, asomándose por la ventanita que da al mostrador—. Ya es algo tarde. —Oh, no te preocupes— respondo con una sonrisa—. Voy a salir con Mia, vamos a ir a un bar. —Ah, perfecto entonces. Que te diviertas. Asiento, agradecida por su preocupación, y me giro para terminar de limpiar el mostrador. Pero el señor Van der Beeck sigue allí. Inmóvil. Tranquilo. Como si no tuviera ningún lugar al que ir. Ya va por su segundo café. No ha dicho nada en los últimos diez minutos, pero su mirada no ha dejado de recorrer el lugar. Ni de observarme. Es una vigilancia sutil, casi imperceptible. Si no lo conociera, o al menos creyera conocerlo, diría que está simplemente matando el tiempo. Pero lo sé. Está midiendo, analizando, evaluando. Como si yo fuera parte de un rompecabezas que no logra encajar. Respiro hondo y me acerco. —Vamos a cerrar— le digo, manteniendo el tono lo más neutral posible. —Eso escuché— responde, sin levantar la vista de su taza—. También escuché que vas a ir a un bar. Y que ese sujeto... Max, ¿no? Suele acompañarte a casa. Sus ojos finalmente se alzan y se clavan en los míos. El comentario no suena a una simple observación. Tiene filo, intención. Frunzo el ceño, sin saber si me está juzgando o simplemente provocando. Lo cierto es que Max no suele acompañarme. Generalmente trabajo de mañana, y él se queda hasta más tarde. Pero no se lo aclaro. No porque me interese dejarlo con la idea equivocada, sino porque... ¿por qué se interesa en primer lugar? —Debo cobrarle— digo al fin, ignorando lo que implica su comentario—. Son dos dólares con cincuenta. Él saca la billetera sin apuro y me extiende un billete de diez. —Quédate con el cambio, caperucita. Una propina por... el espectáculo. Lo dice sin sonreír, pero hay algo en su tono, en su forma de decirlo, que hace que mis mejillas ardan. Aprieto los labios y tomo el billete con manos firmes. O al menos, eso intento. —Gracias— digo seca, y me doy la vuelta para guardar el dinero en la caja registradora. No sé si le agradezco por la propina o por la incomodidad. Tal vez por ambas cosas. Cuando me vuelvo, él ya está de pie. Sujeta su abrigo oscuro con una mano, elegante y perfectamente compuesto, como si no acabara de dejarme sin aliento solo con su presencia. La taza de café vacía aún humea sobre la barra, abandonada como un testigo silencioso de algo que no sé nombrar. Sus ojos se clavan en los míos una última vez antes de marcharse. —Diviértete esta noche, Stella. Y cuídate. No todos los lobos van disfrazados. Lo dice en voz baja, con ese tono que podría confundirse con cortesía, si no fuera por la forma en que cada palabra parece cuidadosamente elegida. Como una daga envuelta en terciopelo. Parpadeo, y ya está dándose vuelta. La campanita sobre la puerta suena como una campana fúnebre cuando se abre, arrastrando un soplo de aire helado que me eriza la piel. Lo veo alejarse a través del vidrio empañado, su silueta oscura fundiéndose con la noche como si nunca hubiera estado aquí. Me quedo inmóvil. El eco de su voz todavía vibra en mis oídos. "Cuídate." "No todos los lobos van disfrazados." Una advertencia. ¿O una amenaza? ¿Una confesión, tal vez? Aprieto los puños, odiando la forma en que me deja… alterada. Desconcertada. Como si acabara de jugar una partida que yo ni siquiera sabía que estaba ocurriendo. Y, sobre todo, odiando la posibilidad de que, tal vez, sea yo la que esté dejando de ver con claridad quién es realmente el lobo en esta historia.
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