Llegué a la casa con el peso de la noche aún sobre mis hombros. Los ecos del tiroteo, las voces de los hombres gritando, el crujir de los cuerpos cayendo al suelo, seguían retumbando en mi mente. Cada golpe de adrenalina que había sentido en el campo de batalla ahora se estaba desvaneciendo, y con ello, la fatiga y la inquietud se instalaban en mis huesos. Pero lo que más me quemaba era el pensamiento de ellas, de mis hijas. Necesitaba verlas, necesitaba saber que estaban a salvo. Sin embargo, no podía permitir que me vieran así, cubierta de sangre, de restos de hombres muertos, de esa violencia que estaba constantemente a mi alrededor. No podía. No era una imagen que ellas debieran tener de mí. El auto frenó bruscamente frente a la mansión, y me bajé sin decir palabra alguna. Los guardia

