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LA ESPOSA SECRETA DEL CEO MALDITO

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venganza
oscuro
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de amigos a amantes
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drama
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Descripción

La vida pacifica de Victoria Doe llega a un abrupto final cuando su marido, CEO de una empresa en disputa, aparece luego de 5 años sin ningún contacto con ella. Con un matrimonio que condicionaba una vida normal para ella, lejos de él, a cambio de un "favor futuro", Victoria se ve arrastrada a tomar su papel de esposa y cumplir el "favor" por el que se casó: darle un hijo a su marido.

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EL FAVOR PROMETIDO
En el pastel, las velas titilaban. El pequeño fuego tembló y por fin se apagó después de que soplé sobre ellas suavemente. Hubo un gran aplauso, luego varios pares de pequeños bracitos me rodearon entre risas dulces y musicales. —¡Feliz cumpleaños, maeta! Se me hinchó el corazón. —¡Gracias mis niños! —los abracé a todos, uno por uno y los llené de besos. Me reí con ellos, tan pero tan feliz, que sentía que la emoción se me escapaba. —¿Pediste un deseo? —mi compañera quitó las 2 velas de los números 2 y 4, y las guardó en el frente de su delantal. Me sonrió de forma picara. —¿Tal vez conocer a alguien? Le devolví la sonrisa y torcí los ojos sin decir nada. No había pedido ningún deseo, pero de hecho sí deseaba algo: seguir viviendo esa tranquila vida, solo día a día y ser feliz en paz para siempre. Me gustaba mi vida, estar con mis niños y tener una amiga en mi mismo trabajo. Sin embargo, cuando alguien inesperado apareció, mi deseo no dicho se resquebrajo. Se evaporó. Apareció en la guardería donde trabajaba. Vino solo, en un auto lujoso y vistiendo un traje impecable. Apareció mientras mi compañera y yo le repartíamos el pastel a los niños. Simplemente entró y su sola presencia me llamó. Incluso pude sentir el cambio de temperatura. Mi cuerpo perdió calor y mis mejillas rojas comenzaron a ponerse blancas. Me levanté rápidamente de la mesa y mi sonrisa, tan feliz y ruborizada, se fue desvaneciendo. Sentí una opresión en el pecho cuando fijó sus ojos, penetrantes y estrictos, en los míos, grandes y asustadizos. Entre las voces dulces de los niños, en ese pequeño caos emocionado y alegre, lo miré detenerse en la puerta y observarme. Lo observé de vuelta. Me vi obligada a ello. Era como un deber. Observé su porte, de un hombre educado en un ambiente muy distinto al mío, cuyo perfume costoso llegaba hasta donde yo me encontraba. Miré su rostro, llamativo, con una expresión sería y los labios ligeramente fruncidos en un gesto de leve curiosidad. Era un hombre apuesto, se notaba a simple vista, y de su presencia emanaba una autoridad casi abrumante. Ese recién llegado no era ningún desconocido, de hecho, era un viejo conocido. Al instante me vinieron a la cabeza los pocos recuerdos que tenía de él. Eran contados y muy breves. Con una lentitud meticulosa, él desplazó su atención a la desordenada aula y agudizó suavemente la mirada al ver a mi compañera, que luchaba por poner el orden en los niños. Y luego de nuevo, me miró a mí. —Cuanto tiempo —su saludo fue seco, como sí no hubiesen pasado 5 años desde la última vez que nos habíamos visto. A pesar de las voces altas y demandantes de los pequeños, su voz gruesa y algo metálica, se abrió pasó fácilmente hasta donde yo me hallaba parada y traspasó mis tímpanos. Las manos comenzaron a sudarme. Entonces los niños y mi compañera al fin notaron a nuestro visitante. Las risas pararon y, mientras los pequeños miraban al hombre alto en la puerta con curiosidad, mi compañera me se acercó. —¿Conoces a ese hombre? Quise decirle que no, que era un completo extraño. Pero no pude. No tenía el derecho de negarlo. —Si... —le susurré. Ella pareció sorprenderse, aunque no pudo decir nada, porque en ese momento él me hizo un gesto suave con la cabeza y se dio la vuelta. Contuve un suspiro y miré una vez a mi compañera, antes de salir del aula e ir tras él. Caminó por los pasillos de la guardería, atrayendo a la atención de mis colegas en otras aulas. Entendía esa curiosidad y morbo, el aspecto de ese hombre no encajaba en ese lugar para niños. Su traje oscuro, muy caro, contrastaba con los colores encendidos de las aulas y su porte de hombre de dinero, nunca antes visto allí, era casi chocante; su presencia, distinguida e imponente hacía que todo el lugar se viera corriente y desgastado. Él caminó delante de mí por los corredores, hasta que salimos a la calle y quedamos frente al coche donde había llegado. Solo entonces se giró y me observó con las manos en los bolsillos y una actitud analítica. —¿Cómo has estado? —su pregunta sonó solo a formalidad, no por que de verdad le interesará saberlo. Me encogí de hombros y uní las manos al frente. Me raspé las uñas, sucias por la pintura vegetal con la que recién habíamos trabajado esa mañana. Él, al llegar allí precisamente ese día, había matado mi deseo. —Estoy bien —quise ser cortante, pero al final me ganó la curiosidad y me le acerqué medio paso—. Por qué... ¿está aquí? No me atreví a hablarle de tú, primero porque era mayor que yo y segundo porque no éramos tan cercanos. Cuando oyó mi pregunta, que no lograba ocultar mi ansiedad, él soltó un largo suspiro y miró el lugar donde trabajaba: una pequeña guardería de gobierno, donde las mamas solteras podían dejar a sus pequeños a tiempo completo. —¿Te gustan los niños? El medio paso que había avanzado, lo retrocedí. Yo llevaba 5 años trabajando allí y en todo ese tiempo él jamás me había visitado, no tuve ninguna noticia suya y tampoco esperaba volver a verlo. ¿Por qué se aparecía ahora? —Si, me gustan. —Excelente, eso es una cualidad que valoro en ti —aunque lo decía como cumplido, sus rasgos, masculinos y perfectamente definidos, no mostraron ninguna emoción buena. Su halago no tenía alma, y él tampoco parecía tenerla. Eso ya lo esperaba, desde que lo conocí siempre fue así y parecía no haber cambiado nada en 5 años. Era serio, reservado y estricto; y bajo todo eso, un hombre meticuloso y hábil negociador. —¿Por qué vino? —le repetí la pregunta, pero esta vez con mayor énfasis. A mi voz, siguió un tenso silencio corto. Aunque no duró mucho. Él se dio la vuelta y abrió la puerta del copiloto del coche. Del interior sacó una bolsa de compras a color n***o mate, con el logotipo de una famosa tienda de lujo estampada. Sosteniendo la bolsa con un dedo, me la ofreció. —Ve a despedirte de esos niños y de esa mujer, que no los volverás a ver. Con una sensación fría, tomé la bolsa y la abrí. Dentro había una caja roja pequeña, de piel, y un pasaporte. Con prisa y un nudo comenzando a formarse en la boca de mi estómago, metí la mano y saqué la caja. Mi pecho se oprimió de solo abrir aquella caja y ver el anillo descansando en el interior, encajado perfectamente en terciopelo n***o. —¿Qué? —la pregunta salió de mis labios en una exhalación, como una última nota de resistencia y perplejidad. Entonces, mientras yo intentaba procesar con todas mis fuerzas el significado del anillo y del pasaporte, lo sentí aproximarse. El peso de su presencia me abrumó y se volvió aplastante cuando lo tuve a solo un centímetro, suavemente inclinado sobre mí. Su aliento me cosquilleó la oreja cuando habló. No, mejor dicho, cuando me susurró: —¿No esperabas mi visita? —su voz se deslizó en mi cerebro y activó un recuerdo involuntario—. Eso sería un poco decepcionante viniendo de mi esposa. Solo entonces mi conexión con ese hombre revivió y se volvió una realidad absoluta: Yo me había casado con ese hombre 5 años atrás. Éramos esposos, aunque nunca hubiésemos vivido juntos. Él era mi marido en toda la expresión del término. —¿Qué... quiere de mí? —me costó hablarle ahora que intuía la razón de su visita. Venía a llevarme con él. Luego de 5 años sin presentarse ni dar indicios de vida, ahora volvía y lo hacía nada menos que para arrastrarme con él. —¿Recuerdas lo que hablamos cuando nos casamos? —alcanzó mi mano, que sostenía la caja del anillo, y la apretó suavemente. Sus dedos, largos y suaves, acariciaron el dorso de mi mano, manchada de pintura. Siguió las venas azuladas bajo la fina piel. —Te dije que te permitiría hacer tu vida normal, pero que algún día te buscaría y tendrías que hacerme un favor. Exhalé entre labios y desvíe sutilmente el rostro, mientras se contorsionaba en una mueca de arrepentimiento y pesar. Me vino a la mente ese viejo recuerdo de nuestra boda: fue simple, solo una firma en un hotel, sin invitados, sin fiesta y mucho menos vestido. Solo una pareja que acababa de conocerse firmando un acta de matrimonio. ¿Por qué en ese entonces, con solo 19 años, había accedido a casarme con un hombre del que no sabía siquiera su nombre completo? Claro. Ya recuerdo. Lo hice por presión. Porque no tenía salida. Porque él llegó a mí lleno de promesas y estabilidad, solo a cambio de un "favor futuro". Yo estaba pasando un mal momento y acepté sin preguntar demasiado. Él, a través de un secretario, en cuanto nos casamos me había conseguido casa y ese trabajo que yo tanto amaba, y luego se había esfumado de mi vida. Por 5 años no hubo ningún tipo de contacto, nada como visitas o siquiera llamadas. Incluso había llegado a olvidarme de él y del matrimonio que teníamos. Sin embargo, las cosas estaban por cambiar. —¿Qué favor espera de mí? —lo miré a la cara, pensando en mis niños y en lo mucho que me dolería dejarlos. Yo no quería irme con él, ¿para qué? Ambos teníamos hechas nuestras vidas, ¿por qué cambiar eso? —Lo que sea que quiera de mí, puede obtenerlo ahora —le dije extendiendo el brazo y devolviéndole ese costoso anillo y el pasaporte—. Le haré el favor que quiera, con tal de no ir con usted. Tenía a mis niños en esa pequeña ciudad, una buena amiga, una linda casa y vivía feliz cada día. Era todo lo que siempre había soñado. Yo no quería un esposo y mucho menos un matrimonio. —¿Qué favor ha venido a pedirme? —le pregunté en cuanto tomó la bolsa de compras. Lo que sea que pidiera, me esforzaría por cumplirlo o conseguirlo, sea lo que fuera. No obstante, él, mi esposo, simplemente meneó la cabeza y una tenue sonrisa curvó las comisuras de sus labios. Era burla, ingenuidad y admiración. Dejó la bolsa en el capo del auto y, con las manos dentro de los bolsillos, avanzó dos largos y medidos pasos. Exhaló sonoramente cuando estuvo a nada de mí y agachó la cabeza, buscando conectar su mirada con la mía. Se la sostuve. Miré sus ojos: inteligentes, suspicaces y algo sombríos. Nuestros alientos se mezclaron conforme un incómodo silencio se asentaba entre los dos y volvía pesado el ambiente. —¿Piensas hacerme el favor que deseo justo ahora? —inquirió suavemente, hablándome con paciencia y lentitud. Asentí una vez, mirando su rostro y dándome cuenta de que tenía un marido malditamente apuesto, y muy posiblemente también era rico a un nivel absurdo. Sin querer recordé haberlo visto una vez en internet hacía un par de años, cuando buscaba información sobre empresas bien posicionadas, y él apareció entre ellas. Lo había visto en una foto, en un evento de expansión empresarial, junto a una mujer muy bonita. Imaginé por un segundo que eran pareja, hasta que el propio articulo aclaró que él ya estaba casado y que esa dama esa era solo una amiga cercana. En mi pequeña vida, nadie sabía que yo tenía un marido y un matrimonio largo; pero en la suya, ostentosa y repleta de opulencia, todos sabían que ese hombre tenía una esposa. Nadie conocía mi cara ni mi nombre, mi matrimonio no era un secreto, pero mi identidad sí. Yo era la "esposa anónima". —Bien, pequeña mía —un dedo suyo alcanzó mi mentón y lo levantó un poco Su pulgar rozó mi labio inferior en un gesto tentador—. Hagamos la familia que necesito justo ahora. Habló tan clara y directamente que perdí todo color. —Planeo usarte para formar una familia. Dime, ¿eres capaz de cumplirme ese favor aquí y ahora?

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