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La Camarera que desafió al Millonario

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prohibido
familia
los opuestos se atraen
de amigos a amantes
chico malo
heroína genial
obrero
drama
tragedia
pelea
ciudad
Oficina/lugar de trabajo
de enemigos a amantes
secretos
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Descripción

Aria Blackwood, una joven de 24 años, sobrevive trabajando como camarera mientras lucha por mantener a sus dos hermanos y costear el tratamiento de su madre, gravemente enferma. Agotada, enferma y al límite de sus fuerzas, una mala noche en el restaurante termina en humillación pública cuando el poderoso Sebastian Montclair, el soltero multimillonario más temido y admirado de la ciudad, la acusa de ser torpe y una cualquiera… y exige que la despidan.

Con el orgullo hecho pedazos y la desesperación apretándole la garganta, Aria comete un error que lo cambia todo: bajo el anonimato de “Chisme entre chicas” publica un escándalo explosivo que mancha el nombre de Sebastian frente a millones de personas. En cuestión de horas, su cuenta se vuelve viral… y su vida se convierte en un blanco.

Pero Sebastian no es un hombre acostumbrado a perder. Frío, dominante y vengativo, la encuentra en menos de veinticuatro horas y la acorrala con un ultimátum imposible: un millón de dólares y una disculpa pública, o destruirá lo único que Aria ama: su familia. Lo que comienza como una guerra de orgullo y reputación se transforma en un juego peligroso de poder, amenazas y atracción prohibida, donde cada paso puede costarles la vida… o el corazón.

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Cap 1
—¡Aria! —¡Aria! —¡Aria! Gemí mentalmente. Aria por aquí, Aria por allá… Mi nombre es Aria Blackwood. Tengo 24 años y soy la hija mayor de mis padres. Mi padre murió hace diez años y mi madre está gravemente enferma. Permanece postrada en una cama de hospital, y yo estoy partiéndome el alma trabajando para conseguir el dinero necesario para su tratamiento. Tengo dos hermanos: Mateo y Jenny. Los amo más que a nada en este mundo y sería capaz de hacer cualquier cosa por ellos. Empecé a trabajar como camarera en el restaurante P.L.G. hace un mes y, sinceramente, ha sido un infierno. Pero ¿qué otra opción tengo? Necesito encontrar la manera de sostener a mi familia: el alquiler de la casa, la factura de la luz, la cuota escolar de mi hermano y, lo más importante, mi madre enferma. Tiene neumonía y su estado empeora día tras día. No me queda otra que trabajar más duro. Tengo que hacerlo… para que la atiendan lo antes posible. —¡Aria! Mesa seis, por favor —me dijo Mateo, mi mejor amigo en el restaurante. Me agradaba Mateo porque me entendía más que nadie y, además, compartía el nombre con mi hermano, lo que me hacía sentir un poco más en casa. —¡Sí, claro! —respondí. Corrí hacia la mesa para tomar el pedido de la clienta, aunque no me sentía bien desde que desperté esa mañana. Me dolía la cabeza de una forma terrible. Ojalá pudiera irme a casa y dormir en paz, porque eso era lo único que necesitaba en ese momento. —Helado de vainilla —dijo la clienta. ¿Eso es todo? ¿Solo un helado? Vaya… —¿Algo más, señora? —pregunté con cortesía. Por mucho que quisiera abofetear esa irritante cara de suficiencia que tenía en ese momento, respiré hondo y traté de mantener la calma. Me estaba irritando rápidamente y tenía ganas de decirle un par de cosas, pero me contuve. Ella seguía absorta en su teléfono mientras me daba la orden, como si yo no existiera. Cada vez que le hacía una pregunta, tardaba una eternidad en responder. No era su culpa. Si yo también hubiera nacido con una cuchara de plata en la boca, nada de esto me estaría pasando. Siempre fui del tipo que cree en los cuentos de princesas. Soñaba con padres ricos en lugar de pobres. Soñaba con ir de compras sin preocuparme por el precio, viajar por todo el mundo y tener un novio rico que pudiera gastar cualquier cantidad de dinero en mí. Pero, por desgracia, la suerte nunca estuvo de mi lado. —No, ya puedes irte —me despachó, como si fuera su empleada personal y ella mi jefa. Me alejé de la mesa y le pedí a Mateo que preparara el helado de vainilla. —Pude notarlo. No te cae nada bien —dijo, sonriendo. —¡Lo juro! Me siento como si… —Como si te dieran ganas de rascarle la cara —terminó por mí. —¡Dios mío! —respiré hondo—. Parece que alguien me conoce mejor que yo misma. Puse los ojos en blanco, provocando su risa. —Bueno, puede que solo llevemos un mes, pero siento que te conozco desde hace mucho tiempo —respondió. —Me alegra escuchar eso. Al menos alguien se preocupa por mí y me entiende… a diferencia del resto aquí —dije, rodando los ojos. Muchos de los empleados se irritaban fácilmente por mi torpeza. —Aria, tienes que contestar el intercomunicador —me avisó uno de mis compañeros. —Mmm —tarareé. Apenas lo tomé, la voz del gerente tronó al instante: —¡Aria! ¡Mesa siete, rápido! —Sí, señor —respondí. Para ese momento, mi vista ya comenzaba a nublarse. Me costaba enfocar, pero aun así traté de mantener el equilibrio. Corrí hacia la mesa siete y adivinen quiénes estaban sentados allí: el soltero multimillonario más joven de la ciudad, Sebastián Montclair, y su hermano Oliver. Todo el mundo en este país los conoce. Y no solo aquí, sino en todo el mundo. Son los solteros multimillonarios del momento, la comidilla de la ciudad. Todas las chicas sueñan con terminar a su lado y, por supuesto, yo no soy una de ellas. Ahora no tengo tiempo para el amor. Aunque creo en los cuentos de Cenicienta, todavía no estoy preparada para vivir uno. No ahora. Tragué saliva antes de acercarme a ellos. Son multimillonarios, y hablar con hombres como ellos resulta intimidante, sobre todo para alguien como yo, con un origen tan humilde. —Buenos días, señores. ¿Puedo tomar su orden, por favor? —pregunté con cortesía. Sebastián estaba ocupado hablando por teléfono con alguien, mientras Oliver se giraba hacia mí y sonreía. —Para mí, un té mediano y un bagel integral tostado con verduras para untar —dijo. Lo anoté de inmediato. Mi visión empezaba a nublarse poco a poco, pero me obligué a mantener el equilibrio. Tengo que ser fuerte, me repetí. —¿Y usted, señor? ¿Qué le gustaría pedir? —pregunté. El idiota seguía concentrado en su teléfono. Puse los ojos en blanco por enésima vez y me pregunté qué les pasaba a todos mis clientes ese día. Parecía que sus celulares eran más importantes que yo. —Sebastián, ¿qué vas a pedir? —le preguntó su hermano. —Dos bagels integrales tostados con verduras para untar. No quiero té —respondió, sin dejar de hablar por teléfono. Así que sí había escuchado toda la conversación. Me alejé de la mesa y regresé al mostrador para pasar el pedido, solo para darme cuenta de que no le había preguntado qué bebida quería. Corrí de vuelta hacia ellos. —Disculpe, señor… ¿qué bebida le gustaría tomar? —pregunté. —¿Cerveza? —sugirió Oliver. —Cerveza —respondió Sebastián. Asentí con cortesía antes de retirarme. Le indiqué el pedido a Mateo, quien preparó la comida y me la entregó. Tomé la bandeja, regresé a la mesa y coloqué cada pedido frente a ellos.

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