MI QUERIDA BABY.
La amistad no muere, se regocija en los recuerdos, en los aprendizajes, en lo compartido.
Entonces, un 29 de diciembre la parca vino a llevarte. Y con vos se fueron más de 30 años de compañerismo, lealtad. Perderte es como perder un brazo o una parte de mí que está muy cerca del corazón, si es el que siente. Llegaste siendo mi masajista y te fuiste siendo alguien de quien no podría prescindir. Aunque debo dejarte ir.
Fue muy sencillo aceptar tu amistad, esa entrega maravillosa con la que me aconsejabas, siempre. Tan sabia, tan conocedora, tan maestra.
Aceptar que la energía limpia y sana de tus adentros, me recorriera, relajando, corrigiendo, formando. Y con una conversación calmada, que transmitía tanta paz, que terminaba dormida. Una vuelta completa de frente y de espaldas, un rezo silencioso y salir despacito para no despertarme. Hasta la próxima cliente. Otra que terminaría siendo tu amiga, también. Los masajes, las cremas de tu creación, eras autodidacta. Leías mucho, un mundo. Y atesorabas, aplicando y mejorando. Cada sesión superaba a la anterior, hasta que alguna vez, me pediste disculpas pues no podrías atenderme. Un amor prohibido había llegado a la ciudad y vendría a visitarte. Allí comenzó nuestra amistad, creo. Cuando claudicaste ante el amor de un hombre, cuando me fallaste en un turno y te vi mujer enamorada.
En la próxima visita todo fue mejor, el masaje, y un café confidente. Abriste tu corazón de mujer sola y el torbellino de palabras amorosas, fueron armando un círculo vicioso de confesiones tuyas y con el tiempo también mías. La confianza que me ofreciste fue muy valorada y también me fui abriendo. Ya sabía que la savia que corría entre nosotras tenía un valor y se llamaba amistad.
Alguna vez te hablé de un novio que tenía y la atención que me prestaste y los consejos que me diste fueron tan válidos que ya no quise que nadie más interpretara mis dudas.
Una mujer adulta, de cintura breve, preciosa aún, aunque debiste ser, como alguna vez pude confirmar, una bellísima joven. Con los años vi una foto tuya y de tu esposo, ¡tan bonita, tan esbelta!
Quedaste viuda siendo todavía una muchacha, pero tan lastimada, que no quisiste volverte a casar. Dedicada absolutamente a tu hijo, el único que supiste conservar a pesar de que tu obstetra te advertía de que ponías en peligro tu vida. Te entregaste a rezar y con una tozudez que terminé admirando, lo criaste, a tu manera, al modo que no supo comprender y que lo enojaba y que hacía que admirara a su padre y casi nada a vos. Ésa fue tu lucha, dar para conquistar el cariño del que más amaste, el que te dio dos nietos y algunos bisnietos, armando la familia que siempre anhelaste. Para seguir dándolo todo, como la misión que te trajo a este mundo. Así eras.
Los incontables fines de semana que venías a mi casa, para enseñarme las cosas que te hacen ser mejor mamá, mejor persona. Sin egoísmos, me enseñaste tanto, tanto. Sabías contener, explicar, me hiciste razonar. Tan pacífica en tus enseñanzas…
Porque sabías de todo, tu memoria era extensa y la aprovechaste hasta el final. Un final anunciado, claro, y una mente lúcida.
A tu lado, viví la experiencia de un amor, un matrimonio, mi hijo, el final del enlace y hasta una inundación. Firme, a mi lado, basada, fundamentado los tirones de oreja y las caricias al alma. Poco amante de las demostraciones afectivas, emocionabas con tus dichos, sabios, contundentes. El respeto y amor inmenso que generaste en mi hijo, en cada persona que tuvo la dicha de conocerte. Imposible olvidarte, ¡Baby, querida! Inolvidable.