Cap. 6 - LIZ Y SU PRIMERA BODA
Sentada en el bar que nos solía reunir, Liz se confesaba: -Por entonces creí que éramos felices-, y otra vez, el divagar que tenemos las mujeres, mirar hacia abajo, queriendo recuperar recuerdos que afianzan el ¡Yo puedo hacerme feliz! Me conozco lo suficiente y creo en mí. ¡Lo puedo hacer! -.
-En aquellos días lo necesitaba al turco, el altivo y cautivante Rodolfo. Fornido, musculoso, le gustó sentirlo en ése abrazo, cuando bailando Ne Me quitte pas, que por error, dijo sarcástico, a tiempo que la acercaba rudo a su cuerpo. Amo y señor. Jamás podría resistirme, igual que cuando me tomó de la cintura en aquél recital, mientras sentía algo que me alborozaba. Tampoco dijo nada. Aquí comenzó un aceptar eterno, y el abuso-.
Lo conocí cuando estudiaba cocina, ambos nos gustamos, y todo sucedió. Se recibieron con altas notas, aunque nunca accedió a trabajar conmigo. Así era. Cocinaba en casa. Rodolfo, siempre Rodolfo.
No recuerdo cuando empecé a temerle. Quizás cuando, muerto de risa, satisfecho, me mostró su receta de autor, me cocinaba a mí. Liz a las brasas con notas de morrones y Chablis. Terminaba de ver un documental de Idi Amín, el sangriento dictador africano, que se afirmaba sometía a sus víctimas al canibalismo. Claro que no creía que Rodolfo, ¿segura?
Me acusaba de chocar sus coches sólo para nombrarme torpe…
Aseveraba que nunca sería una buena madre, por mi pobre educación, por mi debilidad, por mis pocos valores…
Y yo permanecía, por el que dirán, por lo que me bridaba en lo material, porque estaba tan loca por él como locos éramos ambos. Me dejaba sola, de noche, en aquellos lares, donde los silencios eternos recuperaban la voz cuando cerraba la puerta. Tenía miedo. A no dormir, a estar sola hasta a perderlo. Al día siguiente llegaba preparando el desayuno, con facturas variadas, y lo llevaba a la cama, nuestra enorme cama y siempre un regalo costoso, muy costoso, que, en los últimos tiempos, ya ni abría.
Reía y aseguraba que su próximo restaurante se llamaría Idi y Rodolfo, y yo lo creí.
Tenía manos grandes y una dentadura impecable, se jactaba de eso. Decía que ¡era tan tiernita!, estallaba en carcajadas y me buscaba con una de esas manazas, en esa mezcla peligrosa de miedo, gusto y rechazo que nos juntaba en el amor. En un acto desequilibrado que me desquiciaba. Y cuando empecé a llorar, comenzó a irse más seguido.
Sentí un gran alivio a pesar de todo, y dejé de pedir explicaciones.
-Las exigencias no van conmigo- me dijo con una mirada sombría, negra de voracidad, de sangre fría.
Sus amigos lo adoraban, el personal, los proveedores, el mundo. ¿En quién confiar, quién me creería? Si para entonces, los valores como la sensibilidad, los sentimientos, lo espiritual, no eran importantes. El turco lo compraba todo, hasta a mí, que aceptaba callada cuando decía que era nada. Que no existía.
También tuvo razón, todos los años que compartimos me despersonalizaron. No me reconocía en las fotos de jovencita, luciendo libre, bikinis diminutos. Desde que nos casamos tampoco pude expresar nada a la hora de amar, lo aturdía, aseguraba. Un cadáver fui. Un pequeño, cabizbajo ser de rostro umbroso, lúgubre. Un pequeño cuerpo que supo ser altivo y cautivante como Rodolfo. Y que ya no estaba-.
Dos lágrimas rodaban por el bello rostro de nuestra amiga. El silencio del grupo, contrastaba con el barullo del sitio. Ro, silbó, y Magui, la Estupenda, la abrazó fuerte; a la mano libre se la apreté conmovida y Rey abrió el debate.
- ¿Pero no pediste ayuda? ¿No tenías amigas? ¡Dios! ¡Lo molería a palos! -
-No tenía amigas. La fuerte personalidad de Rodi las fue alejando, a las pocas, vecinas en su mayoría que se fueron acercando. Les ponía mala cara y me exigía atención aun cuando veía que me visitaban. Estábamos lejos de la ciudad en un lugar cerrado, con vigilancia y con necesidades cubiertas, como gustaba decir, nada necesitaba. -
-Solo quería conformarlo, que yo le bastara. Y fui creyendo que no podía y mi ego me decía que seguro podía cambiar. Que podía lograrlo, que… me había casado para toda la vida, acatando las normas impuestas por la sociedad-
-Cambiarlo, cambiar. Es muy complejo. Cambia el que quiere por motivación propia, no por presión externa. Lo supe tarde. A pesar de creer que podía, de ofrecer apoyo que no me pidió, paciencia que nunca vio y a sabiendas que el cambio llevaría mucho tiempo. ¡Qué ilusa! -.
Entonces la muerte acudió en mi ayuda y al principio me perdí. Sin Rodolfo no era nada, ni nadie. Hasta en los horarios establecidos, estaba él. Los impuestos, las compras en el supermercado, todo era de su incumbencia. No de la mía.
Y cuando finalmente una ola de libertad me cubrió toda, poco a poco fui asomando de nuevo a la vida, recuperando mi capacidad para tomar decisiones. Al principio con dudas, apoyándome en mi juicio perdido y recuperado. Como a mi dignidad. Recuperando por fin mis valores morales, para ser por fin un individuo completo-. La estupenda esta vez, aplaudió de pie, con fervor, visiblemente emocionada.