CAPÍTULO 2

1425 Palabras
Esta mañana he despertado más descansada y un poco más saludable. Decir la verdad tranquiliza a las almas atormentadas, a pesar de que se lo cuento a un papel en esta vieja mesa que pedí que pusieran en el balcón para concentrarme y disfrutar de la vista del día. La razón del inusual sentimiento puede ser porque pienso que, después de que muera y encuentren las hojas, las personas sabrán esas cosas que por las noches se dibujan como cuadros horrendos en las sombras y no me dejan estar en paz jamás; esas por las que no puedo dormir sin tener miedo y culpa al mismo tiempo. El siguiente día en el convento fue similar al primero. Nadie habló conmigo y yo parecía ser solo un fantasma. Sor Aurora me dio instrucciones de las cosas que tenía que hacer y comencé a realizar todo cuanto pedían. Lo demás que recuerdo de mis primeros días en la congregación Siervas de Jesús, fue que me encontré fregando pisos que ya habían sido fregados minutos antes por otra compañera y que de todos modos limpiaba de nuevo. «¿De qué forma se puede ayudar al prójimo limpiando el suelo?», pensaba. Pero fui positiva e imaginé que podía tratarse de una prueba, y continué obedeciendo sin objeción cada instrucción irracional por casi un mes. Si no era limpiando pisos, era puliendo platos limpios, sacudiendo, lavando, acomodando… Esa no era la vida que yo quería tener para servir a Dios, al Dios al cual amé desde niña como se ama a un padre benévolo. Y ahora, no lo sé, las dudas se posan en mi cabeza y me hacen pecar con preguntas que no debería formular ni por error. ¿Por qué si quería hacer el bien terminé haciendo todo lo contrario? ¡Yo tenía unas inmensas ganas de ser una persona diferente! ¡Una buena persona! De esa forma continuaron los días, hasta que en un mal paso que di ¡todo cambió! Las rutinas forzadas, los malos tratos y las caras indiferentes se hacían costumbre y pude sobrellevarlo poco a poco. Me decía una y otra vez que debía aguantar para alcanzar mis objetivos. ¡Pero algo pasó! En un giro traidor, el escenario me dejó plantada en medio de una obra de horror que nunca podré olvidar a pesar de los años, porque incluso cuando mi cerebro se hace viejo, las memorias que poseo simplemente se niegan a liberarme. Supongo que ese suplicio es parte del castigo con el que debo lidiar. Todo empezó una simple mañana cuando limpiaba un solitario pasillo del ala izquierda, la cual nunca era usada y en la que, sin buscarlo, escuché un llanto. Agudicé el oído y supe que se trataba de un llanto de mujer. ¡Me quedé congelada! El continuo sonido provenía de alguna habitación del pasillo que teníamos prohibido habitar. Tardé en reaccionar. El quejido era de dolor, de un terrible dolor que erizaba la piel. Cuánto temor me dio ese chillido que parecía ser de ultratumba y que hacía eco por todo el corredor. Al buscar una explicación, me dije que tal vez sufría alucinaciones por el exceso de trabajo al que me sometían todo el tiempo. Así, fingí que no escuché y continué con mi labor. ¡Lo sé, fui una cobarde!, pero ya era bastante malo tener el puesto de esclava como para colgarme la bandera de metiche. A pesar de haber tomado una decisión, la conciencia no me dejó tranquila por días y conté cuidadosa a cada una de las hermanas. Todas estaban bien, o eso aparentaban. Desfilaban por ahí, con esas expresiones grises mientras rezaban, y entre sus manos cargaban un rosario que a leguas se notaba que no usaban. Pasó el tiempo y seguí convenciéndome de que solo se trató de un error, un evento aislado producto de una mente agotada, hasta que pude ver la verdad y por fin dejé de engañarme. Recuerdo bien cada detalle. Era de mañana. Tenía la obligación de hacer el almuerzo y ya estaba un poco retrasada. Me apresuré a llevar las verduras que recolecté en medio de un intenso sol y con el hábito n***o puesto. Moría de sed, pero si me tardaba más me quedaría sin comer ese día, y ya llevaba sin alimento dos de ellos por haberme equivocado al momento de servir los platos. Entré a la cocina con la gran y pesada canasta. Con tremendo esfuerzo la arrojé sobre la larga mesa de madera que se situaba justo en medio. Debía darme prisa. Acomodé las mangas del hábito con la intención de comenzar a cortar las verduras. Me encontraba absorta en mis pensamientos. Fui por el cuchillo, pero no llegué a él porque unos pasos sonoros irrumpieron. De pronto, giré la cara y descubrí a la hermana Sandra con las manos en el lavadero. Ella intentaba limpiarse la sangre que las cubría. La monja sollozaba mientras que, con tremenda desesperación, buscaba despojarse del líquido rojo que me provocó un mareo. El terror amenazaba con controlarme. No había visto tanta sangre en mi vida, pero la obligación de ayudar me condujo y no dudé en preguntarle qué era lo que le sucedió. Ella se volteó hacia mí, sorprendida. Cuando me reconoció, se mantuvo callada por un par de segundos. Su rostro lucía una expresión inescrutable. Después dio torpes pasos y suspiró por el alivio que imagino que sintió. Una vez que llegó a mí, me abrazó fuerte. Gracias a esa unión dejó su sangre esparcida por la tela de mi hábito y mojó mi hombro con sus lágrimas que no paraban de derramarse. Quise calmarla y al mismo tiempo conocer el origen de la sangre y el del temor evidente, averiguar por qué la lastimaron. La contemplé de frente mientras sujetaba sus hombros para darle un poco de tranquilidad. Estando así, se lo pregunté. Pronuncié cada palabra alentándola para que ella las comprendiera en medio de su histeria, pero solo conseguí que llorara más sin detenerse a responder. La hermana Sandra era una de las monjas más amables del convento; al menos conmigo lo era. Poseía una cara regordeta, ojos cafés y unas mejillas que seguido se encontraban coloradas. Era corpulenta y de una estatura similar a la mía: más o menos un metro con sesenta centímetros. Su voz era tan dulce que cuando rezaba se escuchaba por encima de las demás. Siempre que me topaba con ella me regalaba una pequeña sonrisa que como magia alegraba esos amargos días. Aquel horrible momento tenía tanto pánico que no conté con otra opción y me quedé un buen rato abrazándola de pie, diciéndole frases mal formuladas para tranquilizarla, aunque solo obtenía más lamentos. Transcurrieron de esa forma poco más de diez minutos, hasta que unos pasos sonaron detrás. Otra hermana entró a la cocina y sentí un enorme alivio. Se trataba de la hermana Aurora. Creí, tan ingenua, que iba a apoyarme. Solté un gemido de alivio cuando la reconocí. Supuse que nos daría su auxilio en esa situación extraña y crítica, pero pronto descubrí con tremenda decepción y horror que en sus manos tenía un largo trozo de madera con algunos clavos afilados. La mueca espeluznante que mostró la hermana Aurora me hizo estremecer. La hermana Sandra estaba volteada hacia la pared, todavía colgada de mí. Yo veía de frente a sor Aurora con esa mirada destructiva que enmudecería a cualquiera. Sé que la hermana Sandra sabía lo que venía porque me abrazó con más fuerza, apretó su rostro contra mi hombro y soltó un pequeño alarido de pavor. Sin titubear, sor Aurora le propinó un ensordecedor golpe a la pierna de la hermana Sandra. Ella cayó al piso, desmayada. Incluso yo sentí el empujón. Me quedé de pie, por completo incrédula. Fue ahí donde supe que la sangre que la hermana Sandra se limpiaba de las manos venía de ella misma. La caída causó que su hábito se levantara y descubriera un cilicio en su muslo derecho. La impía faja de púas se ceñía a su carne, la cual estaba tan roja que hasta a mí me ardió con solo verla. Sor Aurora fijó su mirada sobre mí por dos segundos eternos. Supongo que contempló la idea de darme también un golpe como a la hermana Sandra. Siguió observándome un momento más. Por dentro recé para que no me agrediera. Al final, Sor Aurora se fue de allí sin decir nada, pero me dejó convencida de que en ese lugar existía más maldad y dolor del que podía encontrar afuera.
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