Capítulo 5: Ander y Amar

1783 Palabras
Capítulo 5: Ander y Amar La mañana comenzó con un silencio distinto. No era incómodo, pero sí expectante. Amar desayunaba en la cocina con Mirtha, mientras yo revisaba correos en la sala. Carla me había enviado los avances del contrato con la nueva editorial, y entre los archivos, había una nota suya: “No olvides que este nuevo libro es solo tuyo, de nadie más. Y eso lo hace más poderoso.” Suspiré. El manuscrito aún era un caos de ideas, pero por primera vez en meses, sentía que quería escribir algo nuevo. No sobre Ander. No sobre Marco. No sobre el dolor. Algo distinto. Algo que naciera desde mí, no desde lo que me había pasado. —¿Mami? —Amar apareció en la puerta, con los ojos brillantes—. ¿Hoy puedo ir con Abu al parque? —Sí, y vendrá Ander también a jugar contigo si tú quieres. Ella dudó. Bajó la mirada. —¿Y si no quiero? Me agaché a su altura. —Entonces no lo harás. Tú decides, corazón. Ella asintió, pero no sonrió. Ander llegó a media mañana. Vestía sencillo, con una camisa blanca y jeans. Traía una caja de crayones y un cuaderno de dibujo. —¿Dónde está ella? —preguntó, nervioso. —En el jardín. Puedes ir si quieres, pero no la presiones. Asintió y salió. Lo observé desde la ventana. Amar estaba en el columpio, balanceándose con lentitud. Ander se acercó despacio, se sentó en el césped y abrió el cuaderno. —Hola, Amar. ¿Te gusta dibujar? Ella lo miró, pero no respondió. Se bajó del columpio y se acercó con cautela. Observó los crayones, tomó uno, y dibujó una flor en la esquina de la hoja. —Es bonita —dijo él. Ella lo miró, luego volvió al columpio. —¿Puedo sentarme contigo? Ella negó con la cabeza. Ander tragó saliva. No insistió. Solo se quedó allí, dibujando en silencio. Desde la ventana, mi madre se acercó. —No lo rechaza por maldad —dijo—. Lo hace por miedo. Por lealtad a Marco. Por ti. —Lo sé. Pero duele. —Todo lo que vale, duele. Por la tarde, Jackie vino a visitarme. Traía una bolsa con galletas y una botella de vino sin alcohol. —¿Cómo estás? —me dijo, entrando como un huracán. —No tan bien como quisiera, estoy escribiendo de nuevo- le confesé. —¿Ya tienes título? —No. Solo tengo una idea. Una mujer que se enamora de dos hermanos sin saberlo. Jackie se detuvo. —¿Eso es ficción o terapia? —Ambas. Nos reímos. Rosa llegó poco después, con una caja de té y una expresión más tranquila que la última vez. —¿Y Ander? —preguntó. —Está intentando acercarse a Amar. Pero ella lo rechaza con timidez. —¿Y Marco? —No vive aquí. Pero está presente. Demasiado presente. —¿Y tú? —preguntó Jackie. —Yo estoy escribiendo. Y eso, por ahora, me basta. Esa noche, Carla me llamó. —Necesito que veas esto —dijo, enviándome un archivo. Era el testamento del señor Urdaneta. Después de meses de espera, se había liberado oficialmente. Y Marco… Marco era el nuevo dueño de la editorial donde yo había trabajado. La misma que me echó por estar con él. —¿Lo sabía? —pregunté. —No. Se enteró hoy. Y quiere hablar contigo. No tardó en llegar. Marco apareció en la puerta con una carpeta en la mano y una expresión que no sabía si era ilusión o miedo. —Quiero que vuelvas —dijo, sin rodeos—. Quiero que seas parte de la editorial. Que publiques tu nuevo libro con nosotros. —¿Sabes que estoy en otra editorial? —Lo sé. Pero esta es tu casa. Lo fue. Y puede volver a serlo. —¿Y tú? ¿Serías mi jefe? —No. Sería tu aliado. Tu respaldo. Tu editor si tú lo permites. Me quedé en silencio. No sabía qué decir. No sabía qué elegir. —Piénsalo —dijo, dejando la carpeta sobre la mesa—. No tienes que decidir hoy. Al día siguiente, Ander volvió. Esta vez trajo una marioneta de tela y una historia inventada. Amar lo observó desde la distancia. Luego se acercó. Tocó la marioneta. Sonrió. Pero cuando él intentó abrazarla, se escondió detrás de Mirtha. —No quiero —dijo, bajito. Ander se arrodilló. —Está bien. No tienes que querer. Solo quiero que sepas que estoy aquí. Ella lo miró. Luego corrió hacia Marco, que acababa de llegar con una caja de frutas. —¡Papá! Ander cerró los ojos. No dijo nada. Solo se levantó y se fue. Esa noche, mientras escribía en mi laptop, vi algo que me heló la sangre. Un correo, el nombre… el nombre era suficiente para hacerme molestar. Jazmín. No abrí el mensaje. No lo leí. Solo lo vi. Y con eso bastó. El reflejo de su rostro apareció en mi mente. Su voz. Su perfume. Su risa falsa. El accidente. La manipulación. El secuestro. Me levanté. Cerré la laptop. Salí al jardín. La luna estaba alta. El aire era tibio. Pero yo temblaba. No podía volver a ese lugar. No podía permitir que ella regresara. Al día siguiente, Carla vino a casa. Traía café y una libreta. —¿Has decidido? —No. Pero quiero escribir. Y quiero hacerlo sin miedo. —Entonces hazlo. Y deja que el libro te diga a dónde ir. Nos sentamos en la terraza. Amar jugaba con Mirtha. Marco llegó con flores. Ander pasó por la acera, sin entrar. Y yo, por primera vez, no sentí que debía elegir. Solo debía escribir. La noche cayó con una calma engañosa. En la casa, todo parecía en orden: Amar dormía en su habitación, Mirtha doblaba ropa en la sala, y mi madre preparaba una infusión de manzanilla en la cocina. Pero dentro de mí, el caos seguía latiendo. Me encerré en el estudio, el pequeño cuarto que había convertido en refugio desde que comencé a escribir el nuevo libro. En la pantalla, el documento titulado “Los que se parecen” seguía en blanco. Solo tenía una frase escrita: “A veces, el amor no se distingue del reflejo.” Carla me había dicho que era una gran línea para abrir. Que tenía fuerza. Que decía más de lo que parecía. Pero yo aún no sabía cómo continuar. No sabía si quería que ese libro fuera una historia de amor, de traición, de redención… o simplemente un espejo de lo que no me atrevo a decir en voz alta. El sonido de la lluvia comenzó a golpear las ventanas. Me levanté y las cerré. El olor a tierra mojada me trajo recuerdos de aquella noche. La noche en que vi el nombre de Jazmín en el teléfono de Ander. La noche en que decidí no decir nada. No por cobardía. Sino por estrategia. Porque si algo había aprendido de Jazmín, era que enfrentarse a ella sin preparación era como entrar en una guerra sin armas. Mi madre entró con la taza de manzanilla. —¿No puedes dormir? —No quiero dormir. Quiero escribir. —Entonces escribe. Pero no huyas en las palabras. Di la verdad. La verdad. Qué palabra tan pesada. Al día siguiente, Rosa y Jackie vinieron temprano. Traían desayuno, café y una energía que agradecí. —¿Y el libro? —preguntó Rosa, mientras untaba mantequilla en una tostada. —En pausa. Como todo lo demás. —¿Y Marco? ¿Te dijo algo más sobre la editorial? —No. Solo dejó la propuesta sobre la mesa. Literalmente. Jackie se acomodó en el sofá. —¿Y tú qué quieres? —No lo sé. Me gusta la nueva editorial. Me gusta la libertad. Pero también extraño lo que construí en la anterior. Lo que perdí. —¿Y si lo recuperas? —¿Y si lo pierdo otra vez? Rosa me miró con seriedad. —Aldana, tú no eres la misma que fue echada por amar. Ahora eres madre, escritora, mujer. Si vuelves, que sea porque tú lo decides. No porque te lo ofrecen. Asentí. Y por primera vez, sentí que podía elegir sin miedo. Más tarde, Ander volvió. Esta vez no trajo juguetes ni cuentos. Solo vino con una flor en la mano. Una margarita. —¿Está Amar? —preguntó. —Sí. Pero no sé si querrá verte. —Lo sé. Solo quiero dejarle esto. La dejó sobre la mesa del jardín. Luego se giró para irse, pero Amar apareció en la puerta. Lo miró. Miró la flor. Luego se acercó, la tomó, y la llevó a su habitación sin decir palabra. Ander sonrió. No era una sonrisa de triunfo. Era una sonrisa de esperanza. —Gracias —me dijo, antes de irse. Esa noche, Carla me llamó. —Necesito que vengas mañana a la oficina. Hay algo que quiero que veas. —¿Sobre el libro? —Sobre ti. No pregunté más. Sabía que cuando Carla decía eso, era importante. La mañana siguiente fue distinta. Me vestí con calma, dejé a Amar con Mirtha y mi madre, y fui a la oficina de Carla. La nueva editorial era pequeña, pero luminosa. Tenía plantas, libros y una energía creativa que me gustaba. Carla me recibió con una carpeta en la mano. —Esto es lo que quieren para tu libro. Una campaña íntima, emocional, centrada en ti como autora. Nada de escándalos. Nada de triángulos. Solo tú y tu historia. —¿Y si no quiero que sepan que es mi historia? —Entonces escríbela como si no lo fuera. Pero no te escondas. Me quedé en silencio. Luego abrí la carpeta. Las ideas eran buenas. Las propuestas, honestas. Y por primera vez, sentí que podía contar algo sin miedo a que me juzgaran. Al volver a casa, Marco estaba en la puerta. Traía una caja de libros viejos y una sonrisa tímida. —Pensé que estos podrían inspirarte. Los libros eran de la biblioteca de Urdaneta. Clásicos, novelas románticas, ensayos sobre escritura. —Gracias —dije, tocando el lomo de uno de ellos. —¿Has decidido? —No. Pero estoy más cerca. Marco me miró con ternura. —Sea lo que sea, estaré aquí. No como jefe. No como editor. Como alguien que cree en ti. Lo abracé. No como pareja. No como promesa. Como agradecimiento. Esa noche, mientras Amar dormía, volví al estudio. Abrí el documento. Escribí una nueva línea: “Los reflejos no siempre mienten. A veces, solo muestran lo que no queremos ver.” Y supe que el libro había comenzado.
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