Capítulo 6: Carla y Alarick

1691 Palabras
Capítulo 6: Carla y Alarick Carla nunca pensó que terminaría enamorada del hombre que más detestó durante años. Alarick era arrogante, frío, demasiado parecido a Ander en lo físico y demasiado distinto en lo emocional. Se conocieron por accidente, gracias a la amistad universitaria entre Ander y Aldana. Al principio, cada encuentro era una batalla de sarcasmos y miradas cortantes. Pero el tiempo, la cercanía, y sobre todo el dolor compartido, los fue transformando. Ahora, estaban en su departamento. Un espacio pequeño pero cálido, lleno de libros, plantas y fotografías familiares. Alarick estaba de pie frente a ella, con una pequeña caja en la mano. Carla lo miraba sin moverse, como si el aire se hubiera congelado. —¿Estás segura de esto? —preguntó él, con voz baja. —¿Tú lo estás? —respondió ella, sin apartar la mirada. Alarick abrió la caja. Un anillo sencillo, de oro blanco, con una piedra azul en el centro. Nada ostentoso. Nada que gritara promesa. Solo una pregunta silenciosa. —Quiero casarme contigo, Carla. No por lo que hemos vivido. Por lo que aún podemos vivir. Ella tragó saliva. El corazón le latía con fuerza. No por emoción. Por miedo. —¿Y qué hay de lo que no me has contado? Alarick cerró la caja. Se sentó en el sofá. Carla se quedó de pie, con los brazos cruzados. —Sabes que estuve involucrado en la desaparición de Ander. —Sé que lo convenciste de irse. Que lo ayudaste a esconderse. Que le mentiste a todos. —Lo hice para salvarlo. —¿Y a nosotras? ¿Quién nos salvó? Alarick bajó la mirada. —Yo trabajaba para desmantelar la mafia. Desde adentro. Me infiltré. Me arriesgué. Y sí, cometí errores. Pero si Ander está vivo, es porque yo lo ayudé. Carla se sentó frente a él. El anillo seguía en la caja, como un testigo mudo. —¿Y Jazmín? Alarick se tensó. —Ella fue el error más grande. Se metió en todo. Manipuló a Ander. Me manipuló a mí. Y cuando todo se salió de control, desapareció. Pero no está muerta. Lo sé. Y si ha vuelto, no es por casualidad. —¿Y si vuelve a tocar a Aldana? ¿A Amar? —No lo permitiré. —¿Y si ya lo hizo? Alarick se levantó. Caminó hacia la ventana. La lluvia comenzaba a caer, suave, como una advertencia. —Si aceptas casarte conmigo, lo harás sabiendo que mi pasado aún no está cerrado. Que hay cosas que no puedo controlar. Pero también sabrás que estoy dispuesto a protegerte. A protegerlas. Carla se acercó. Tomó la caja. Miró el anillo. Luego lo cerró. —No puedo decir que sí. No hoy. No así. Alarick asintió. No insistió. Solo la abrazó. ero cuando se separaron, ella lo miró con una mezcla de dolor y determinación. —¿Qué más me ocultas? Alarick dudó. Luego habló. —Jazmín no solo manipuló a Ander. También estuvo detrás del accidente de Aldana. Lo encubrieron. Yo lo descubrí tarde. Y cuando quise denunciarla, desapareció. Pero ahora está enviando señales. Mensajes. Rastros. Carla se quedó helada. —¿Y si vuelve? —Entonces esta vez no la dejaremos ganar. Mientras tanto, Aldana escribía. El documento de “Los que se parecen” ya tenía diez páginas. Había una escena donde la protagonista miraba a dos hombres idénticos, sin saber cuál era real. Carla la había leído y le había dicho que dolía. Que funcionaba. Amar jugaba en el jardín con Mirtha, mientras Marco llegaba con una caja de libros nuevos. No dijo nada. Solo los dejó en la mesa y le sonrió. —¿Y el libro? —Avanza. Como yo. —¿Y la editorial? —No he decidido. Marco se acercó. Le tocó la mano. —Lo que decidas, que sea por ti. No por lo que perdiste. No por lo que temes. Ella asintió. Pero no respondió. Esa noche, mientras Aldana escribía, recibió una notificación. No era un correo. Era una mención en redes. Un perfil sin foto. Un nombre que la hizo temblar. JZMN_1987 No decía nada. Solo una frase: “Los reflejos también pueden romperse.” Cerró la laptop. Apagó la luz. Se sentó en la oscuridad. Jazmín no había desaparecido. Solo estaba esperando. Carla llegó a casa con el rostro tenso. Aldana la vio desde la ventana y salió a recibirla. —¿Qué pasó? —Alarick me propuso matrimonio. —¿Y qué dijiste? —Que no. Que no puedo aceptar algo que aún está lleno de sombras. —¿Lo amas? —Sí. Pero no sé si eso basta. Aldana la abrazó. No como hermana. Como mujer que entiende lo que es amar a alguien que guarda secretos. —¿Y qué vas a hacer? —Voy a descubrir la verdad. Toda. Aunque duela. Al día siguiente, Ander apareció en la puerta. Amar lo vio desde la ventana. No corrió. No se escondió. Solo lo miró. —¿Puedo verla? —preguntó. —Está en el jardín. Puedes pasar. Ander se acercó. Se sentó en el césped. Amar lo observó. Luego se acercó. Le dio la margarita que había guardado en su habitación. —Gracias —dijo él. Ella no respondió. Pero se sentó a su lado. Y por primera vez, no hubo rechazo. Solo silencio compartido. Esa noche, Aldana escribió una nueva línea: “El reflejo no es el enemigo. Es la advertencia.” Y supo que el libro no era solo suyo. Era de todos los que habían sobrevivido a Jazmín. Aquel gesto silencioso entre Amar y Ander fue un pequeño milagro. No hubo palabras, pero sí un puente. Una g****a en la muralla que ella había levantado. Y yo, desde la ventana, lo supe: era el momento de dar un paso más. Esa noche, mientras Amar dormía, hablé con Marco. —Quiero que Ander y Amar salgan juntos. A solas. Marco dejó el libro que leía y me miró como si no hubiera escuchado bien. —¿Qué? —Una salida corta. Al parque. O al cine. Algo sencillo. Ella necesita conocerlo. Y él necesita ganarse su lugar. —¿Y si la confunde? ¿Y si la lastima? —Marco, ya está aquí. No va a desaparecer. Y Amar… Amar empieza a abrirle la puerta. No quiero que lo haga a escondidas. Quiero que lo haga con nosotros cerca. Con nuestra guía. Marco se levantó. Caminó por la sala, con las manos en los bolsillos. —No me gusta. No confío en él. —Yo tampoco del todo. Pero confío en Amar. Y confío en lo que siento. Ella necesita entender quién es. Y él necesita demostrar que puede estar. Marco se detuvo frente a mí. Sus ojos estaban llenos de dolor. —¿Y si la pierde? ¿Y si yo la pierdo? —No la vas a perder. Tú eres su papá. Eso no cambia. Pero Ander también lo es. Y ella tiene derecho a saberlo. Marco no respondió. Solo asintió, con la mandíbula tensa. —Está bien. Pero que sea corto. Y que me llames si pasa algo. —Gracias —le dije, tocando su brazo—. Sé que no es fácil. —No, no lo es. Dos días después, Ander llegó puntual. Amar lo esperaba en la puerta, con una mochila pequeña y su vestido favorito. Yo la ayudé a ponerse un sombrero y le di un beso en la frente. —Si te sientes incómoda, me llamas, ¿sí? Ella asintió. Luego miró a Ander. —¿Vamos? Él sonrió, sorprendido por su iniciativa. —Claro que sí, princesa. Se fueron al parque. Jugaron en los columpios, comieron helado, y vieron patos en el lago. Ander le contó historias de cuando era niño, y Amar le habló de su escuela, de Mirtha, de su peluche favorito. No lo llamó “papá”, pero tampoco lo evitó. Lo escuchó. Lo miró. Le tomó la mano. Cuando regresaron, ella entró corriendo. —¡Mami! ¡Me subí al tobogán más alto! —¿Y te gustó? —¡Mucho! Y Ander me cuidó todo el tiempo. Él apareció detrás, con una sonrisa cansada pero feliz. —Gracias —me dijo en voz baja. —Gracias a ti —respondí. Marco los observaba desde la cocina. No dijo nada. Pero cuando Ander se fue, se acercó a Amar y la abrazó con fuerza. —¿Te divertiste? —Sí, papá. Y él sonrió. Porque esa palabra seguía siendo suya. Tres días después, Amar despertó con fiebre. Al principio pensé que era un resfriado, pero al mediodía ya tenía los ojos vidriosos y la piel ardiendo. Llamé al pediatra, que nos pidió llevarla de inmediato. Marco llegó en minutos. Ander también, apenas se lo dije. Ambos se encontraron en la puerta, tensos, pero sin discutir. —Yo manejo —dijo Marco. —Yo voy atrás con ella —dijo Ander. Y así fue. En la clínica, se turnaron para sostenerla, para calmarla, para hacerla reír entre exámenes. Yo los observaba, agotada, pero agradecida. Eran dos hombres tan distintos, pero en ese momento, eran lo mismo: padres. El diagnóstico fue una infección viral. Nada grave, pero requería reposo, hidratación y vigilancia. Durante los días siguientes, se turnaron para cuidarla. Marco le preparaba sopas. Ander le leía cuentos. A veces coincidían, y entonces compartían silencios incómodos, pero funcionales. Como si hubieran firmado una tregua tácita por ella. Una tarde, los encontré dormidos en el sofá. Amar en medio, con la cabeza sobre el pecho de Marco y los pies sobre las piernas de Ander. Los tres respiraban al mismo ritmo. Me quedé en la puerta, sin hacer ruido. Y por primera vez, no vi un triángulo. Vi una familia. Rara. Rota. Real. Y supe que, aunque no sabía a quién amaba más, sí sabía a quién amaba Amar. A ambos. Esa noche, escribí una nueva línea: “A veces, el corazón no elige. Solo abraza lo que no puede dividir.” Y supe que el libro no era solo mío. Era de Amar. Era de ellos. Era de todos nosotros.
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