Capítulo 7: El peso del abandono

1258 Palabras
Capítulo 7: El peso del abandono Ander no había dormido bien en días. Desde que Amar lo había aceptado con una flor y una mirada, algo se había removido dentro de él. No solo el amor, no solo la culpa. Era otra cosa. Un peso que no sabía cómo nombrar. Un dolor que no venía de Aldana, ni de Marco, ni siquiera de Jazmín. Venía de su propia sangre. Esa mañana, decidió enfrentar a sus padres. Los encontró en la casa familiar, en el mismo salón donde había crecido. Su padre leía el periódico. Su madre regaba las plantas. Cuando lo vieron, se tensaron. —Necesito hablar —dijo, sin rodeos. Su madre dejó la regadera. Su padre bajó el periódico. —¿Sobre qué? —Sobre Amar. Sobre Aldana. Sobre lo que me ocultaron. Su madre se acercó, con los ojos llenos de una tristeza antigua. —Ander… —¿Por qué no me lo dijeron? ¿Por qué me dejaron creer que ella me había olvidado? Su padre se levantó. —No era el momento. Estabas en peligro. No podíamos distraerte. —¿Y mi hija? ¿No merecía que yo supiera que existía? Su madre lo miró con lágrimas en los ojos. —Intenté decírtelo. Te llamé. Te lo dije. Pero tú… tú cortaste el teléfono. Dijiste que no querías saber nada. Que necesitabas silencio. Ander se quedó helado. —¿Y por qué no insististe? —Porque pensé que volverías. Que cuando estuvieras listo, lo entenderías. Su padre intervino. —Tu madre sufrió. No fue fácil para ninguno. Ander se giró. Quería gritar. Quería culparlos. Pero no podía. Porque la verdad era que él también había huido. Que él también había cerrado puertas. —No tengo con quién descargar esta rabia —dijo, con la voz quebrada—. Porque todos hicieron lo que pudieron. Y yo… yo fui el que no quiso escuchar. Su madre lo abrazó. No como madre. Como mujer que también había perdido. —Ahora estás aquí. Y ella te conoce. Eso es lo que importa. Amar se había recuperado. La fiebre había cedido, y su energía volvía poco a poco. Jugaba con Mirtha en el jardín, dibujaba en su cuaderno, y pedía cuentos antes de dormir. A veces mencionaba a Ander. A veces a Marco. A veces a ambos. Aldana la observaba con ternura. La niña que había nacido en medio del caos ahora era el centro de una paz frágil, pero real. Una tarde, Ander pasó por la casa. No entró. Solo se quedó en la acera, esperando. Aldana salió a su encuentro. —¿Cómo estás? —Roto. Pero entero. —¿Hablaste con ellos? —Sí. Y ahora no sé qué hacer con todo lo que siento. —¿Y Amar? —Ella me da esperanza. Pero no calma. Aldana lo miró con compasión. —Habla con Jackie. Con Rosa. Ellas te conocen. Te quieren. Te entienden. Ander asintió. —Gracias. Esa noche, Ander fue al café donde solían reunirse en la universidad. El lugar había cambiado, pero la mesa del fondo seguía igual. Jackie ya estaba allí, con una copa de vino sin alcohol y una mirada que lo atravesaba. Rosa llegó minutos después, con su cabello recogido y una expresión más seria que de costumbre. —¿Así que eres papá? —dijo Jackie, sin rodeos. —Y no lo sabía —respondió él, con la voz tensa. Rosa se acomodó en la silla, cruzando los brazos. —¿Y qué vas a hacer con eso? Ander bajó la mirada. El café estaba lleno de murmullos, pero entre ellos, solo escuchaba su respiración agitada. —No lo sé. Me siento traicionado. Por mis padres. Por el tiempo. Por mí mismo. Jackie se inclinó hacia él. —¿Y por Aldana? —Ella me lo ocultó. Pero también me esperó. Me protegió. Me odió. Y aún así… me dejó entrar. Rosa lo miró con ternura, pero también con firmeza. —Ander, tú desapareciste. No por capricho, lo sabemos. Pero lo hiciste. Y ella tuvo que reconstruirse con los pedazos que dejaste. —No entienden. Yo estaba en peligro. La mafia… Jazmín… todo era una amenaza. —¿Y ahora qué? —preguntó Jackie—. ¿Vas a quedarte? ¿Vas a luchar? ¿O vas a volver a huir? Ander se levantó de golpe. La silla se movió con un chirrido. Todos en el café lo miraron. Pero él no les prestó atención. —No sé cómo ser padre. No sé cómo mirar a Amar y no pensar en todo lo que me perdí. No sé cómo ver a Marco y no sentir que él ganó. Jackie se levantó también. Lo tomó del brazo. —Esto no es una competencia. Es una niña. Es tu hija. Y si no sabes cómo ser padre, aprende. Pero no la dejes otra vez. Rosa se acercó. Le puso una mano en el pecho. —Y si no sabes cómo sanar, empieza por perdonarte. Porque nadie más puede hacerlo por ti. Ander se quebró. Las lágrimas llegaron sin aviso. Se dejó caer en la silla, con las manos en el rostro. Jackie y Rosa se sentaron a su lado, en silencio. No lo consolaron. Lo acompañaron. —¿Y si ya es tarde? —susurró él. —Entonces haz que valga la pena haber llegado —dijo Jackie. —Y no vuelvas a esconderte —agregó Rosa. Jackie se inclinó hacia él. —No vivas con eso. Vívelo. Siente. Llora. Grita. Pero no lo guardes. Rosa agregó: —Y no te alejes. No ahora. Amar te necesita. Aldana también. Aunque no lo diga. Ander se quedó en silencio. Luego sonrió. —Gracias. Por seguir aquí. Jackie le dio un golpe suave en el brazo. —Siempre. Aunque seas un desastre. Al día siguiente, Ander se encontró con la madre de Aldana en el mercado. Ella lo vio primero, y se acercó con una bolsa de frutas. —¿Cómo estás, hijo? —Confundido. —Eso es normal. Pero no te quedes ahí. —¿Y si no sé cómo avanzar? —Entonces camina despacio. Pero no te detengas. Ella le dio una manzana. —Para Amar. Dile que es de su abuela. Ander la tomó. Y por primera vez, sintió que tenía una familia. Esa tarde, Aldana recibió una visita inesperada. Cecile, la madre de Marco, apareció en la puerta con una sonrisa radiante y una caja en las manos. —¿Puedo pasar? —Claro —dijo Aldana, sorprendida pero feliz. Cecile se había ganado el cariño de todos. Era cálida, inteligente, y Amar la adoraba. La llamaba “abu Ceci” y le contaba secretos que no compartía con nadie más. —Traigo noticias —dijo, sentándose en la sala. —¿Buenas? —Excelentes. La fundación cultural que dirijo va a abrir una colección de libros escritos por mujeres. Y quiero que tú seas la autora inaugural. Aldana se quedó sin palabras. —¿Yo? —Tu historia. Tu voz. Tu mirada. Es justo lo que necesitamos. Y quiero que Los que se parecen sea el primer título. Aldana sintió que el corazón se le aceleraba. —¿Y Marco lo sabe? —No. Quiero que sea tu decisión. Tu oportunidad. Tu espacio. Aldana la abrazó. No como suegra. Como aliada. —Gracias. No sabes lo que significa. —Sí lo sé. Por eso estoy aquí. Esa noche, Aldana escribió una nueva línea: “El abandono no siempre es ausencia. A veces, es silencio.”
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR