Capítulo 8: Marco y Ander
Narrado por Marco
El silencio en la casa era más pesado que nunca. Amar dormía en la habitación contigua, y Aldana había salido a caminar con Carla. Yo me quedé solo, fingiendo que revisaba unos papeles, pero en realidad estaba esperando. Esperando que él apareciera. Porque sabía que lo haría. Ander no era de los que se quedaban quietos cuando algo le dolía, y ahora tenía razones de sobra para moverse.
No sabía qué iba a decirle. No había ensayado nada. Solo sabía que tenía que verlo a los ojos y decirle lo que nadie más se atrevía a decirle.
La puerta se abrió sin timbre. Lo reconocí por el sonido de sus pasos. Firmes, seguros, como si el mundo no le pesara. Pero yo sabía que sí. Sabía que lo que había descubierto lo estaba rompiendo por dentro. Amar era su hija. Y él no lo supo hasta hace apenas unas horas.
—¿Está Aldana? —preguntó, sin mirarme.
—No —respondí, sin levantarme del sofá—. Está con Carla. Volverá en un rato.
Ander se quedó de pie, como si no supiera si entrar o marcharse. Lo observé. No parecía el hombre que se había ido. Su cuerpo estaba más fuerte, su piel más bronceada, pero sus ojos… sus ojos estaban rotos.
—Podemos hablar —dije, finalmente.
Él asintió y se sentó frente a mí, en la silla que Aldana usaba para leerle cuentos a Amar. Qué ironía.
—No vine a pelear —dijo.
—Yo tampoco. Pero no voy a fingir que esto es fácil.
Ander bajó la mirada. Por primera vez, parecía vulnerable. Y eso me dio rabia. Porque yo había visto a Aldana llorar por él. Había visto cómo se rompía cada vez que lo recordaba. Y ahora él venía con esa cara de arrepentido, como si eso bastara.
—¿Por qué no quisiste saber? —pregunté—. Cuando tu madre te llamó, cuando te dijo que Aldana estaba viva… ¿por qué cortaste?
—Me estaban grabando —respondió, sin levantar la voz—. Si decía algo, si mostraba emoción, podían usarlo en mi contra. Jazmín estaba cerca. Siempre lo estuvo.
—¿Y eso justifica que no supieras que tenías una hija?
Ander cerró los ojos. No respondió. El silencio era su escudo.
—Yo estuve aquí —continué—. Cuando Aldana vomitaba cada mañana. Cuando lloraba sin saber si tú estabas vivo o muerto. Cuando Amar nació y no había nadie más que ella y yo. Yo estuve.
Ander apretó los puños. Su mandíbula se tensó. Pero no dijo nada.
—¿Sabes lo que es ver a una niña crecer sin saber quién es su padre? ¿Sabes lo que es que te mire y te diga “papá” sin saber que tú no lo eres?
—No lo sabía —susurró.
—¡Claro que no lo sabías! Porque te fuiste. Porque decidiste que era mejor desaparecer que enfrentar lo que venía.
Me levanté. No podía seguir sentado. La rabia me quemaba el pecho.
—Y ahora vuelves. Con tu cara de culpa. Con tus ojos rotos. ¿Y qué esperas? ¿Que Aldana te abrace? ¿Que Amar te diga “papá”? ¿Que yo me haga a un lado?
Ander se levantó también. Nos miramos. Dos hombres rotos por la misma mujer. Por la misma niña.
—No espero nada —dijo—. Solo quiero conocerla. Saber quién es. Estar cerca.
—¿Y crees que eso es justo?
—No —admitió—. Pero no vine por justicia. Vine por ella.
El silencio volvió. Esta vez más denso. Más cruel.
—Yo fui el que se quedó —dije, finalmente.
Ander no respondió. Solo bajó la mirada. Y en ese gesto, entendí que lo sabía. Que lo aceptaba. Que no podía cambiarlo.
Me senté de nuevo. El peso de las palabras me había dejado sin fuerzas.
—No sé qué va a decidir Aldana —dije—. Pero yo no me voy a ir. No voy a dejarla. No voy a dejar a Amar. Y no voy a dejar que tú aparezcas como si nada.
Ander asintió. No discutió. No peleó. Solo se quedó allí, como si el mundo se le hubiera caído encima.
—¿Sabes qué es lo peor? —pregunté—. Que Amar te va a querer. Porque eres su padre. Porque tiene tu sonrisa. Y yo voy a tener que verla correr hacia ti. Y fingir que no me duele.
—No tienes que fingir —dijo—. Yo tampoco sé cómo manejar esto.
—Entonces no lo manejes. Solo quédate lejos.
Ander se giró hacia la puerta. Pero no se fue.
—No puedo —dijo—. No después de saber que existe.
Y yo lo entendí. Porque yo tampoco podía irme. Porque ella también era mía. No por sangre, sino por amor.
Aldana entró en ese momento. Nos miró a los dos. Supo que habíamos hablado. Supo que no había gritos, pero sí heridas.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Sí —respondimos al mismo tiempo.
Ella asintió. Se acercó a Amar, que despertaba en su cuna. La niña la abrazó. Luego miró a Marco. Corrió hacia él.
—¡Papá!
Ander se quedó quieto. No dijo nada. No se movió. Solo observó.
Y yo la abracé. Porque en ese momento, ella era mía. Porque en ese momento, él entendió lo que había perdido.
Aldana
El parque estaba tranquilo, pero mi mente no. Caminaba al lado de Carla, intentando que el aire fresco me ayudara a ordenar las ideas. No funcionaba. Cada paso que daba me alejaba de la casa, pero no del caos que había dentro de mí.
—¿Estás segura de que quieres hablar con los dos? —preguntó Carla, con la mirada fija en el sendero.
—Ya lo hice —respondí—. Pero no sé si eso me dio paz o más confusión.
Carla asintió, pero su expresión cambió. Se notaba inquieta, como si algo más la preocupara.
—¿Y tú? ¿Todo bien con Alarick?
Ella dudó. Se detuvo junto a un banco de madera y se sentó, cruzando los brazos.
—No sé. Está raro. Más callado que de costumbre. Me dice que está bien, pero lo siento distante. Como si estuviera cargando algo que no puede contarme.
Me senté a su lado, sintiendo el peso de nuestras vidas sobre los hombros.
—¿Crees que tenga que ver con la mafia?
—No lo sé. Pero desde que Ander volvió, Alarick está más tenso. Me dijo que hay cosas que no puede decirme, que es por mi seguridad. Pero eso no me tranquiliza. Me asusta.
Guardamos silencio unos segundos. El viento movía las hojas de los árboles, y por un momento, sentí que algo nos observaba. No era paranoia. Era instinto.
—Carla… —dije en voz baja—. Jazmín volvió.
Ella me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué?
—No la he visto directamente, pero Ander me lo dijo. Y yo lo siento. Como si estuviera cerca. Como si no se hubiera ido nunca.
Carla se puso de pie de inmediato. Miró a su alrededor, como si esperara verla salir de entre los arbustos.
—¿Sientes eso? —preguntó.
—Sí. Como si alguien nos estuviera mirando.
No había nadie visible, pero la sensación era real. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—Vámonos —dije, poniéndome de pie—. Amar está en casa. No quiero que pase nada.
Caminamos rápido, en silencio. Al llegar, Carla abrió la puerta con manos temblorosas. Entramos juntas, y lo primero que escuchamos fue el murmullo de voces.
Marco y Ander estaban allí. De pie. Frente a frente. El aire estaba cargado. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
—¿Todo bien? —pregunté, rompiendo el momento.
—Sí —respondieron los dos al mismo tiempo.
Me acerqué a Amar, que estaba despierta en su cuna. Me abrazó con fuerza, como si hubiera sentido mi ausencia. Luego miró a Marco. Corrió hacia él.
—¡Papá!
Ander se quedó quieto. No dijo nada. No se movió. Solo observó.
Y yo sentí pena, porque sin duda y sin querer, nos habíamos hecho daño.