Me encontraba trabajando en la empacadora, como todos los días. El sol apenas comenzaba a ocultarse, pero el calor seguía pegajoso, impregnando el aire con el olor salado del pescado y el ruido constante de las máquinas. Este lugar, propiedad de la familia Montreal, es prácticamente el corazón del pueblo. Ellos son dueños de media isla, ricos como nadie más aquí podría imaginar, y ahora planean expandir no sé qué cosa. Lo único que sé es que han traído arquitectos y trabajadores de la ciudad, algo que tiene a todo el mundo hablando.
—¿Te imaginas lo que debe ser vivir como ellos? —me dijo Ericka, mi mejor amiga, mientras colocábamos las etiquetas en las cajas.
Ericka es una castaña de ojos grandes y cafés, con una belleza que siempre atrae miradas. Es como mi hermana, la persona con la que puedo hablar de todo y reírme hasta que me duela el estómago.
—Seguro ni se preocupan por cosas como pagar las cuentas o si el pescado se vende bien esta semana —respondí, encogiéndome de hombros.
—Pues claro que no, Marlene. Para ellos, nosotros somos como estas cajas: útiles, pero reemplazables —bromeó, aunque en su tono había algo de verdad.
Reí, intentando ignorar el leve amargor en sus palabras. Ericka siempre ha sido más directa que yo, más realista, pero es parte de lo que la hace ser quien es.
—Oye, hablando de otra cosa —dijo, cambiando de tema rápidamente—. ¿Cómo van las cosas con Rodrigo?
Levanté la vista, sorprendida por la pregunta.
—Bien, supongo. Ya sabes cómo es, siempre insistiendo en casarnos.
Ericka soltó una risita breve y volvió a concentrarse en su trabajo.
—Es un buen chico, Marlene. No sabes lo afortunada que eres de que alguien como él te quiera.
—Lo sé —respondí, aunque sentí que sus palabras escondían algo más. Siempre lo hacían cuando hablaba de Rodrigo. Pero nunca pensé mucho en ello. Después de todo, ella es mi mejor amiga.
—Yo en tu lugar no dudaría ni un segundo —añadió, sin mirarme esta vez, y su voz sonaba más baja, casi un susurro.
Me encogí de hombros, sin notar cómo sus ojos se endurecían por un momento. Para mí, Ericka siempre ha sido mi confidente, la persona que me apoya sin importar qué. Pero nunca vi cómo, detrás de su sonrisa, se escondía algo más que amistad. Un deseo que ella misma se encargaba de disimular, pero que estaba ahí, creciendo en silencio. Y yo, ingenua como siempre, no lo notaba.
—Pues sí, Rodrigo es maravilloso —dije finalmente, sonriendo—. Pero a veces siento que no me entiende del todo.
Ericka no respondió. En su lugar, soltó una risa suave, como si supiera algo que yo no sabía.
Cuando terminamos de trabajar, Ericka y yo bajábamos juntas por la rampa de la empacadora. Era la misma rutina de siempre: las risas de los compañeros, el crujir de las cajas vacías apiladas, y el sol escondiéndose tras las montañas. Sin embargo, algo diferente llamó nuestra atención esta vez.
A unos metros de la entrada, el señor Emilio Montreal estaba conversando con un joven. Emilio, como siempre, lucía impecable con su camisa blanca y su actitud correcta. De los dos hermanos Montreal, él siempre había sido el más respetado y querido por todos. A diferencia de Mario, su hermano menor, que se la pasaba acosando a las empleadas y evadiendo responsabilidades.
Ericka me dio un codazo, interrumpiendo mis pensamientos.
—Marlene, mira a ese muñeco —me susurró con una sonrisa pícara.
Fruncí el ceño, siguiéndole la mirada. El joven que estaba con Emilio era alto, de cabello castaño oscuro cuidadosamente peinado, y su porte lo hacía destacar. Llevaba una camisa celeste arremangada y un plano enrollado bajo el brazo.
—¿Quién es? —pregunté, intrigada.
—Escuché que es el nuevo arquitecto —dijo Ericka, casi emocionada—. Se llama Cristóbal Cáceres. ¿Y sabes qué? No deja de mirarte.
—¡Ay, Ericka! —Reí fuerte, aunque no pude evitar sentirme ligeramente incómoda al notar cómo el joven efectivamente mantenía la vista en mi dirección.
—Es en serio, Marlene. ¡Te está devorando con los ojos! —añadió, aguantando la risa mientras me daba otro codazo.
—Vamos, Ericka. No empieces —le dije, tomándola del brazo y tirando de ella para que siguiéramos nuestro camino.
Ella continuó riéndose mientras caminábamos hacia la salida. Aunque intenté ignorar el comentario, una pequeña chispa de curiosidad se quedó encendida en mi interior. ¿Quién era Cristóbal Cáceres y por qué me miraba de esa manera?