II

2154 Palabras
La joven volvió a servirle un poco más de té y Duncan lo bebió de un sorbo, feliz de que su regalo se expresara de alguna forma. —En los papeles que te confirman como mi…protegida, dice que te llamas Meilin… —Mei Lin —lo corrigió ella de inmediato. Él se incorporó y la saludo respetuosamente con una inclinación. —Bienvenida a mi casa, señorita Mei Lin —le dijo—. Duncan Collingwood, Vizconde Millward, a su servicio. Ella le correspondió con la gracia de una rosa inglesa y a él le agradó tanto su elegancia y refinamiento, que le fue difícil creer que su regalo provenía de un prostíbulo en Limehause o de un buque mercante procedente de China. —Me encantaría que pudieras hablar inglés y que comprendieras mis palabras, pero tengo que admitir, que es un alivio que no sepas cuanto me gustas —le dijo Duncan, regresando al asiento—. Ante ti debo parecer un niño goloso que se babea frente al caramelo que tanto ha deseado. La joven volvió a murmurar algo en mandarín y le acercó la bandeja con galletas y pasteles de frutas. —¿No eres solo china, ¿verdad? —la interrogó, consciente de que no recibiría respuesta—. En tus divinos rasgos percibo algo inglés, como si fueras la gloriosa mezcla de nuestras razas. Mi amigo William Salvin me retaría a duelo si me escuchara decir semejante salvajismo, pero aunque no apruebo la explotación de culturas menos avanzadas que la nuestra, debo aceptar que el resultado de dicha unión, es tan deseable y exquisito que casi siento ganas de vender mis propiedades y marcharme hacia China mañana. Ella abandonó si asiento como si obedeciera órdenes y empezó a rebuscar entre la ropa del noble para ordenarla sobre la cama. —No es necesario. La joven ni siquiera miró al hombre mientras se ocupaba de arreglar cada detalle y cuando el llamado a la puerta avisó de la llegada de la señora Williams, ya los preparativos para el baño habían sido cumplidos a la perfección. El vizconde permitió la entrada de su ama de llaves y la anciana se quedó sin palabras, incapaz de dar otro paso o de expresar su opinión. —Es como una de esas figurillas que guarda en su salón privado —masculló al fin la señora Williams. —Su nombre es Mei Lin—la presentó él. La anciana reverenció a la muchacha como si se tratara de la mismísima reina Victoria y para su asombro, fue correspondida. —La Condesa habría enloquecido al ver una cabellera tan esplendida como esa —comentó la anciana. —Pero esta magnífica joya oriental no compensará los problemas que mi padre me ha legado, señora Williams, así que le suplico que ponga sus esfuerzos en preparar nuestra partida hacia Starlight place. —Como usted lo desee, milord —le respondió la anciana, recuperando su actitud adusta. El ama de llaves hizo entrega de algunas prendas y objetos de tocador para la invitada, ayudó al vizconde a acomodar la inmensa bañera de porcelana y entre los dos la llenaron con agua tibia y perfumada. Él quiso pedirle a la señora Williams que se quedara para asistir a la joven en su baño, pero la anciana no se detuvo hasta llegar a la puerta. —Si me necesita milord, tendrá que esperar a que concluya mis negociaciones con los guardias que he mandado a llamar para estudiar el posible contrato y también tengo que recibir a los proveedores de comida, pagar al carnicero, arrendar a los cocheros que nos ayudarán en el traslado hacía Starlight place y debo recibir a la asistenta de la modista Sabine Le Blanc, que me traerá algunas prendas para la invitada. —No es apropiado que yo asista a esta señorita en el baño. La señora Williams no supo que decir. Él acababa de pasar la noche con ella prácticamente desnudo y la mantenía en su alcoba…no tenía mucho sentido conservar las formalidades en ese momento. —Milord, tampoco es apropiado dejar esperando al servicio y menos cuando hemos sido nosotros quienes les han convocado. Duncan no pudo retenerla. La señora Williams se despidió respetuosamente y los dejó a solas, con el humo de la bañera calentando la alcoba y haciéndolos sudar un poco. La jovencita recogió el servicio de mesa, dejándolo frente a la puerta y fue a acomodar las toallas y el jabón junto a la bañera. —Nunca he asistido a una mujer en estos temas…—admitió el vizconde. Ella fue a tomar la camisa del hombre con sus manos y tiró suavemente, dándole a entender que deseaba desnudarlo. —Oh, no, no —la detuvo él—. El baño es para ti. Creo que me iré para darte un poco de intimidad y… Mei Lin comprendió que él no pretendía bañarse y por gesto que le hizo, confirmó que todas esas atenciones eran para ella. La expresión contrariada de la muchacha le cortó las palabras al hombre y antes de que pudiera evitarlo, ella se desnudó, para ir directamente hacía la bañera. —¡Por la virgen y todos los santos! —exclamó el hombre, dándole la espalda. Esperó unos minutos y le acercó la bandejita de plata con los jabones, esponjas y el cepillo. No había podido evitar mirarla. Era demasiado hermosa, apetecible. Ahora le temblaban las piernas y deseaba dejar a un lado la caballerosidad y el buen sentido para saltar sobre ella y besarla, pero se contuvo. Respiró pausadamente, apretó los puños al lado del cuerpo e intentó alejar de su pensamiento aquellas curvas. Creyó que ya lo había conseguido y se descubrió regresando a los detalles de esa belleza que lo hicieron sentir tonto y a la vez afortunado. Ella no era como las mujeres inglesas, ni siquiera como las prostitutas chinas que conocía. Llevaba el cuerpo perfectamente depilado y entre sus piernas solo relucía la palidez sonrosada de su femineidad. —No he compartido antes semejante intimidad con una mujer —insistió él—. Mis amantes han sido cosa de poco tiempo, simples divertimentos y con mi madre no pasé más de un par de horas en cada visita. El Vizconde se volteó para mirarla y ella luchaba contra el peso de su cabello mojado, que apenas cabía dentro de la bañera. —La señora Williams no debió retirarse. Él fue a ponerse de rodillas junto a ella para aguantarle el cabello con una mano y acercarle el aguamanil con la otra. —Eres mi responsabilidad, Mei Lin, y estoy en deuda contigo, por haber sido culpable del mal trato que has sufrido, así que te suplico que tomes mis atenciones como una retribución y no como atrevimiento. La muchacha enjabonó su cabello cuidadosamente y le tomó más de lo que él era capaz de aguantar en esa posición tan incomoda, pero le encantó que la vergüenza o el pudor no le impidieran a su regalo continuar con aquel inesperado ritual. —Estás a salvo conmigo —insistió el vizconde—. Soy un caballero. Ella no lo comprendía, pero él volvió a repetir las mismas palabras hasta casi convencerse de lo que decía. Mei Lin tomó la esponja y comenzó a frotar sus piernas, dejando que su cabellera se acomodara en el suelo frente a él. —Permite ayudarte. Duncan le arrebató la esponja y la frotó sobre la espalda de la mujer, que se inclinó para abrazar sus rodillas y permitirle limpiarla. Ella no alcanzaba a ver el sufrimiento de su protector, porque él había cerrado los ojos en medio del masaje y se mordió los labios. —No sé si moriré primero por la vergüenza o por esta terrible erección que me… La muchacha estornudó ruidosamente, haciéndole comprender que tenía demasiado jabón en el cabello y el vizconde se apuró en ayudarla a enjuagarse. Mojaron toda la alfombra de la alcoba y el agua ya empezaba a enfriarse. —Tus labios me dan hambre con solo mirarlos —le dijo, agradecido de que ella no lo comprendiera— y tienes los pezones más hermosos que jamás he visto. Rosados, pálidos, parecen perfectos para mi boca. Quisiera morderlos a apretarte contra mi hasta que sea yo quien termine hablando mandarín. Él fue en busca de más toallas para secarle el cabello, pero desistió al notar que no sabía cómo proceder sin provocarle un enredo considerable. La dejó que abandonara la bañera y se volteó de espaldas otra vez, rogando por no parecer demasiado nervioso o infantil. —Soy un caballero —repitió—. No porque la reina Victoria me nombrara como tal cuando gané las regatas de Oxford, ni porque mi padre naciera con un título destinado a su familia, sino porque inexplicablemente no comparto su inmoralidad y falta de principios. Ella habló muy despacio y en un tono bajo. El Vizconde no comprendió ni una sola palabra, pero al girarse ya estaba vestida con una bata de lino blanco y se trenzaba el cabello mojado para que no le impidiera caminar. Él quiso recoger un poco el desorden y Mei Lin se lo impidió al detenerse a solo unos centímetros, para deslizar sus dedos sobre el pecho del hombre y sacarle la camisa, que dejó caer al suelo. La muchacha se veía agradecida y calmada, pero él estaba a punto de explotar, cuando la dejó que lo llevara a la bañera para bajarle los pantalones de lino y pedirle con un suave empujón que entrara al agua. Duncan obedeció. Tapándose con las manos su entrepierna y mirando fijamente hacia la pared, para evitar que los ojos de la muchacha lo hicieran titubear. —El empapelado de estas paredes es horrible —dijo él—, te mereces una alcoba forrada de seda y con mejor iluminación. Tantos pájaros revoloteando entre ramas de un tono oscuro, parece que en vez de los aposentos de una dama estemos en el ataúd de una solterona. El Vizconde sacudió la cabeza. No hacía más que soltar incoherencias por la vergüenza y los nervios. ¿Qué le estaba pasando? Él era un guerrero, un caballero ilustre, un hombre admirado y capaz de darle placer a cualquier mujer. ¿Por qué una simple jovencita china lo ponía en semejante estado? Mei Lin tomó la esponja perfumada y arrodillándose junto a su señor, le frotó el pecho, los hombros y el abdomen. —Espero que mi erección no te ofenda —balbuceó él, sin apartar los ojos de la pared e intentando permanecer sereno—. Por lo visto soy un adolescente tonto e incapaz de controlarse. El agua aún estaba tibia, pero a ella pareció no agradarle y fue en busca del aguamanil del cual aún escapaba el humo. Vertió un poco más en la bañera y empapó varias toallas. Duncan quiso advertirle que no era necesario, pero ella las colocó sobre su rostro, impidiéndole verla. —Supongo que así lo hacen en china —dijo él. Mei Lin no le contestó. El vizconde pudo sentir como la muchacha preparaba los implementos para el afeitado y batía la crema de jabón con la brocha. Luego se esmeró limpiando los dedos de sus manos y él saltó muy sorprendido cuando le cepilló los pies, para a continuación masajearle las piernas. Ella finalmente le retiró las toallas del rostro y le acarició las mejillas, para comprobar la ternura de la piel y su tibieza. Duncan no sabía que decirle, así que prefirió mantener el silencio y deleitarse observado como aquella diosa de rasgos perfectos hacía cada movimiento con la gracia de una bailarina. Le aplicó la crema de jabón y sus ojos bendecidos por un verdor esplendido centellaron al sacar la navaja. Él sintió su indecisión, pero la dejó continuar. Nunca antes había imaginado que una hoja afilada sobre su rostro podía llegar a ser tan erótica. Le gustó el sonido del bello al ser cortado y el reflejo de la navaja en las pupilas de la mujer, cuyo pulso no tembló mientras duró el afeitado. Esa había sido una atención especial. Un lujo que cualquier caballero no podía permitirse. Mei Lin le enjuagó el rostro. Volvió a verter agua tibia sobre el cuerpo del hombre y fue en busca de las toallas para secarlo. Duncan salió de la bañera y se cubrió rápidamente con su bata de dormir. Seguía tan nervioso como antes del baño, aunque ahora comprendía que ella no estaba temerosa por la intimidad compartida. Entre los dos se ocuparon de recoger un poco el desastre en que habían convertido la alcoba. —Un poco de ropa sobre tu cuerpo de sirena me hará más fácil la tarea de mantener mis ojos apartados de ti —comentó en un murmullo. Mei Lin se inclinó en señal de respeto y al elevar su rostro precioso, le regaló una tímida sonrisa que compensó el sufrimiento del hombre.
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