III

5000 Palabras
El vizconde pasó la tarde en la biblioteca. Eran demasiados los papeles que debía estudiar y con cada nuevo descubrimiento, su trabajo se hacía más difícil. El Conde tenía tantas revistas con mujeres de hermosas cabelleras y montones de invitaciones a eventos indignos para su condición de noble, que le tomó un par de horas llegar a los asuntos realmente importantes. Clasificó los montones en cartas de amenazas, deudas a pagar, gastos que justificar y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no maldecir a su padre al ver los seguros que pagó para el préstamo de las joyas familiares a hombres y mujeres desconocidos. ¿Qué tan ruin podía ser el criminal que lo engendró? ¿Cómo fue capaz de tantas mezquindades? El bulto de pagos a actores, prostitutas y médicos de dudosa reputación pronto superó a los de varios acreedores y cuando la señora Williams entró a la biblioteca para ofrecerle un poco de jugo, tuvo de inmediato la certeza de que su señor necesitaba algo más fuerte. Le sirvió una copa de vino y él la aceptó sin apartar los ojos de los papeles. —Milord debe saber que ya le he servido la cena a su invitada. —Mi invitada fue un regalo muy caro —le dijo él, ofreciéndole el recibo de semejante “transacción”. —El conde nunca escatimó en nada. —Retiró todo nuestro patrimonio del banco y su abogado le hizo llegar esta carta de agradecimiento por tantos negocios exitosos realizados en conjunto —le contó Duncan—, y le ruega que muera pronto para que no revele sus secretos, especialmente ahora que ambos han decidido viajar a América. La señora Williams no se sentía cómoda discutiendo temas personales con su Lord, pero sentía deseos de abrazar a ese jovencito huérfano de madre y víctima de un padre atroz. —Es una bendición que milord cuente con una fortuna propia y con la de su difunta madre y no dependa de nada relacionado con el Conde —se atrevió a decir ella, rellenándole la copa de vino. —No es la fortuna lo que me preocupa, sino las deudas morales —le contestó él—. Son muchos los que desean vengarse de mi padre por sus crímenes y no son precisamente conocidos por sus naturalezas gentiles. También me atormenta el hecho de que la invitada sufra las consecuencias de su llegada a mi vida en un momento como este. —Ella se sentirá agradecida por tenerlo a usted como su protector. —No sé qué hacer con ella —admitió Duncan, intercambiándole la botella por la copa. —Es una jovencita encantadora —le dijo la señora Williams—. Nunca en mi vida había visto a una criatura tan hermosa y delicada. Estoy segura de que a milord le agrada y no veo mal que comparta su tiempo con ella y la ayude a aprender nuestras costumbres. No es…digamos, un ideal adecuado para esposa, al menos no en esta sociedad, pero estoy convencida de que le irá mejor como su protegida que en manos de hombres como el Conde o sus amigos. Duncan no supo que contestarle. Se empinó la botella sin recato alguno y para su sorpresa, la señora Williams bebió de la copa. —En cualquier caso, esa joven ya es su responsabilidad. —Es mi intención mantenerla a salvo y feliz —le dijo él—. Descubriremos cuando venga el traductor si desea quedarse a mi lado o regresar a su hogar. La señora terminó de beber y recogió la botella que él le ofreció con la expresión endurecida por la preocupación. —Por eso me mantengo a su servicio, milord, porque usted solo heredó del Conde el nombre y las deudas. —Se lo agradezco, señora Williams —le respondió Duncan. Ambos compartieron una sonrisa de agradecimiento y la mujer se retiró para dejarlo sumergido de nuevo en aquellos papeles que amenazaban con quitarle la respiración con cada nueva sorpresa. Era agotador aceptar los errores del padre, pero en momentos de absoluta tranquilidad, Duncan recordaba a su madre y a su prometida. Había estado tan ensimismado con la belleza de su regalo que ahora se sentía culpable por pensar en el placer, cuando hacía tan poco de la muerte de las dos mujeres que hasta ese momento fueron las más importantes de su vida. La Condesa nunca fue maternal con él. Había estado orgullosa de su hijo por los increíbles logros que obtuvo en Oxford y por encumbrar el apellido familiar al ser nombrado caballero por la joven reina Victoria, pero nunca mostró otro afecto por él que no fueran los obligados por la etiqueta y las buenas costumbres. En cambio, su prometida, la hermosa y dulce Charlotte Bannister, su prima querida, había sido siempre cariñosa y gentil. Se preocupaba por sus necesidades y era atenta. Sus suegros, desgraciadamente también fallecidos, fueron los padres que conoció en los momentos de enfermedad o celebración, los que le hicieron compañía y regalos que cualquier hijo hubiera soñado. Ahora solo le quedaba su prima Lessia, hermana menor de Charlotte y una aventurera divertida que se enteró del accidente en medio de su viaje por Egipto y a quien Duncan debió informar, para completar la tortura de perder a las únicas personas que le demostraron amor. Sin poder concentrarse en los papeles, Duncan abandonó la biblioteca y fue hasta su alcoba. No sabía que decirle a Mei Lin y hasta consideró la posibilidad de irse a dormir a otra estancia, pero tenía demasiadas ganas de verla y sabía que su dulzura le traería un poco de tranquilidad. Abrió la puerta muy despacio y el silencio lo animó a continuar. Buscó con la mirada y encontró la mesa servida, pero ninguno de los platos había sido tocado y solo una copa mostraba rastros de lo que parecía jugo. Ella estaba acostada, hecha un nido con sus interminables cabellos negros, la seda de su bata y el lino de las sábanas. Dormía plácidamente, respirando con profundidad y calma. El Vizconde advirtió que Mei Lin había preparado la ropa de cama para él, porque de haberlo hecho la señora Williams, no estaría colocada de esa forma y sobre el mueble junto a la ventana. Duncan dudó entre sentarse a beber y continuar observándola o echarse a su lado, pero antes de justificarse, ya se encontraba tendido frente a Mei Lin aspirando su aliento. Casi se queda dormido antes de tomar uno de los almohadones y ponerlo entre ellos. No quería despertarla con su erección y mucho menos que ella se asustara creyendo que él estaba allí para exigirle sus derechos como su protector. La muchacha fue la primera en despertar y tal y como el Vizconde había temido, se sobresaltó al encontrarlo a su lado. Se tiró de la cama a toda prisa y fue a pararse en una esquina de la alcoba con la cabeza baja y las manos unidas frente al cuerpo. Duncan la siguió y ella le mostró respeto inclinándose. —Buenos días, señorita Mei Lin —la saludó, devolviéndole la inclinación, pero como un caballero un inglés—. Espero que haya descansado tan bien como yo. No recuerdo cuando fue la última vez que dormí tan plácidamente. Me temo que puede que hasta haya roncado un poco. Le ofrezco mis disculpas si la importuné de ese modo. También creo que tendremos que cambiar las mantas. Verá, su aroma natural ha sido una tortura para mí. Creí que iba a abrirle un hueco al colchón en cualquier momento, pero en lugar de eso, tomaré un buen baño. Ella le sonrió tímidamente, era un encanto de jovencita y a pesar de la vergüenza que sentía, le divirtió algo en la expresión del hombre. El Vizconde buscó entre las ropas que dejó para ella la señora William y la ayudó a cubrirse con una sobre bata de satén perlado. Le acomodó el cabello, disfrutando del roce ocasional con la joven y de su actitud serena. —Ahora me dispondré a prepararle el desayuno, mi querida invitada —le dijo—. Supongo que, si la señora Williams no ha venido con él, es porque no se encuentra disponible y en ese caso me corresponde atender nuestras necesidades. Te dejaré para que tengas un poco de privacidad mientras… Él cerró la boca al ver que ella lo seguía hasta la puerta. —Puedes esperar aquí. Mei Lin bajó la cabeza y en cuanto el Vizconde dio un paso, lo imitó. —Bien, ese caso, por favor acompáñame. Le hizo un gesto para que tomara la delantera, pero ella volvió a negar. —Cierto, no sabes llegar a la cocina por ti sola. Como no tenía forma de explicarse mejor, decidió echar a andar y se volteaba por segundos para asegurarse de que la muchacha lo seguía. Se hizo gracioso, casi un juego. Él volteaba el rostro para mirarla y ella bajaba la cabeza, pero sonreía. El Vizconde apuró el paso y ella le correspondió, casi sonrojándose y al llegar a las escaleras, él le ofreció la mano para ayudarla a descender con cuidado. El tacto de su piel fue maravilloso. —Tocarte es como acariciar la seda —le confesó Duncan—, solo me imagino como serán de dulce tus labios… El Vizconde casi tropieza y ella hizo un gran esfuerzo para no reír. —Cada vez que sonríes siento deseos de buscar todas las joyas de la familia y ponerlas a tus pies —le dijo en un murmullo —, creo que ya no podré burlarme jamás de mis amigos enloquecidos por sus amantes. Duncan no soltó su mano y juntos entraron a las cocinas. La señora Williams no estaba, pero encima de la mesa estaban servidas dos bandejas bien aprovisionadas y él fue a tomar la tetera que permanecía cerca del horno para guardar el calor. —Sígueme, desayunaremos entre las flores. Ella obedeció tras farfullar algo en mandarín que a él le pareció gracioso. El Vizconde sirvió el desayuno sobre una mesita de té en el centro del invernadero, pero contrario a lo que esperaba, no había flores. Desde la muerte de su madre y de Charlotte, nadie se había ocupado de la preciada colección de rosas y orquídeas de la Condesa. —Es una pena que no pudieras disfrutar de la belleza de este jardín, pero te prometo que en Starlight place tendrás todas las flores que mereces. Mei Lin se apuró en servirle el té y ofrecérselo con las dos manos, en señal de respeto. Él hizo lo mismo por ella y bebieron en silencio. —No comiste nada anoche. ¿No es de tu gusto la comida inglesa? Ella lo miró extrañada, intentando comprender lo que decía. Duncan tomó un trozo de pastel y lo mordió, para luego ofrecerle otro a su invitada. —Pruébalos, están deliciosos —la incitó. Mei Lin se sonrojó visiblemente, pero no aceptó el pastel, en cambio, con sus finos dedos alcanzó una tajada muy fina de manzana verde que servía de ornamento base para las uvas confitadas. —¡Ahhhhh! —exclamó Duncan, en actitud casi infantil—. Cierto, muchos chinos no comen carne ni siquiera en los pasteles…solo frutas y vegetales. Él hizo una mueca al imaginarse sobreviviendo solo con esa dieta y ella casi se echa a reír, pero se contuvo, llevándose la mano a los labios y ocultando su hermoso rostro bajo la cortina de cabellos negros. —Eres un deleite para mis ojos —admitió el vizconde —, si tan solo supiera que tu alma es tan bella como tu cuerpo. Si estuvieras lejos de las frivolidades que tantas mujeres inglesas padecen…te pediría ahora mismo que fueras mi esposa. Mei Lin se apuró en servirle un poco más de té y él se lo agradeció con un gesto, para luego hacer lo mismo por ella. —Me siento mal por pensar así, cuando hace tan poco que sepulté a mi prometida, pero Charlotte era para mí solo una amiga, una compañera de juegos. Nos amábamos como primos y yo deseaba asegurarle a ella un futuro libre de los maltratos de algún esposo noble que sus padres escogieran para ella —le contó él—. Probablemente nunca hubiéramos tenido hijos. No me creía capaz de tener con Charlotte esa clase de…intimidad. La muchacha bebió de su taza y la devolvió a la mesa, murmurando algunas palabras que para él solo fueron sonidos divertidos. —Ven conmigo. Duncan la tomó de la mano y la obligó a seguirlo. Fue directo hasta la biblioteca y empezó a rebuscar en los anaqueles. No fue fácil encontrar los libros de historia, porque su padre no respetaba el orden precisamente, pero después de un rato aparecieron algunas novelas, poemarios y una recopilación de frases de sabios de la antigüedad. —¿Reconoces alguno? Ella estrechó contra su pecho un ejemplar de El arte de la guerra y eso le arrancó una carcajada al Vizconde. —Es uno de mis preferidos —admitió Duncan—. Su sabiduría es tan irrebatible que se puede aplicar en la vida común tanto como en un campo de batalla. Mei Lin le contestó con una sonrisa y dejó a un lado el libro para tomar otro que hojeó emocionada antes de empezar a soltar un sinfín de frases en mandarín, muy excitadas, que a él le hicieron gracia. —¿Te gusta esa obra? —la interrogó—. ¿Cuál es? Duncan leyó la portada que ella le mostró y para su deleite se trataba de un poemario con las traducciones de los poemas del célebre Bai Juyi. Mei Lin le entregó el libro y fue a pararse junto a los anaqueles para elevar las mangas de su bata de seda. Bajó la cabeza y empezó a recitar los versos, moviendo su cuerpo cadenciosamente como si fuera las ramas de un sauce llorón. Duncan estaba encantado con la actitud y la gracia de la mujer que dio pasos alrededor de la biblioteca, soltando las palabras cargadas de emoción y le pareció estar en presencia de una revelación divina. Ella parecía verter lagrimas con cada nuevo verso y usaba su pelo para expresar la tristeza hasta que, al terminar el poema, quedó estrangulada con su propia belleza. —¡La hermosa concubina! —exclamó el vizconde, comprendiendo al fin de que se trataba el poema—. ¡Lo recuerdo! Esta es la obra que narra cómo fue ejecutada la concubina más hermosa del emperador. Los soldados fueron quienes exigieron su muerte. Ella abandonó su pose dolida para sonreírle muy complacida. El joven conocía el poema y eso pareció agradarle tanto como un regalo. Con pasos cortos se acercó para devolverle el libro y Mei Lin bajó la mirada, quizás con un poco de vergüenza por el despliegue artístico que afloró tan precipitadamente. —Me agrada que conozcas a los grandes maestros y tu baile ha sido glorioso —le dijo él—. Tus modales son exquisitos. No creo que vengas de un prostíbulo. Debes ser la hija de una afectuosa familia que ahora te debe estar llorando. Ella apartó la mirada y tomó el libro para estrecharlo contra su cuerpo. —Tengo otros clásicos que sé que te gustarán —insistió Duncan, dándole la espalda para intentar alcanzar los libros en lo más alto de los anaqueles—. El romance de los tres reinos es fascinante y Sueño en el pabellón rojo me parece imprescindible para amar la cultura… Sin poder evitarlo, los libros empezaron a caer desde el último peldaño como una lluvia enérgica. Duncan los apartaba de ella con las manos y algunos se impactaron contra las mesas, los jarrones que adornaban las esquinas y tiraron por el suelo el tablero de ajedrez. El vizconde se abandonó la búsqueda para asegurarse de que su invitada no había sido golpeada, pero ella no se quejó y se dispuso a recoger el desastre. Entre los dos acomodaron los libros y Mei Lin fue hasta el tablero para colocar las piezas en sus respectivos lugares. —¿Sabes jugar? En la interrogante del noble había tanta sorpresa como regocijo, que consiguió arrancar una sonrisa perfecta en la mujer. Ella asintió tímidamente, colocando el ultimo peón. —Nunca imaginé que a las señoritas chinas les enseñaran este juego para caballeros —admitió él—. Creo que después de todo soy algo prejuicioso. Mei Lin tomó el tablero en sus manos con mucho cuidado y lo dejó sobre la mesa principal, justo frente a los papeles que tantas horas de sueño le robaron al vizconde. Ella se inclinó para recoger la copa vacía donde había estado bebiendo el vino y aspiró el aroma, dejando boquiabierto al muchacho, que la vio abandonar la biblioteca para regresar con una botella y dos copas. —Nos estamos comunicando muy bien, para hablar idiomas tan diferentes —comentó Duncan, sentándose frente al tablero e invitándola a corresponderle. Mei Lin obediente esperó a que él bebiera primero para darle un sorbo al vino. Las piezas eran magnificas; unas de oro, otras de plata y el labrado demostraba el excelente gusto del Conde por las artes más finas. Duncan habría escogido algo más sencillo, pero le motivó el brillo en los ojos esmeraldinos de su oponente. Con un gesto la incitó al dar el primer movimiento y ella negó con la cabeza, evidentemente nerviosa. Él tomó entonces la iniciativa. Sería generoso y la dejaría ganar para verla sonreír y ruborizase de esa forma tan seductora que cada vez se le hacía más irresistible. Ella le respondió, sin alzar la vista del tablero y pestañeando repetidamente. Luego se llevó la mano a los labios y sin darse cuenta mordisqueó su uña índice. Si, ella era víctima de los nervios y empezaría a sudar en cualquier momento. Duncan sostuvo su pieza en el aire, para ver como la oponente se impacientaba ante su indecisión y le divirtió más que nada el hecho de que la mujer fuera incapaz de controlarse y lo apremiara con el tamborileo de sus dedos sobre la mesa. El vizconde dejó la pieza al fin en su nueva posición y ella bebió un largo sorbo de vino para calmarse. Él siguió adentrándose en el terreno enemigo con gran acierto. Mei Lin movía enérgicamente las piernas en su asiento y se echó a un lado la extensa cabellera que insistía en entrometerse. —Creo que sabes bien lo que haces —admitió el vizconde al concentrarse un poco y descubrir que la partida no iba a su favor. Entonces ella hizo su último movimiento, el caballo venció las barreras enemigas y así de fácil, jaque mate. —¿Qué? —protestó Duncan—, ¿Cómo...? Mei Lin alzó su precioso rostro y sonrió satisfecha. Ella no había estado nerviosa, sino interpretando un papel bien estudiado. Se relajó en su asiento y bebió despacio para regodearse. Ahora Duncan volvió sobre sus últimos movimientos y la vergüenza lo hizo carcajearse. Ella realizó cada maniobra como defensa, fingía nerviosismo, duda, pero sus estrategias triunfaron sin discusión. Mei Lin le dijo algo en mandarín y él no supo que contestarle, así que la muchacha fue en busca del tomo de El arte de la guerra y señaló una frase en el capítulo cuatro: “La invencibilidad está en uno mismo, la vulnerabilidad en el adversario”. Las carcajadas del Vizconde contagiaron a su invitada y los dos celebraron la victoria sacudidos por la risa y el calor que el vino desplegaba por sus cuerpos. —Cuando mis amigos Salvin y Bradbury sepan que me ha vencido en el ajedrez una jovencita, mi vergüenza no tendrá fin. Me veré obligados a sobornarlos para que dejen de burlarse. Creo que no debí alardear tanto de mi talento. Él rellenó las copas y le pidió que lo siguiera. Mei Lin obedeció encantada y abandonaron la biblioteca para atravesar el salón, dejaron detrás el invernadero y fueron hasta un discreto gabinete. —Este es mi refugio. Aquí guardo mi preciada colección de arte oriental. El vizconde la incitó para que explorara y ella fue hacia una estantería donde grandes jarrones de porcelana china ostentaban coloridos dibujos y otros motivos de dragones en un azul precioso. En una mesita sobresalían varios instrumentos musicales que llamaron la atención de la muchacha, especialmente un laúd y dos arpas doradas. Luego le seguía un mostrador con más de doce bastones realmente imponentes. De empuñaduras plateadas, doradas, de marfil y destaca sobre los otros, un bastón estilo milord con el mango de jade tallado y que ocultaba una hoja toledana en su interior, para que también pudiera ser usado como espada en caso de que el caballero necesitara defenderse. Duncan tomó la pieza y la alzó, para compararla con los iris de su invitada. —Es increíble como esta piedra cobra vida en tus ojos —le dijo maravillado. Ella le agradeció con una sonrisa tímida y fue hasta el inmenso estante donde estaban colocadas en cada peldaño las graciosas figurillas de las bailarinas. La emoción de Mei Lin hizo reír al Vizconde. Ella daba saltitos y apuntaba a cada pieza, hablando siempre en ese idioma que para él era como jugar a decir locuras. Con gestos la muchacha le pidió permiso para tocarlas y aunque algo nervioso, él aceptó. Verla acomodarse el cabello para alzar sus manos y cambiar las figurillas de orden, fue todo un deleite. Ella parecía una niña disfrutando de sus muñecas y al terminar la labor, Duncan comprendió que sus piezas formaban una coreografía maravillosa. Mei Lin se apartó y comenzó a imitar las poses de las figuras, arrancando nuevas carcajadas a su protector. —¿Es una danza tradicional? —preguntó él—. ¿Ellas representan un baile? El Vizconde repitió algunos de los movimientos y posees, haciéndola reír también y Mei Lin asintió muy complacida. Unos toques discretos en la puerta interrumpieron a los bailarines y Duncan se apuró en saludar al señor Theodore Brown, el cochero, mayordomo, jardinero y guardia de Marble garden desde que el Conde decidió deshacerse del resto del servicio. —Milord, la señora Williams me ha enviado a escoltar al señor Liu Xiang para que le sirva de traductor —le dijo el mayordomo, inclinándose respetuosamente frente a Duncan. —Gracias señor Brown, ha llegado en el momento perfecto —le contestó—. Por favor, sea tan amable de conducirlo hasta el saloncito de té de mi madre. El señor se retiró para cumplir con la orden del muchacho y este empezó a buscar una forma de explicarle a Mei Lin que sería apropiado cambiar la vaporosa bata de seda por alguna otra indumentaria más formal. Después de meditarlo por algunos segundos, le dijo con gestos que lo esperara y fue en busca de uno de los abrigos de velarte que pertenecieron a su madre y que aguardaban en bolsas para ser donados a los orfanatos. Al entrar en el pequeño escondite de sus tesoros, Duncan descubrió que la muchacha sostenía una cajita de ébano con estampado de flores lacadas y los nervios casi lo hacen gritar. —Por favor, no veas su contenido—, le dijo, arrebatándole la caja para devolverla a su lugar en el estante. Él le entregó el abrigo y la miró con firmeza. Mei Lin comprendió al instante lo que ocurría y trató de componerse un poco trenzando su cabellera para mantenerla controlada y aferrándose a las solapas del abrigo, siguió los pasos de Duncan hacia el saloncito. El olor a humedad en aquella estancia fue más de lo que el muchacho esperaba, pero el mayordomo ya se estaba ocupando de correr un poco las cortinas. —Es un honor y un privilegio poder servirle —saludó al vizconde el hombrecito c***o de vestiduras grises y cabeza completamente afeitada. —Por favor, tome asiento, señor Liu Xiang. Al hombre le agradó que ese jovencito recordara su nombre con tan solo haberlo escuchado una sola vez y se sintió menos nervioso. Duncan le pidió a Mei Lin que también se sentara, pero como ella dudó, le tomó de las manos y ocupó un puesto junto a ella, frente al traductor. —Por favor, señor, dígale a mi invitada que me siento bendecido y honrado por su llegada a mi hogar y que le pido disculpas por las circunstancias que rodaron tan feliz evento. El c***o tradujo al instante las palabras del noble. Fue muy elocuente y Mei Lin bajó la cabeza apenada, antes de responderle. —La señorita le agradece su infinita generosidad y le ruega que le permita servirle en gratitud. Duncan no esperaba esas palabras. Deseaba que ella le dijera por voluntad propia de donde provenía y que calmara sus dudas. —¿Llegó desde China? La pregunta del Vizconde sorprendió al traductor, que se compuso rápidamente para transmitirle las palabras a la mujer. Ella habló bastante esta vez y el c***o asentía, con expresiones que ponían más ansioso al muchacho. —Su nombre es Mei Lin Woodgate, hija de una dama china y de Lord Woodgate —le reveló el traductor—. Ha recibido desde niña la educación de una señorita inglesa, pero en su natal China, hasta que su padre el honorable Rhys Woodgate falleció y entonces sus abuelos decidieron retirarle todas las pertenencias y el apoyo económico. Su madre también ha muerto y se encontraba en un colegio para señoritas cuando los hombres al servicio de su padre la sacaron por la fuerza para traerla a Londres. —Sabía que eras una dama —le dijo Duncan, mirándola a los ojos y llevándose sus manos a los labios para saludarla afectuosamente—. Te compensaré por el trato horrible que mi padre te impuso. Dime, ¿deseas regresar a China o prefieres que busque a tus abuelos para…? Me Lin lo interrumpió hablándole emocionada al traductor, que se llevaba un dedo al rostro para disimular la lagrima que le corría por la mejilla. —La señorita Woodgate insiste en que le asegure su agradecimiento y desea que milord sepa cuanto le gustaría permanecer a su servicio. —Por favor, asegúrele a la señorita que es mi más ferviente voluntad hacerla feliz y que no permitiré que vuelva a sentirse abandonada —le dijo Duncan, aferrándose a la mujer y conmovido por la emoción en los ojos de un verde intenso que lo miraban. Ella volvió a hablar, esta vez casi en un murmullo y el traductor se sonrojó visiblemente, pero no reveló sus palabras. Duncan se quedó esperando y el señor Brown decidió que ese era el momento perfecto para ofrecerle una taza de té a la señorita. Mei Lin bebió despacio, sosteniendo la tasa con ambas manos y respirando agitada. —La señorita me pide que…me pide que le asegure su devoción y que, no le importaría agradecer la generosidad de milord … Los tres hombres en el salón comprendían lo que Mei Lin acababa de decir sin necesidad de traducción. El señor Brown dio la espalda para recoger el desorden y volver a sacudir las cortinas, el c***o se aclaró la garganta y Duncan apretó aún más las manos de su protegida. Ella repitió algunas palabras y dijo otras en un tono tan dulce que parecía estar declamando. —La señorita Woodgate insiste en que desea quedarse a su servicio, que no quisiera regresar a China y mucho menos a un convento o a una escuela para señoritas. Prefiere ser la sirvienta de milord que recurrir al amparo de sus abuelos. —No la llevaré con sus abuelos ni la obligaré a abandonar mi hogar —le aclaró Duncan, pero mirándola a ella—. Mei Lin podrá quedarse bajo mi cuidado todo el tiempo que desee y es libre de cambiar esa situación cuando lo crea pertinente. El traductor hizo su trabajo y ella sonrió complacida, llevando las manos de su salvador a sus labios para acariciarlas en un beso tibio, que erizó todo el cuerpo del hombre. Duncan suspiró y avergonzado por lo que acaba de hacer, se apartó de ella. —El señor Brown se encargará de pagarle sus honorarios y darle las siguientes instrucciones. También me gustaría que repitiera los servicios y que le diera algunas clases a mi protegida, pero esta vez en Starlight place dentro de unos días —le dijo el Vizconde a Liu Xiang—. Cuento con su discreción, señor y le agradezco el excelente trabajo. —Será todo un honor milord —le agradeció el traductor, inclinándose respetuosamente para abandonar el saloncito. El señor Brown regresó al instante y aun Mei Lin no se movía de su asiento. —Milord, he traído algunas compras realizadas por la señora Williams y me he tomado la libertad de dejarlas en la alcoba de la señorita. —¿Cómo marcha la mudanza hacia Starlight place? —indagó el Vizconde—. ¿Ha contratado más ayuda? —La señora Williams se desempeña magníficamente sola, pero ya tiene entrevistados a ciertos lacayos, guardias, doncellas y un excelente cocinero francés. Los cocheros han cumplido con sus altas demandas y aunque le preocupa no estar de regreso para atender a milord antes de la cena, confía en que pronto todos los arreglos imprescindibles estén terminados. Ambos admiraban a la señora Williams y compartieron un asentimiento que sacó una sonrisa de los labios de Mei Lin. —Sea tan amable, señor Brown, de escoltar a mi protegida hasta su alcoba, para que pueda descansar y ver las compras. El mayordomo le indicó a la jovencita que lo siguiera y ella obedeció, no sin antes inclinarse respetuosamente ante el Vizconde. Duncan tenía mucho en que pensar, pero se deleitó observando los pasos rítmicos de la mujer, cuya cabellera se estaba liberando del amarre para rosarle los tobillos en cada paso y conformar lo que a la vista del muchacho parecía una procesión divina.
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