El Chico De Los Ojos Azules

1843 Palabras
CAPÍTULO DOS: EL CHICO DE LOS OJOS AZULES Avy Taylor. La tarde transcurre igual de ajetreada, pero esta vez somos cuatro camareros en la sala y dos personas detrás del mostrador. Esto genera menos presión, aunque de igual manera estamos en un constante ir y venir. Siento mis músculos tensos y el cuerpo me vibra por el esfuerzo, pero la adrenalina, como siempre, me mantiene activa. Miro el reloj de pared, sintiendo un ardor en la planta de los pies. «Solo falta una hora para terminar el turno», pensé con un suspiro mental, imaginando la gloriosa sensación de llegar a mi cama y dejarme caer sin ninguna restricción. Justo en ese momento, un chico aparece en el umbral de la puerta. Nicoll, que acababa de entrar, lo mira y le hace un coqueto y discreto guiño. Ruedo los ojos, conteniendo una sonrisa pícara, por sus insinuaciones descaradas. «No tiene remedio», pensé con algo de burla. «No puede ver a un hombre guapo porque enseguida se le nota que le echa el ojo». Pero, para mi sorpresa, su presencia también llama mi atención de inmediato. Es su olor, un perfume amaderado y fresco que inunda sutilmente el espacio cuando pasa a mi lado, un rastro cautivador que se queda flotando. También es su manera de vestir; lleva unos jeans perfectamente gastados y una chaqueta de cuero ligera que le confiere un aire genuino y desenfadado. Su personalidad, casual y tranquila, parece mostrar una simpatía natural. Se encamina y toma una mesa al fondo, ocupando el asiento con una elegancia despreocupada. Toma la carta y me dirijo hacia él para tomar su orden. Siento que mi sonrisa es algo forzada por el agotamiento, pero me obligo a mantener la profesionalidad, un escudo contra el cansancio. —Buenas noches, joven —digo con la voz un poco velada por las horas, pero manteniendo mi tono de servicio. Él responde, pero sin levantar la mirada de la carta de cartón que sostiene. —Buenas noches —su voz es grave y profunda, un murmullo bajo que apenas capto, pero que me eriza la piel de una manera inesperada. Me aclaro la garganta discretamente y me preparo para anotar. —¿Qué desea ordenar? El chico finalmente levanta los ojos, y por un segundo, me quedo totalmente paralizada. Sus ojos son de un tono azul intenso, penetrantes, y me miran con una intensidad que me desarma por completo. Mi corazón da un vuelco y siento un rubor súbito y molesto subir hasta mis mejillas. Nunca nadie me había mirado con esa profundidad; me sentí expuesta. —Para mí, un café n***o, solo, sin azúcar. Que sea de la mezcla de Etiopía, si tienen —pide, con un tono tranquilo y seguro, haciendo una pausa pensativa—. Y para comer, el pastel de chocolate que anuncian en la pizarra. —Entendido —logro decir, tratando de que mi voz no delatara el temblor que sentía. Escribo la orden con la mano un poco inestable, notando la elección tan particular: un conocedor. Mientras anoto, él me sostiene la mirada un instante más, luego su expresión se suaviza y esboza una media sonrisa que me hace sentir extrañamente nerviosa, como si hubiera descubierto un secreto. —Gracias —añade, y luego vuelve a bajar la mirada hacia la carta, rompiendo el tenso contacto visual. Me doy la vuelta, sintiendo mis mejillas aún más calientes. «Cálmate, Avy. Solo es un cliente y acabas de arruinar tu profesionalismo», me regaño en silencio mientras me dirijo al mostrador. Le entrego la nota a Joel y, por primera vez en todo el día, el cansancio se esfuma, reemplazado por una curiosidad punzante y un nerviosismo eléctrico. Una risita me hizo girar la cabeza. Joel me muestra la comanda y me doy cuenta de que me he equivocado en la anotación. Cierro los ojos, frustrada, al ver que perdí la concentración en un momento tan crucial. —Disculpa, no sé qué me pasó —admito, con un gesto de hastío. —Tranquila, niña, debe ser el cansancio. Ha sido un día agotador —dice, restándole importancia con una palmada tranquilizadora en el hombro. El pedido es preparado y servido por mi compañera detrás del mostrador, y no tarda ni cinco minutos en tener la orden lista. Siento las piernas temblar, y me fuerzo a creer que es por las largas horas de estar parada. Me niego a aceptar que un simple cliente y su voz ronca hayan provocado este efecto en mí. «No tendría sentido, ¿o sí?», cuestiono a mi corazón desbocado. —Joven, aquí tiene —digo, colocando su pedido sobre la mesa con sumo cuidado—. ¿Desea ordenar algo más? —pregunto, esperando a un lado de la mesa. —No, con esto estoy bien —Saca un billete grande, un verde intenso—, el restante es tu propina —anuncia, sorprendiéndome profundamente, pues es la primera vez que un cliente me deja algo por mi servicio. —G-gracias —susurro, sintiendo una ola de timidez y gratitud. Doy media vuelta y salgo huyendo, sintiéndome incapaz de sostener su mirada un segundo más. El joven se marcha, y la santamaría fue bajada. Mi cena está envuelta en una bandeja y me encuentro afuera, tiritando ligeramente, esperando el transporte que nos llevará a casa. Dentro de la calidez de mi hogar, me desplomo sobre la cama después de un ligero baño. Sobre la manta está mi cena y, junto a ella, una cola negra. Al destapar la bandeja desechable, el olor me invade las fosas nasales y, al mismo tiempo, mi estómago despierta con un estruendo ruidoso. Río entre dientes por la acción y me digo a mí misma: «Calma, ya nos alimentamos». Procedo a pegar el primer mordisco al emparedado. El sabor a carne de cerdo y pollo es una explosión de sabores; gimo de pura delicia y mastico con los ojos cerrados, disfrutando del bocado. Doy un sorbo al líquido n***o, y entre trago y bocado, termino mi cena en completo silencio, sintiendo cómo el alivio y la saciedad se apoderan de mí. Dejo a un lado los desechos y me prometo que mañana los recojo y los tiro al basurero. Me dejo caer sobre el colchón y me cubro con la fina sábana. Cierro los ojos y, antes de agradecer a Dios por el día, la imagen de ese joven de piel canela y ojos claros aparece en mi mente. «¿Quién eres?», me hago la pregunta mentalmente, y me quedo dormida, arrastrada por el peso del cansancio que al fin me vence. Me levanté con una energía renovada que no tenía ayer, con un entusiasmo que parecía impulsarme a seguir adelante sin pensar en las adversidades. Ahora estoy en el trabajo como todos los días. Nuevamente, Joel me asignó a la parte de afuera para atender a los clientes que nos visitan a diario, y yo me siento contenta y agradecida por hacer mi trabajo y cumplir con mi deber. Han pasado un par de horas desde que Coffee Coffee abrió sus puertas y a esta hora la clientela ha disminuido. Son las diez y media de la mañana, y falta poco para mi salida. Estoy parada y atenta para recibir al siguiente cliente. Muevo el pie con una impaciencia creciente, deseando ver aparecer a alguien por esa puerta de cristal. Por casualidad, aparece uno justo en mi campo de visión a las afueras. Al cruzar la puerta de cristal, logro reconocerlo: es el mismo joven que me dejó la propina anoche. Su presencia me inquieta de golpe y siento una sensación extraña, un vacío eléctrico, en casi todo mi cuerpo. «¿Por qué me tiemblan las piernas? ¿Por qué mi estómago se contrae y mi rostro lo siento caliente?», me pregunto, sintiendo el pánico y el sonrojo ascender. —¡Avy! —logro escuchar de lejos. Giro mi rostro, y Joel me hace un gesto con la cabeza, señalando la mesa que el joven acaba de ocupar. Mi reacción es voltear y caminar en automático, casi sin ser consciente de cómo despego mis pies del suelo. —B-buenos días —exclamo con la voz traicioneramente temblorosa. «¿Qué te pasa, Avy?», me regaño mentalmente. «Es solo un cliente más», me insisto. —¿Qué desea ordenar el joven? —pregunto con amabilidad, forzando la recuperación de mi seguridad. —Buenos días —responde, con la misma media sonrisa que me desarmó la noche anterior. Su mirada baja por un instante, deteniéndose donde se encuentra mi nombre en la chapa—. Señorita Avy —la mención de mi nombre en su boca me provoca escalofríos y una punzada en el pecho. Vuelve a alzar la mirada—, un Iced Latte/Coffee y un waffle, por favor. Asiento en silencio, anotando. Giro en mis talones, pero me detengo de golpe, llevándome una mano a la frente al recordar que no le pregunté si deseaba pedir algo más. «¡Dios mío!» —Aquí tiene —digo, colocando su pedido sobre la mesa—. Disculpe, ¿desea algo más? —pregunto, con un tono de timidez que no puedo ocultar. Él ríe suavemente antes de hablar. Asiente. —Sí, es para llevar —agrega. Su respuesta me confirma que debo esperar. —Perdón, perdón —me apresuro a decir, sintiendo el rostro arder—. Tomo sus cosas para que las envuelvan. Pero su agarre suave me detiene. Nuestras miradas se encontraron, esta vez más cerca. Siento el calor de sus dedos sobre mis manos, un juego de chispas fugaz. Reacciono a su toque, haciendo el gesto de deslizar mis manos, zafándome discretamente de su agarre. —No te preocupes, por esta vez no pasa nada. Tómate tu tiempo —dice, con una expresión comprensiva—. Desayunaré aquí. —No volverá a ocurrir —agrego, ya recuperando mi postura y sintiendo que mi rostro está rojo como un tomate, irradiando calor. —Siempre eres así —dice, y su pregunta me toma por sorpresa. No la entiendo, o finjo no comprenderla. —¿Cómo? —Así, de distraída y risueña —aclara, con una pizca de diversión en los ojos. ¡A eso se refería! Si supiera que esta es la primera vez que me siento así con una persona, o mejor dicho, con un hombre... con él. —No... sí —La contradicción me hizo reír suavemente, y él me acompaña con una risa profunda. —Disculpa, debo retirarme. ¿Desea algo más? —Esta vez me aseguro de preguntar. —No. Gracias. Me dejó el pago y nuevamente me dejó su propina aparte, impregnando con su olor a perfume el billete. Un perfume que ya puedo reconocer y distinguir a kilómetros, al igual que el timbre de su voz. Me retiro, pensando que con el dinero de las propinas de ayer y hoy podré comprar algo más que mi cena para hoy y mañana, hasta que llegue el lunes nuevamente. —Gracias chico de los ojos azules — susurré.
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