CAPÍTULO TRES: NO HAY EXCUSAS PARA RECHAZAR LO QUE NECESITO.
Avy Taylor.
FLASHBACK.
—Aquí tiene —dice la encargada, extendiendo el sobre blanco hacia mí.
Mis ojos van al sobre y luego a sus ojos. Siento temor al tomarlo, desconociendo qué es.
—Tómalo, es tu pago.
—Pero, si todavía no se cumple la fecha —exclamo, sorprendida.
—Ciertamente es así, Avy —concuerda conmigo—. Pero estas son las horas extras del día de ayer y el doble por el día de hoy, ya que tu horario es de lunes a viernes. Eso quiere decir que tu semana aún sigue sin cancelar hasta que se llegue la fecha pautada.
Asiento, comprendiendo. Por un momento creí que me estaban liquidando en tan poco tiempo. Ahora puedo respirar con tranquilidad.
—Dios, qué susto —exclamo en un susurro, llevándome las manos al pecho.
Mely sonríe. Agarro el sobre, le doy las gracias y salgo de la oficina.
—¿Todo bien, Avy? —pregunta Nicoll con cara de preocupación.
Asiento.
—Sí, esto era para darme esto —digo, mostrando el sobre.
—Ah, sí, eso —menciona sin importancia—. Creí que era un problema más.
Niego con la cabeza.
Nicoll se queda en la oficina y yo salgo del establecimiento. Camino hacia el mercado sin pensarlo; está a unas cuadras de distancia. Camino sin prisa ni desesperación, disfrutando del momento. Es mi primer pago, aunque aún no sé cuánto es. Pero es suficiente y necesario, pienso.
El sol está reluciente y deslumbrante, y con la brisa fresca hace un contraste que me mantiene fresca a pesar del calor.
Llego al supermercado, tomo una cesta de mano y me paseo por el pasillo, mirando los anaqueles sin saber qué llevar. Tomo unas galletas, enlatados, frutas, sopa instantánea y algunos artículos de aseo personal.
Miro al fondo y me digo que pronto regresaré por más.
FIN DEL FLASHBACK.
Hoy es domingo y mi único día de descanso. Aprovecho para limpiar y desempolvar un poco la habitación y también para lavar mi ropa. Terminé y ahora estoy sobre la cama, con las piernas cruzadas, tomando mi sopa instantánea calientita, suficiente para mí hasta ahora.
El silencio y la soledad comienzan a sentirse cuando ya no tengo nada en qué ocuparme. Pienso en dormir, pero no tengo sueño. No tengo un televisor ni una radio que pueda llenar el vacío que se siente aquí adentro, ni un teléfono para enviarle un mensaje a la única amiga que tengo, Nicoll. Hago una mueca de fastidio.
—¿Y si salgo de aquí a tomar aire en un parque? —menciono en voz alta. No quiero pensarlo más.
Una hora después estoy en el parque, sentada en un banco para dos, debajo de un árbol. Comienzo a mirar: en la distancia, los niños corren, otros saltan
. Los padres con sus hijos comen helados y ríen de cualquier cosa que estén hablando.
Escucho a un niño llorar, volteo a mirar, y mi instinto me lleva a levantarme e ir a socorrerlo. Me dan las gracias, y el niño me regala una golosina. Le sonrío negando, no por desprecio, sino porque es suya. Se limpia sus lágrimas y sonríe, dejándome un beso en la mejilla. Es un gesto lindo de su parte.
Las horas pasan. El viento sopla, desordenando mi cabello, y la tarde cae junto al sol. Miro mi cartera, y ahí adentro se muestra el papel verde. Lo recuerdo a él, sus ojos azules y su perfume amaderado que me envuelve, con ese porte casual que irradia presencia.
«¿Por qué lo pienso? ¿Qué será lo que me atrae de él?», pienso, y al mismo tiempo transpiro el olor del dinero. Salgo del parque, dejando atrás el ruido, las risas y los murmullos de las personas. Camino de regreso, pensando en esa figura masculina.
¿Lo volveré a ver mañana? «Tal vez», me contesto mentalmente, encogiendo mis hombros.
Cruzo el umbral de la puerta de mi pequeño hogar. Tomo un baño y termino comiendo una manzana antes de hundirme en el colchón, sin darle espacio a mis pensamientos y menos a mis emociones. Por eso cierro los ojos, poniendo mi mente en blanco para lograr dormirme hasta el día siguiente.
*****
La mañana no es diferente a las anteriores. La luz del amanecer se filtra claramente por la pequeña ventana que no posee cortina para opacar un poco más la claridad. Solo mi reloj biológico me indica que es hora de levantarme y hacer mi aseo rutinario; no es más de lo mismo cada mañana.
Llego antes de la hora, el reloj de la pared me lo muestra. Desayunamos como siempre y salimos a laborar con una nueva actitud en el inicio de semana. Me dejan afuera, junto con otra compañera que estaba anteriormente.
—¡Avy! —me tocan el hombro.
Es mi compañera, lo sé por su voz, pero no desvío la mirada porque estoy anotando el pedido.
—¿Qué sucede? —pregunto, ya girando sobre mis talones y caminando hacia la barra.
—Te solicitan en aquella mesa —me hace mención, y me detengo.
Le miro y me pregunto quién podría ser. Esquivo la cabeza a un lado y puedo ver al mismo hombre de mirada azulada. El frío en mi estómago se contrae y se queda instalado.
—¿Él? —digo—. ¿Puedes entregar el pedido, por favor? —le dejo el papel. Inhalo y exhalo mientras camino a la mesa donde está.
—H...hola —digo al llegar a la mesa.
Busco su mirada. Él, al escucharme, levanta la suya y esboza una sonrisa.
—Hola, señorita Avy —su mirada recorre mi nombre nuevamente, como si hubiese olvidado mi nombre—. ¿Te molestaría si me atiendes? —pregunta con cautela.
Siento un cosquilleo que sube por mi columna hasta llegar a la nuca y termina levantándome los vellos.
—No. Es mi trabajo —respondo sin sonar grosera y saltándome el preguntarle por qué debería molestarme.
Asiente.
Tomo nota de su pedido y, de vuelta con él, lo toma. Come despacio, y cada cierto tiempo siento su mirada. No sé si debo preocuparme o no darle importancia.
—Eres nueva aquí, ¿cierto? —pregunta mientras saca, esta vez, una tarjeta de crédito.
—Eh, sí —contesto más por educación que por cualquier otra cosa.
Lo dejo esperando en la mesa mientras llevo su tarjeta y cobran su pedido ya consumido.
—Esto es tuyo —agrega, dejándome $10 en efectivo.
Le miro y dudo si seguir aceptando su dinero.
—¿No le parece que es mucho por hacer mi trabajo? —pregunto, sin tener aún en mi poder la propina.
—Nunca es suficiente cuando el servicio es bueno y eficiente —me ruborizo al hacer mención.
—Gracias —digo, aceptando el dinero porque no hay excusa para rechazar lo que necesito, y sé que tiene razón en que realizo bien mi trabajo.
Cada día de la semana, en horario diferente, él aparece por aquí, pidiendo únicamente mi servicio. Me hace pensar que puede que las personas se acostumbren al buen trato y a la presencia. Reí cuando mi compañera Amaia me dijo que le quité uno de sus mejores clientes. Pero en realidad, él me eligió a mí, no al contrario.
«Le caí bien, eso es todo», pienso. Aunque no sé su nombre, para mí sigue siendo el chico de los ojos azules.