UN LUGAR EN LA MESA VACÍO
Como cada veinticuatro de diciembre la familia se reunía en la casa de la abuela. Las tías cocinando, los tíos prendiendo la fogata en el patio y los diferentes grupos de primos bromeando según la edad eran parte de la tradición. La abuela Carmen nos preparaba su famoso ponche de guayaba y su exquisito arroz con leche, cada nochebuena le costaba prepararlo más que otros pero el dolor de artritis en manos no le impedía consentirnos aunque fuera un poquito.
Su edad no era impedimento para ella, por más que le insistiera que me dejara ayudarla. Nunca aceptaba.
—Viejilla terca —pensaba cada que se negaba.
En realidad, su terquedad era porque no quería compartirnos la receta. Según ella, se la queríamos robar pero solo queríamos perseverar su sazón por varias generaciones.
Nunca le ganábamos.
Cada año la mesa incrementaba uno o dos asientos. Comenzó con el matrimonio de mi prima Johana, después le siguió mi hermano, Isaac que no solo era su esposa sino también el primer bisnieto y así, iba en incremento la familia. Yo era de las pocas nietas que no se había casado y tampoco tenía pareja. Eso a mi no me quitaba el sueño, pero a la abuela sí.
—Ay hija, consiguete a uno que te haga compañía —dijo preocupada en mi cumpleaños número veintisiete—. Si me hubieran dicho que iba a vivir más de ochenta años, me hubiera vuelto a casar. De pérdida para tener compañía o que alguien me caliente el agua...
La abuela Carmen había quedado viuda a los cincuenta y siete años. Nunca se volvió a casar. En realidad, nunca aceptó a otro hombre y no porque no tuviera pretendientes (según ella, tenía demasiados) sino porque la moralidad de su tiempo no se lo permitía.
La abuela Carmen era una mujer de admirar, fuerte, bondadosa pero sobre todo resiliente. Salir del pueblo escapando de los terrores de su madre, casarse chiquita con el que para ella fue su salvador, sobrevivir a una suegra tóxica, enviudar joven con niños chiquitos y no volverse a casar, era impresionante. Por eso, sus consejos siempre eran bienvenidos, no solo venían de corazón sino que también venían desde la sabiduría.
La abuela siempre se preocupaba por cada uno de nosotros y por nuestro bienestar no importaba nuestra edad. Sin embargo, en mi último cumpleaños, a ella le preocupaba que me fuera a “quedar sola”, decía que buscara pareja, compañía.
Lo que no me habló, lo que no me preparó fue para vivir sin su presencia.
No me preparó para vivir sin ella. No me preparó para vivir un 24 de diciembre con una silla vacía.
Con su silla de madera en la que aún reposaba su cojín y las cobijas para cubrirse las piernas del frío. Esa icónica silla después de años, ahora estaba vacía.
No tenía más de dos meses desde su muerte, muchos sino por decir que nadie, aún no superábamos el duelo.
Mientras el resto de la familia intentaba continuar con las tradiciones, los que estábamos, porque al no estar la abuela Carmen muchos prefirieron no venir. Sin el pilar de la familia y el motivo de todo, la mayoría no encontraban razón para reunirse. Isaac prefirió pasar la cena con la familia de mi cuñada, el tío José prefirió quedarse en su casa de San Diego, mamá no quería volver a la casa en la que antes dormía, solo accedió porque yo le rogué que no me dejara sola.
Volver a esa construcción antigua y desgastada por el deterioro de los años no había sido la sensación más agradable. Desde el momento en que crucé la puerta de hierro n***o sentí el nudo formarse en mi garganta. El olor a casa vieja, a jabón de lavanda y trapo viejo me hizo sentir una presión en el pecho. Si cerraba los ojos podía escucharla pelear con los conductores del programa de las diez de la mañana y la televisión a todo volumen.
Las festividades tenían que ser de alegría, amor y gozo pero qué pasaba cuando se sentían como tristeza, soledad y abandono. Por su edad, siempre supe que tener a la abuela Carmen cada día era un regalo pero nunca imaginé no tenerla. Nunca pensé en que pasaría cuando ese día llegará.
Que pensaría ella hoy que su casa estaba más apagada que nunca, que la familia que dejó estaba más separada que un país en guerra. Y que yo lloraba por las noches como si de un berrinche se tratara.
No solo la silla estaba vacía, la casa y el sazón habían muerto con ella. Observar las fotos de ella en sus diferentes edades distribuidas por toda la sala y hablar de ella me ponía melancólica.
Porque no solo era la abuela Carmen, también llorábamos la muerte por infarto de la tía Dolores.
Por primera vez, esa navidad los lugares en la mesa no incrementaron, sólo disminuyeron.
Y es que: ¿Cómo gestionas el dolor en una época en la que todo debería ser alegría?
Ese año el frío por las noches era entumecedor, penetraba cada rincón de la casa y de mi alma. No existía calor o fuego suficiente para calentarme, podía sentir el palpitar lento de mi corazón en muestra de dolor.
Mirar a mis sobrinos jugar y reclamar mi atención me era imposible. Era como estar presente pero ausente. Mi cuerpo estaba en la misma habitación que ellos pero mi alma estaba en otro lugar. Fácilmente, los niños pudieran saltar sobre mi y yo no me daría cuenta.
Yo no era tan cercana a la tía Dolores, pero mi madre sí. Eran primas de la edad y habían crecido prácticamente juntas, sin embargo, una pérdida siempre afectaba. Siempre dolía.
Siempre nos habían preparado para pasar una navidad en alegría, pero nunca nos prepararon para una navidad en agonía.
Ese día volví a casa con otra mentalidad, las navidades fueran donde fueran siempre serían diferentes y no importaba que tanta alegría tuviera para mí siempre habría un lugar en la mesa vacío.