CON LA PERSONA EQUIVOCADA

1352 Palabras
**SERAPHINA** Instintivamente, llevé la mano al bolsillo en busca de mi móvil, la línea directa a la calma, a mi realidad. Quería enviarle un mensaje rápido a Thayer. “Ya llegué, ¿dónde estás?” Lo saqué y la pantalla permaneció en n***o. La luz de la batería en la parte superior derecha estaba roja y vacía. Maldición. Había olvidado cargarlo por completo en el tren, envuelta en mi propia ansiedad. Me quedé allí, una influencer de maquillaje de Brighton varada en el corazón de Londres, sin comunicación, con el corazón martilleando contra mis costillas, esperando que la silueta de mi novio emergiera de entre la multitud. Si Thayer no llegaba pronto, tendría que enfrentarme a la opción que más temía: tomar un taxi sola hasta la opulenta mansión de Kensington… y a su padre. Y esa idea me revolvió el estómago de una manera que nada digital jamás podría haberlo hecho. Me quedé en la sala de llegadas, mi corazón latiendo tan fuerte que sentía como si fuera a salírseme del pecho. La multitud a mi alrededor se desdibujaba mientras mis ojos buscaban desesperadamente a Thayer. La ansiedad me ahogaba, y sentí como si el aire se volviera más denso con cada segundo que pasaba. De repente, mis ojos captaron una figura familiar. Sí, era él. El alivio me inundó y, sin pensarlo dos veces, corrí hacia él, dejando mis maletas atrás. El miedo y la emoción se mezclaban en mi interior mientras me acercaba. Lo abracé con todas mis fuerzas, sintiendo su cuerpo contra el mío, y lo besé con pasión, susurrándole al oído cuánto lo había deseado. Él no dijo nada, pero su presencia era todo lo que necesitaba. Emocionada y sin aliento, no podía dejar de hablar, instándolo a que nos fuéramos a un lugar más privado antes de ir a casa de su padre. Quería estar a solas con él, hacer el amor y sentirnos completamente uno. Él simplemente respondió con un “con gusto”, y me llevó a un lujoso hotel. Subimos a la suite, y entré besándolo apasionadamente, desbordando amor y deseo. El encuentro culminó donde ambos secretamente anhelábamos: en la cama. Nuestros labios se encontraron en un beso cargado de anhelo, una danza suave y apasionada que hablaba de deseos contenidos. Lentamente, con manos temblorosas, fui despojándome de mis ropas. Cada prenda que caía al suelo era una liberación, una promesa de lo que estaba por venir. Mis deseos por sentirlo, por tenerlo cerca, crecían exponencialmente con cada roce, cada contacto. Cada caricia que sus manos mágicas trazaban sobre mi piel era una chispa que encendía un fuego interno, intensificando el torbellino de sensaciones que me embargaba. El anhelo se convertía en necesidad, la anticipación en un deseo palpable que vibraba en cada célula de mi ser. Me perdí en la intensidad del momento, en la conexión profunda y visceral que compartíamos. Su toque era eléctrico, cada roce un eco de los sueños y fantasías que habíamos tejido en la distancia. Nos movíamos al unísono, dos almas entrelazadas en un baile de pasión y amor, explorando cada rincón de nuestros cuerpos y espíritus. El tiempo pareció detenerse mientras nos entregábamos completamente el uno al otro, cada beso, cada caricia, cada susurro, una promesa de eternidad. En ese momento, nada más importaba; solo existíamos nosotros, perdidos en un mundo de sensaciones y emociones que nos consumían por completo. Cada movimiento era una sinfonía de deseo, cada suspiro, una melodía de placer, y cada latido de nuestros corazones, una promesa de amor incondicional. Hasta que llegó ese momento donde por fin sería de él, entregándole lo más valioso: mi virginidad. Quería que fuera él, mi corazón le pertenecía y por eso me quería entregar por completo. En ese instante, lo sentí en mi entrada, y con un susurro al oído, le confesé que era mi primera vez. Sentí cómo se tensaba, y eso me emocionaba, porque sabía que valoraría ser el primero. Me penetró despacio, cuidándome, cada movimiento lleno de ternura y respeto. Al principio, sentí un ardor y dolor agudos, pero pronto me acostumbré a él, y el placer comenzó a reemplazar el dolor. Mis gemidos se mezclaban con sus gruñidos, creando una sinfonía de deseo y pasión. Mis uñas se clavaban en su espalda, marcándolo, reclamándolo como mío. Cada embestida era una oleada de sensaciones, un remolino de placer y dolor que me dejaba sin aliento. Sus labios recorrieron mi cuello, dejando un rastro de besos ardientes que encendían mi piel. Mis suspiros se volvían más intensos con cada movimiento, un eco de la intensidad que compartíamos. Con cada empuje, sentí cómo se fortalecía el vínculo entre nosotros, una conexión que iba más allá de lo físico. Nuestros corazones latían al compás, y cada latido era un eco del amor que compartíamos. En ese momento, no existía nada más que nosotros, perdidos en un mundo de sensaciones y emociones que nos consumían por completo. Me entregué a él por completo, confiando en que me amaría y protegería siempre, y supe que, en ese instante, había encontrado mi hogar en sus brazos. Cada movimiento suyo era una promesa de amor, una caricia que me hacía sentir querida y deseada. Mis sentidos se agudizaron, y cada roce de su piel contra la mía era una chispa que encendía un fuego en mi interior. Nos movíamos al unísono, una danza de cuerpos y almas, donde cada suspiro y gemido era una melodía de deseo y amor. Me perdí en sus ojos, en la profundidad de su mirada, y supe que este momento, este instante, era el comienzo de algo maravilloso y eterno. Con cada embestida, sentí cómo se fortalecía el vínculo entre nosotros, una conexión que iba más allá de lo físico. Nuestros corazones latían al compás, y cada latido era un eco del amor que compartíamos. En ese momento, no existía nada más que nosotros, perdidos en un mundo de sensaciones y emociones que nos consumían por completo. Me entregué a él por completo, confiando en que me amaría y protegería siempre, y supe que, en ese instante, había encontrado mi hogar en sus brazos. Perdidos el uno en el otro, terminamos abrazados, y yo deseaba seguir besándolo, hasta que él me detuvo. Sus manos, que segundos antes me acariciaban con ternura, ahora me sujetaban los hombros con una firmeza casi dolorosa. Con una voz que parecía venir de muy lejos, quebrada y llena de algo que no supe identificar —¿culpa?, ¿remordimiento?, ¿miedo?— me dijo: “No soy tu novio, soy su padre”. Las palabras flotaron en el aire entre nosotros como esquirlas de vidrio, cortantes y frías. Me quedé en shock, mi mente incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Intenté retroceder, pero mis piernas no respondieron. El mundo a mi alrededor se detuvo: los sonidos se volvieron un zumbido distante, las luces parecieron difuminarse, y el tiempo se contrajo en ese instante imposible. Todo lo que podía sentir era el peso aplastante de la realidad cayendo sobre mí como una avalancha, enterrándome bajo capas de confusión, traición y horror. “¿Qué?” Apenas pude articular la palabra. Mi voz sonó ajena, pequeña, rota. Él apartó la mirada, incapaz de sostener mis ojos. En su rostro vi el derrumbe de la máscara que había llevado todo este tiempo. Sus labios temblaron, buscando palabras que nunca podrían reparar lo que acababa de destruir. “Lo siento”, susurró, pero su disculpa sonó hueca, insignificante ante la magnitud de su engaño. “Nunca debió llegar tan lejos. Yo… yo no sabía, lo confundí”. Mi corazón latía con tanta fuerza que pensé que se saldría de mi pecho. Las náuseas me golpearon en oleadas. Me acosté con la persona equivocada. ¿Cómo pasó todo esto? ¿Qué voy a hacer? Me entregué al padre de mi novio, ¿cómo pude equivocarme? —¿Él dónde está? —Las palabras escaparon de mis labios antes de que pudiera detenerlas—. ¿Tu hijo… mi novio… por qué no fue él quien vino por mí?
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