«¡Tal vez la reina es mi mamá… Eva es tan diferente como tú, y nos ama demasiado!» Eran las palabras que el conde Antoine Urzette no podía sacarse de la cabeza.
Ni siquiera conocía en persona a esa reina que su hijo mayor mencionaba, pero lo mucho que había oído hablar de ella sí sonaba a que ella era una mujer diferente, con menos miedos, más autónoma y atrevida que las mujeres de su época; además de que parecía tener una inteligencia demasiado avanzada, como si de verdad hubiera llegado también de otra época.
Sin embargo, el solo hecho de pensar que esa mujer, que ahora era la mujer de su hermano, pudiera ser su amada esposa y la madre de sus hijos, le daba dolor de estómago; es decir, ¿qué clase de mal hermano sería si peleara contra su hermano menor, ese que amaba demasiado, por una mujer?
Porque, definitivamente, eso era lo que él pensaba hacer por su amada esposa: pelear contra el mundo por recuperarla y así poder hacer una familia con ella y sus hijos, de nuevo; de otra manera no habría vendido su alma a quién sabe quién para poder volver a ese tiempo para proteger y amar a los que más quería y que había perdido tan injustamente.
FLASHBACK
Ni siquiera entendía lo que estaba pasando, todo era un incordio demasiado doloroso: su padre acababa de desplomarse frente a sus ojos y todo el mundo solo se centraba en culparlo de un montón de tonterías y no le permitían siquiera preguntar de dónde habían sacado semejante falsa y preocupante información.
Todo era un caos total en la sala del rey, tanto que él ni siquiera podía entender lo que las voces a su alrededor gritaban; pero no tenía tiempo de preocuparse de ello cuando debía ocuparse de no ser sacado de ese lugar hasta estar seguro de que ese hombre, que le dio el ser y lo convirtió en un hombre de bien, se encontraba bien.
Su padre, el rey de Tassia, había caído inconsciente tras llevar las manos a su pecho y abrir los ojos enormes luego de ponerse rojo completamente tras escuchar esos falsos cargos que convertían a su hijo mayor en el culpable de la peor crisis vivida en su reino.
Pero el rey no lo quería creer, porque él había trabajado duro para convertir a su hijo mayor en el mejor hombre para sucederlo como rey de Tassia, todo el mundo lo sabía, entonces, ¿por qué demonios había gente asegurando que Alphonse había actuado con tanta maldad?
Alphonse Cyril, príncipe heredero de Tassia continuaba gritando el nombre de su padre, y luchando por deshacerse de los brazos que lo atrapaban y no le permitían acercarse a al hombre que más amaba en la vida y de quién desconocía el estado de salud, aunque algo en su corazón le aseguraba que se encontraba demasiado mal… muerto, tal vez.
Sin embargo, a pesar de que luchó con todas sus fuerzas, no le ganó a ese cuarteto de hombres que lo sometieron con lujo de violencia y lo arrastraron hasta una celda en el calabozo de ese castillo, y donde exigió a gritos que le permitieran ver a su padre y que hicieran la correcta investigación de lo ocurrido, porque él era inocente y alguien lo tenía que comprobar.
Más nadie lo escuchó, nadie prestó oídos a sus súplicas ni a sus palabras, y todo empeoró cuando vio a su esposa, Liana, ser empujada a la celda frente a la de él, esto tras haberla jaloneado al punto de que la ropa de la princesa heredera era todo un desastre.
Liana también había luchado con todas sus fuerzas, todo por no ser separada de sus amados bebés quienes, tras las acusaciones de traición sobre ambos padres, terminarían abandonados, heridos o posiblemente muertos, si es que los que los incriminaban a ella y a su esposo se lo proponían de esa manera.
Alphonse vio a su amada llorar desesperada, suplicando para que alguien le creyera y porque le permitieran hacer algo por sus amados bebés; sin embargo, igual que pasó con el príncipe heredero, nadie escuchó a esa menuda y hermosa mujer, y tampoco nadie accedió a sus peticiones, por eso la mujer lloró hasta que su corazón se secó por completo y su alma se marchitó.
Y otro corazón que se estaba marchitando era el de Alphonse Ciryl, pues a él le tocó ver a su mujer apagándose de tristeza y desesperación; y no solo era eso, él también estaba preocupado por su padre y por sus hijos, e incluso le preocupaba su hermano menor, quien seguramente tampoco entendía que pasaba y al que compadecía por el duro futuro que le tocaría enfrentar si quienes lo habían metido en esa trampa y celda lograban lo que se propusieron.
—¡Hermano! —gritó Ephraim, llegando hasta el hombre que mencionaba—. ¿Qué está pasando? No entiendo nada, ellos dicen que tú y mi hermana…
—No lo hicimos —aseguró el mayor de los hijos del rey de Tassia—… No hicimos nada de lo que nos acusa.
—Lo sé —aseguró el menor de los hermanos Cyril—, sé que no lo hicieron, pero ellos tienen pruebas que no podemos refutar, y no nos quieren dar tiempo para investigar y demostrar lo contrario.
—Me imagino que es así —declaró Alphonse, sin dejar de mirar a su amada casi vuelta loca—, si compruebas mi inocencia se irán a pique los planes de quitarme del camino, porque esto debe ser porque alguien no me quiere como próximo rey… y a ese alguien le salió de maravilla la jugada.
—No te preocupes, hermano —pidió Ephraim, que, en realidad, no tenía idea de qué debía hacer, pero que se aseguraría de hacer todo y más por salvar a su hermano y a la esposa de este—, voy a encontrar la verdad y sacarte de aquí, lo prometo…
Sin embargo, esa promesa no se podría cumplir, porque ni bien Ephraim terminó de hacerla aparecieron guardias que ninguno de los dos príncipes conocían y que se llevaron a la pareja de jóvenes padres para ahorcarlos por los crímenes ya conocidos y por provocar la muerte del rey de Tassia, cuya vida se acababa de apagar.
Entonces, impotente, Ephraim hizo una nueva promesa: cuidar de los hijos de ese par de hermanos mayores que no logró salvar de la muerte, y de los que lamentaría muchísimo perder.
Alphonse, por su parte, suplicó al cielo para que su hermano lograra obtener la fuerza de hacer lo que decía: de proteger no solo a sus hijos, que se quedaban sin padres, sino también a su reino porque, definitivamente, ese joven no había sido educado para ser el rey, y eso le daría muchos problemas a la gente que, como gobernantes, debían proteger.
FIN DE FLASHBACK
En sus últimos momentos Alphonse le había deseado toda la felicidad a su hermano menor, y también a sus amados bebés que ahora, desde un cuerpo que todavía no se acostumbraba a llamar suyo, podía ver vivos, bien y felices.
Y ese era su mayor conflicto con la premisa que daba el mayor de sus hijos porque, definitivamente, viendo que su hermano menor había cumplido su promesa de proteger a sus hijos, él no debería permitir que pasara por su cabeza la idea de tomar a la esposa de su hermano menor, aunque, definitivamente también, lo haría si resultara cierto que Ebba Aethel era su amada Liana Cyril.