I

2223 Palabras
Charlotte. Por más que revuelvo el armario, no veo nada que me guste. Me frustra incluso el momento en que debo escoger mi ropa. Demasiado n***o. Demasiado corto. Demasiado ajustado. Demasiado blanco. Demasiado largo. Demasiado holgado. Iré desnuda a la escuela. Será mucho más fácil que escoger mi ropa. Aunque no sé por qué me esfuerzo con esto, con la ropa. Ahora me siento banal. Vacía. Hueca. ¡Ropa! Debería preocuparme por la escuela, por mis deberes… Miro mi escritorio y analizo. He hecho todos los deberes de la semana. Ya ni aunque lo intente quedarían más. ¡Ahora me odio por esto! ¿Qué haré el resto de la semana? Si no me mantengo ocupada de seguro explotaré de ansiedad y no será nada divertido. Pasaré cada segundo criticando los sistemas políticos y anunciando el fin de la humanidad. Me molestaré a mí misma ordenando toda la habitación hasta dejar cada prenda exageradamente bien doblada y cada mueble ridículamente limpio. Trago saliva y cierro los ojos. “Cálmate Charlie, sólo cálmate” masajeo mis sienes y comienzo a respirar pausadamente hasta marearme. Pestañeo repetidas veces y vuelvo al armario. Cojo un pantalón ajustado y una blusa negra, el saco de mezclilla y me coloco un par de aretes en las orejas para no parecer tan despreocupada. Me espera otro emocionante día de escuela. Nótese el sarcasmo. Mientras camino a la escuela por las horrendas calles del centro de Nueva York, pienso en lo que sucederá el resto del día. Estoy cansada de pensar en el resto del día, pero no sé qué más hacer. Me siento perdida en mi cabeza, no le veo el sentido a nada, ni a la vida, ni a la muerte, ni a levantarse por las mañanas y dormir por las noches. Todo parece tan superficial. El mundo me asusta tanto que intento pensar en cosas insignificantes para no prestar atención a las catástrofes naturales que azotan el mundo, o para no pensar en que mis padres discutieron la noche anterior porque ambos olvidaron la cena, o simplemente porque nadie me presta atención cuando quiero hablar en casa, en la escuela o por Internet. Estoy sola. Camino sola. Como sola. Lloro sola. Vivo, si es que le puedo llamar vida a esto, sola. Y me asusta. Acomodo mis cientos de pulseras y brazaletes en mi muñeca izquierda para ocultar la reciente marca que hice hace menos de veinticuatro horas. Ahora me siento estúpida por haberlo hecho. Pero el dolor físico opaca el dolor emocional y lo prefiero. Además una cicatriz extra no haría la diferencia. O quizás sí, no lo sé, no quiero pensarlo más. Subo los sucios escalones que dan a un par de puertas de madera en la entrada del colegio. Los gritos de emoción inundan el pasillo, pero no hago más que amortiguarlos con algún pensamiento sobre algo que me haga escapar de todo aquel alboroto. Varias personas me saludan, yo no hago más que sonreír falsamente y asentir con la cabeza. Es como un gesto mecánico. No sé porque lo hago. No tiene sentido. De seguro a todos ellos les importa un carajo mi saludo. Quizás me odian y quieren aparentar lo contrario porque Evan, mi mejor amigo es presidente del comité estudiantil, y es bueno estar de parte del poder aquí. Así que saludarlos no vale la pena al fin y al cabo. Solo pierdo valioso tiempo en el que podría meter mi cabeza en algún libro y dejar de existir por algún rato. La verdad es que mí también me importa un carajo saludar a cientos de hipócritas. Pero lo hago, porque se supone que es lo correcto. Me pica la reciente herida, con el tacto del metal de fantasía de mis pulseras baratas. Hago una mueca. Quiero verter agua helada en mi muñeca pero jamás encontraré el lavabo de chicas vacío como para hacerlo. Mi respiración se agita, mis oídos zumban por la presión que yo misma pongo por el picor de la herida. “Respira Charlie, respira” respiro pausadamente por segunda vez en el día hasta marearme. Cuento en reversa desde el cien en voz baja. Cuando voy por el cuarenta y dos, Evan me saluda con un abrazo. - ¿Qué dices? – pregunta. Ha escuchado mi cuenta regresiva. Y aunque no llegué al cero me he calmado bastante. Evan me está mirando raro, pero con cariño. Mi mejor amigo tiene el cabello rubio y los ojos cafés avellana, la nariz recta y cubierta por algunas pecas, es unos siete centímetros más alto que yo y es delgado. Es guapo, pero no en exceso. Es normal. Supongo. - Pienso en voz alta – intento reír. Él nota que algo anda mal en mí. Me conoce demasiado bien y yo a él. Por cómo me mira, deduzco que sospecha que me he cortado la muñeca. Mira de reojo mis pulseras y pone los ojos en blanco. - No otra vez – suelta apesumbrado. Yo agacho la cabeza y cierro los ojos. ¡Quiero desaparecer! – Haces que quiera llorar, Charlie – me da un abrazo. – ¿Qué puedo hacer por ti para que sientas mejor? - No hacer preguntas – respondo sin titubear. Lo mejor es no hablar del tema o me pongo peor. Y no me apetece encerrarme a llorar y gritar como una loca en los lavabos. - Entonces vamos a clase – me obliga a tomar su brazo y juntos caminamos hasta nuestro salón. No tengo idea de lo que está diciendo el maestro. No estoy atenta a su clase. Lo siento lejano, su voz amortiguada y su silueta borrosa me hacen sentir como en un sueño. La cabeza comienza a dolerme y muero por dormir otro par de horas. Últimamente estoy más cansada de lo normal, más pesimista, más distraída y me encuentro constantemente hecha un ovillo cuando me siento atacada. Y para colmo, mis heridas no dejan de picar, quemándome la delgada y blanquecina piel del interior del brazo. Estoy temblando porque no puedo meter las heridas bajo un chorro de agua fresca… ¡Explotaré en cualquier momento! - Señorita Rockwell – la voz del maestro me martillea el cerebro. Irritándome. Parpadeo repetidas veces y alzo la vista. – ¿Se siente bien? – pregunta ladeando la cabeza. Yo lo miro extrañada. – Está pálida… - Yo… creo que tengo jaqueca. Es todo. - Vaya por una aspirina entonces – apunta la puerta – Vuelva cuando se sienta mejor. La prefiero fuera del salón a que esté con esa cara de zombie a medio dormirse. Asiento, humillada por su comentario y abrumada por las miradas acusadoras y penetrantes de mis compañeros. Tomo mi morral y salgo disparada del salón. La enfermería… ¿Dónde rayos está? Jamás he ido desde que llegué a la escuela. Me detengo frente al mapa del viejo y enorme edificio antiguo, buscando con desespero la sala de enfermería. La cabeza me duele tanto que estoy comenzando a ver borroso y mi respiración se vuelve rápida y pesada. Estoy sudando frío. ¿Qué pasa conmigo? - Pareces perdida – una voz que me provoca calosfríos me hace voltear. Frente a mí veo a un joven de unos veintitantos, de cabello n***o y desordenado mirándome con ternura. Es un poco más alto que Evan. Es atlético y desborda una seguridad genuina en su persona. Aún algo aturdida asiento con la cabeza. - La enfermería… ¿Dónde está? - Segundo piso – me mira con los ojos como celdillas – ¿Te sientes bien? - No – opto por decir la verdad porque ya me veo a mí misma entrando en un ataque de pánico que realmente no quiero tener. “Aguanta Charlie” Mi visión se pone borrosa. Mierda. Me desmayaré lo siento. - Ven – me toma del brazo para sostenerme – Estás temblando – apunta. Yo asiento. Se me aprieta el pecho. La muñeca me pica como nunca. Me duele la cabeza y no paro de repetirme las palabras de mis padres anoche: “¡Eres un idiota! ¿Cómo pude pensar en casarme contigo? – ¡No me hables así mujer! – ¡Te hablaré como quiera maldito asno! – ¡Quiero el divorcio!” cierro los ojos mientras soy medio guiada por el desconocido hasta el segundo piso. – Georgia – dice mi acompañante ayudándome a llegar a la camilla. Veo todo borroso y siento que me explotará el pecho y la cabeza en cualquier minuto. Quiero vomitar, me tiemblan las manos, necesito golpear algo… ahora. – No sé qué le pasa. Georgia, quien deduzco es la enfermera, se acerca a mí, me toma el rostro y mira mis ojos, me obliga a recostarme en la cama, pero no quiero hacerlo, necesito desaparecer ahora. Me pica la muñeca y comienzo a morderme el interior del labio llenando mi boca de un sabor óxido a sangre. Suelto un gemido de frustración por no poder desahogarme como corresponde. Me estoy retorciendo, la presión es mucha. No sé realmente por qué me siento así. Incluso me duele respirar, al aire raspa mis pulmones y jadeo por ello. - Sostenla – ordena la enfermera – es un ataque de pánico. - ¿Un qué…? - Ataque – Georgia saca una aguja. ¡Odio las agujas! - ¡No! – grito sentándome en la camilla. No quiero que esa cosa atraviese mi carne. Me asusta. Estoy que me arranco los cabellos de la nuca pero no quiero que me inyecten un calmante. - Quédate quiera cariño o dolerá más – dice. No lo había notado pero estoy temblando como si hicieran menos cero grados y yo estuviera desnuda en la punta del Empire State. El desconocido me agarra la mano y con el otro brazo me abraza fuerte contra su cuerpo. Huele rico. Lo admito, un olor dulce y refrescante. Siento el pinchazo en el brazo y ahogo un gemido de dolor. Mi respiración comienza a calmarse me siento atontada. El sudor de mi frente se vuelve frío y todo se ve más borroso aún. No hay más que dos siluetas deformes frente a mí. Ya no quiero golpear a nadie, pero la herida en mi muñeca sigue escociendo mi piel. Siento que soy arrastrada a un sueño, tranquilo e incoloro, profundo. Abro los ojos de golpe. Me siento en la camilla y lo primero que veo es a Evan sentado en una silla frente a mí. Parece triste y aliviado. Miro a todas partes. La enfermera no está, tampoco el misterioso desconocido de hace un rato. Suelto un suspiro de alivio. - Me tenías preocupado – Evan se pone de pie en un salto y se sienta en la camilla junto a mí. - ¿Qué ha pasado exactamente? - Ataque de pánico – hace una mueca – La enfermera te ha puesto un calmante, te has quedado dormida dos horas. - ¿Dos…? Mierda, tenía clases. - No importa, te han dado un pase para que te vayas a casa en cuanto despertaras – acaricia mi hombro y sonríe. Aunque no es una verdadera sonrisa. Se está esforzando demasiado. – ¿Te sientes mejor? - Me duele todo – hago una mueca de dolor. Es verdad, cada músculo de mi cuerpo está el doble de pesado. Esos estúpidos espasmos me dejan así. – ¿Alguien más sabe que estoy aquí? – me muerdo el labio. - No – me tranquiliza. – Nadie lo sabe. Les he dicho a todos que te has ido a casa por tus cólicos menstruales. - ¡Evan! - Es broma – suelta una carcajada algo más relajada que la anterior. Respiro hondo. Ese es mi amigo. – Simplemente usé la excusa de la jaqueca que tú misma le diste al Maestro Robinson. - Gracias – le doy un abrazo. - No hay de qué, es mi deber cubrirte – guiña el ojo. Él me entiende. Nadie más lo haría. Creo. Sabe que nadie puede enterarse de que tengo problemas. De que estoy triste todo el tiempo. De que sufro ataques incontrolables cuando estoy bajo presión. – Pero no volveré a hacerlo – repone muy serio. Lo miro confundida… - ¿De qué hablas, Evan? - Promete que buscarás ayuda – quita un mechón de pelo de mi frente y lo deja tras mi oreja. – Odio verte así. - No necesito ayuda – me pongo de pie. Instantáneamente estoy a la defensiva. Cierro los ojos – Estoy bien. Ya pasó. Fue solo un ataque de pánico. - ¿Solo un ataque? – me mira incrédulo – Es el tercero del mes. Ni siquiera tus padres lo saben y no está bien. Charlie, no estás bien. - ¡Estoy perfectamente! – me tiembla la barbilla. Sé que no estoy bien, pero no es para tanto. No hay necesidad de que nadie se entere de esto. Es mi problema, puedo manejarlo. Puedo dejarlo cuando quiera. - De acuerdo – alza las manos a la altura de sus hombros. – Es solo que detesto verte así. Deprimida. - No estoy deprimida – suelto una risa dura, una risa que hace que me duela el pecho. – Es la edad. Me acerco a él y beso su mejilla antes de tomar mi pase de salida. - Gracias Evan – suspiro con evidente alivio. – te la debo. - Descansa – musita cuando atravieso las puertas de la enfermería. Me espera un desesperante día en casa.
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