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1296 Palabras
—Ah, ah —solté un gruñido profundo ante la intensidad de la corriente de placer que la condenada que tenía entre mis piernas me acababa de provocar. No me pude contener y escurriendome en el sillón me abandoné en posición relajada para abrir más las piernas ante semejante atención. Aunque sentía que estaba a punto de explotar, intenté prolongar más el momento. La morena era buena en lo que me estaba haciendo, una maestra. En cada engullida, sentía como si se llevara mi alma, y luego la soltara al vacío para dejarla caer de manera placentera. El corazón se me iba a salir por tanta adrenalina generada en tan poco tiempo. La condenada era hábil, con maña colocó sus dedos con presión alrededor de mi sexo, y de una estocada en su boca me paralizó. Abrí los ojos de golpe, y, luego repentinamente interrumpió el acto provocándome ansiedad temporal. De lo desagradable que fue esa interrupción, con la velocidad que me había caracterizado siempre, estiré mi mano y empuñe el arma. Ya estaba apuntando en su rostro cuando vi que con una sonrisa pícara comenzó a despojarse de la poca ropa que llevaba. La desgraciada en cuestión de segundos, me generó la mayor ansiedad que una maldita mujer ha podido causarme en el sexo. —¡¿Vamos a incluir fuegos artificiales al momento?! —expresó sarcástica e insinuante, al tiempo que de un tirón se zafó del brasier y dejó caer sus pechos bamboleantes sobre su tórax para luego, sin una pizca de temor, intentar sentarse sobre mis piernas. La detuve. —No, no… delicatezza al cioccolato (manjar de chocolate) —le dije al tiempo que movi mi cabeza de un lado a otro—. Sin la protección adecuada no… me proteges y será tuyo cada vez que te llame. Le señalé el cajón donde guardaba los preservativos. Sin pudor asintió y se inclinó para regalarme una visión panorámica de la dimensión de sus labios vaginales, una exquisitez que por más que quisiera no me podía comer. Tengo prohibido por mi doctor de cabecera meterme a la boca cualquier carne, y mira que la condenada invitaba a mordisquear, pero… mejor no desobedecer. Bamboleando sus nalgas bien posicionadas y redondas, se acercó al cajón, sacó un preservativo y con pasos sensual se acercó otra vez a mí y con la habilidad del que hace esto con frecuencia, colocó el pequeño plástico alrededor de mi m*****o erecto y vibrabante. Me sonrió luego y pasando su lengua por el borde de sus labios se sentó sobre él con una velocidad que dejó a mi m*****o complacido de saber que no habíamos sido abandonados. Sin darme tiempo a responderle, comenzó una danza de movimientos sensuales y frenéticos que me hicieron olvidar el mal sabor de apenas un par de segundos atrás, lo que aumentó aún más el placer que la condenada me estaba provocando en cada entrada y salida, me estaba volviendo loco. Pasó un breve rato y no me aguanté más, y pese a que me encantaba sus habilidades, no podía permitirle seguir teniendo el control. Aquí y en cualquier otro lugar yo soy quien pone las reglas, dirige, ejecuta y decide hasta dónde y cuándo llegar. Ese era el momento, no estaba dispuesto a prolongar más la necesidad de liberación que mi cuerpo exigía. —¡Maldita mujer! —exclamé extasiado al ponerme de pie y obligarla a arrodillarse en el sillón dándome la espalda. No me contuve y le di un manotazo en una de sus nalgas. El golpe seco sobre su piel desnuda fue para mi melodioso, y más al escucharla gemir de placer, al tiempo que soltó una risa picara. —¡Maledetta puttana! —le dije agarrandola de su larga cabellera en una cola que enrolle en mis manos justo cuando aseste mi m*****o en el lugar donde debía estar desde hacía un rato atrás. —Para ti soy todo lo que quieras, Dav.. ¡Ahhh! —soltó un gemido largo cuando la invadí por sorpresa. Sin ningún tipo de compasión me hice de los puntos estratégicos de su cuerpo, entré, salí, la nalgueé muchas veces dejando sus esponjosas nalgas enrojecidas, y al sentirme explotar, sin palabras, la obligué a arrodillarse ante mí, y volqué todo de mi en su boca. La liberación fue placentera. Tal como era siempre con ella. Con suerte ya había terminado, porque de repente escuché un ruido estruendoso. Tocaban a mi puerta. —Ve a vestirte al baño —le ordené a la morena sin ningún tipo de sutileza, mientras guardaba mi m*****o en su lugar. La vi correr al baño después de recoger su ropa, me puse la camisa sin abrocharla. —¿Qué carajos pasa? —pregunté al abrir de golpe. Afuera estaba mi primero al mando, Enrico. —Davide, acaban de informarme que mataron a Nicola —respondió Enrico con la pasividad que le caracterizaba. Guardé silencio por unos segundos. Miré al interior de la habitación, y luego detrás de Enrico. —Carlo —llamé a otro de mis hombres que acompañaba a Enrico—. Saca a la puta y encargate de pagarle. Sin decir nada más abandoné la habitación y pasé frente a Enrico para dirigirme a mi despacho. Enrico, conociéndome tan bien, solo me siguió. Ya dentro, cerró la puerta. Yo fui directo al reservado que tengo ahí. Lavé mis manos y mi rostro. —Mi informante me dijo que lo asesinaron en el bar Caffè Della Nonna, en Montenapoleone —aclaró Enrico desde afuera, en el centro del despacho. Pensativo, salí del reservado ya con las manos limpias y secas, tomé asiento en el sillón detrás del escritorio. —¿Se sabe quién lo hizo? —Dicen que fue una mujer, pero hasta ahora nadie sabe quién es. El informante me dijo que así como entró salió. Estaba vetida de n***o y tenía un casco de motociclista. —¿Sicaria? —Tal parece. Sonreí sutilmente a los pocos segundos. Luego solté una carcajada. —Quien haya sido, se me adelantó… no sabe el favor tan grande que me hizo. Enrico también sonrió. —Hay que tener huevos para hacer lo que esa mujer hizo —aseveró Enrico, admirado—. ¿Cómo burló el anillo de seguridad del dannato (maldito)? —inquirió sorprendido. Enrico se volteó a servir dos tragos. —No era difícil de prever, ¿Quién va a sospechar de una mujer? Nadie… Fue una estrategia maestra… —respondí extasiado por el resultado de este trabajo—. Celebremos, porque ahora es que nos queda trabajo por delante. Enricó dejó de servir el trago apenas cayó en cuenta. —¿No me digas que tú…? Lo interrumpí. —Por supuesto… ¿Cómo vas a creer que iba a dejar que otro tomara el lugar que siempre ha sido mío? —refute con una felicidad difícil de disimular. Enrico me entregó el vaso. —Davide, usted sí que se las trae… —Y me las llevo también —respondí y luego me tomé un sorbo largo del trago—. Averigua si ya recogieron la basura del bar… Pedí que lo incineraran en seguida. Ese lastre no va a ser extrañado por nadie. No hay quien lo llore, y por ende, tampoco quien reclame todas las propiedades que el desgraciado tenía. Enrico sonrió. —Eso sí que es verdad. El maldito estaba podrido de dinero, propiedades y mercancía. —Reúne a los hombres. A partir de ahora envialos a las diferentes zonas donde están las propiedades. Reclámalas como mías, y al que se oponga bien sabes qué hacer —ordené, y caminé hasta la mesa donde estaba la botella de whisky—. Ahora sí que me hará falta no una, sino tres putas para celebrar este éxito.
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