**JULIAN**
Con un movimiento torpe y urgente, la aparté de la pared apenas lo suficiente para que mis manos encontraran el botón de mis pantalones. El metal cedió con un chasquido seco, y el cierre bajó en un movimiento rápido. La tela se deslizó por mis piernas, y el aire libre sobre mi m*****o erecto fue un alivio casi doloroso. Estaba desnudo frente a ella, vulnerable y expuesto, pero en sus ojos no vi juicio, solo un reflejo del mismo anhelo animal que me consumía.
Ella se deslizó lentamente hacia abajo, su piel rozando la mía en todo el camino, una tortura deliberada que me robaba el aliento. Sus rodillas se posaron en el suelo frío, y su mirada se fijó en mí con una intensidad que me paralizó. No era una sumisa; era una diosa en su altar, y yo era la ofrenda. Con una lentitud que me volvió loco, inclinó la cabeza y sus labios, calientes y húmedos, se posaron en la base de mi erección.
Un temblor recorrió todo mi cuerpo. Su lengua trazó una línea lenta y ascendente, un trazo de fuego que me dejó sin aliento, antes de tomarme por completo en su boca. El mundo se disolvió. No había pared, no había mármol, no había peligro. Solo existía la boca de Elara, el calor húmedo que me envolvía, el ritmo que ella imponía, una mezcla de devoción y poder que me llevaba directamente al precipicio. Mis manos se enredaron en su pelo, no para guiarla, sino para aferrarme a algo, a ella, a la única certeza en un universo de placer abrumador.
Cada movimiento de su boca era una declaración de guerra y de rendimiento a la vez. La succión, el sutil juego de su lengua, el calor que me envolvía por completo… todo se fusionaba en una ola de placer tan intenso que rozaba el dolor. Sentía cómo el control se me escurría entre los dedos, cómo cada músculo de mi cuerpo se tensaba en anticipación. Mis caderas comenzaron a moverse con un ritmo propio, un impulso primitivo que buscaba más profundidad, más de ella, más de esa locura deliciosa que solo ella podía provocarme.
Pero no quería terminar así. No quería que fuera solo mi placer. Con un esfuerzo que me costó cada fibra de mi ser, la detuve. Mis dedos se enroscaron con suavidad en su cabello, tirando lo justo para que levantara la cabeza. Sus labios estaban hinchados y brillantes, sus ojos semicerrados, llenos de una neblina de deseo que me hizo perder el aliento de nuevo. No le dejé tiempo a preguntar. La levanté del suelo, mis brazos rodeándola con una fuerza que era a la vez posesiva y protectora.
La deposité suavemente sobre la alfombra de terciopelo, que parecía un trono. La luz de la luna se filtraba por la ventana, bañando su piel en plata. La observé un instante, embelesado ante esa visión que aceleraba mi corazón.
Me arrodillé a su lado, mi cuerpo formando un arco sobre el suyo. Mis manos volvieron a ella, pero esta vez con una lentitud reverencial. Mis dedos trazaron la línea de su clavícula, descendieron por el valle entre sus pechos y se detuvieron en la curva suave de su cadera. La vi temblar bajo mi toque. Mi boca siguió el camino que mis manos habían trazado, besando su piel, saboreándola, escuchando sus susurros ahogados y el ritmo de su respiración, que se había vuelto tan errática como la mía.
Cuando finalmente me posicioné entre sus piernas, sentí cómo se abrían para mí, una invitación silenciosa y total. La miré a los ojos, buscando una última señal, y la encontré: un fuego cegador, un desafío y un ruego, todo en uno. Con un movimiento lento y deliberado, me introduje en ella. El calor, la humedad, la forma en que su cuerpo se ajustaba al mío… fue como volver a casa. Comencé a moverme, no con la furia de antes, sino con un ritmo profundo y constante, un vaivén que nos consumía a ambos. Cada embestida era una pregunta, cada respuesta de su cuerpo, una afirmación. No estábamos follando. Estábamos destruyendo y reconstruyendo el mundo en ese sitio, con cada movimiento, con cada jadeo, con cada latido de nuestros corazones unidos en un solo ritmo salvaje y desesperado.
El aire del baño aún estaba impregnado de su perfume, mezclado con el eco de lo que acababa de suceder entre nosotros. Me quedé unos segundos apoyado contra la pared de mármol, intentando recuperar la compostura, mientras mi respiración seguía agitada. Terminé más que complacido, aunque con un remordimiento que pesa al final.
Elara, en cambio, parecía dueña absoluta de la situación. Frente al espejo, se peinaba con calma, recogiendo los mechones desordenados que mis manos habían dejado enredados en su cabello. Cada movimiento suyo era un recordatorio cruel de lo que acabábamos de compartir.
Yo ajusté mi corbata, abotoné la chaqueta y pasé la mano por el cabello para borrar cualquier rastro de desorden. El reflejo en el espejo me devolvía la imagen de un hombre que debía aparentar control, aunque por dentro ardía de contradicciones.
Ella sonrió, esa sonrisa insolente que me desarma, y sin decir palabra abrió la puerta. Salió primero, con la misma seguridad con la que había entrado, como si nada hubiera pasado entre nosotros.
Me quedé un instante más, respirando hondo, antes de seguirla. Cuando crucé la puerta, mi rostro era una máscara de serenidad. Caminé detrás de ella hacia el amigo, como si todo hubiera sido un simple paréntesis invisible.
Nadie debía sospechar. Nadie debía saber. Pero mientras avanzábamos juntos, yo lo sabía con certeza: lo que había ocurrido en ese baño no se borraría jamás, aunque ambos fingíamos lo contrario.
El aire acondicionado del pasillo me golpeó como una bofetada de realidad. El calor sofocante del baño, el perfume de Elara mezclado con el olor a sexo, el eco de nuestros jadeos… todo se desvaneció, reemplazado por un silencio helado y la luz neutra de las lámparas de diseño. Mi cuerpo aún vibraba, un zumbido bajo y persistente en mis músculos, un fantasma del placer que me había consumido. Me detuve un instante, la espalda pegada a la frialdad del mármol, y me obligué a respirar. Una y otra vez. Inhalando compostura, exhalando el caos.
Frente a mí, Elara ya era otra persona. Mientras yo luchaba por reconstruirme, ella se reensamblaba con una facilidad insultante. Frente al espejo de cuerpo entero, no había rastro de la mujer deshecha en mis brazos. Su cabello, que mis dedos habían enredado con urgencia, ahora caía en una cascada perfecta sobre sus hombros. Se arregló el dobladillo de su vestido rojo con una calma quirúrgica, y luego se aplicó un brillo labial con una precisión que me heló la sangre. No era una máscara; era una transformación. La leona que me había desgarrado se había ocultado de nuevo bajo la piel de la princesa impecable.