Era su cumpleaños número siete, el jardín de la casa estaba adornado con globos de muchos colores tonos pasteles, un castillo inflable en el medio. Ella era una princesa, no podía ser de otra manera. Las golosinas y los pasteles con motivos de la realeza, adornaban las mesas de los invitados. La Nonna María se había encargado personalmente de su elaboración.
Estaban llegando los invitados, todos amigos de la familia por generaciones. Ser una de las más importantes de Palermo, muchas veces era una responsabilidad muy grande y no era fácil complacer a todo el mundo, por más que muchos quisieran.
Su vestido color turquesa, con encajes delicados. Sus cabellos peinados en tirabuzones decorados con pequeñas florecitas alrededor de la cabeza. como si fuese una tiara. Le daban un aire angelical.
—Estas muy hermosa, Gia.
—No tienes permitido llamarme hoy por mi nombre, Lulú —le reprendió la pequeña con un tono totalmente autoritario—. Es mi cumpleaños, y debes llamarme Princesa… Princesa Gia.
Su niñera soltó una carcajada, y no le quedó de otra más que seguirle la corriente.
—Tienes usted razón, princesa —se tapó los labios para amortiguar la risa—. Disculpe no fue mi intención ofender a su majestad.
Gia batió las pestañas y puso unas de sus manitas en la cintura.
—Recuerda Lulú que eres mi doncella —con la mano libre la señaló con el dedo índice—. Si eres muy buena conmigo, te daré una gran porción de mi pastel de chocolate y muchos dulces.
—Oh me siento halagada, majestad.
—Sabes que los si, los pasteles de la abuela, y la comida del abuelo son los mejores de toda la ciudad.
—Está usted en lo cierto, pero es hora de salir al jardín y disfrutar de su fiesta.
Al salir a compartir con los demás vio al amigo de su abuelo, Alonzo. A quien ella también le decía: Nonno. La pequeña frunció el ceño al ver que se encontraba con una pareja y un niño grande. Se acercó de puntillas.
—Hola Nonno Alonzo —le hizo gesto de princesa.
—¡Feliz cumpleaños! —se inclinó y le besó cada una de sus mejillas regordetas.
—Me alegra que hayas venido a mi fiesta de cumpleaños. Hoy debes llamarme princesa Gía.
El niño que le acompañaba soltó una risotada, burlándose de ella.
Gia entrecerró los ojos hacía él, aprovechó que estaba sentado y le apretó con fuerza la nariz.
—¿Y tú quién eres? Yo no te he invitado a mi fiesta. ¿Trajiste un regalo para mí?
—¡Auch! —se quejó el niño, fue todo lo que ella entendió porqué lo demás lo habló en inglés.
—Santino… —reprendió su abuelo—.
—Lo siento Nonno, no volverá a suceder —dijo el niño en un extraño italiano, se levantó de la silla y se fue prácticamente huyendo.
—Oh, disculpen a mi nieto —Alonzo estaba completamente apenado por lo sucedido.
—No te preocupes Nonno, soy una princesa muy buena.
—Ya lo veo, pequeña —dijo él sonriendo.
—¿Por qué tu nieto habla tan extraño? —preguntó Gia con completa curiosidad.
—Porque mi nieto no nació aquí.
—¡No puede ser Nonno! ¿No es italiano? —La pequeña estaba angustiada y muy preocupada.
—Es mitad italiano, pequeña princesa —intervino su abuelo Enzo por primera vez.
—No lo entiendo.
—Sus padres son italianos, pero él nació en Nueva York.
—¿Y eso está muy lejos?
—Me temo que si, en norteamérica.
—No sé dónde es eso, pero espero que se vaya pronto. Porque no me cae bien.
—¡Gia! —En esa ocasión fue ella la reprendida.
—No diré que lo siento, como el nieto del Nonno Alonzo, fue rudo conmigo.
—¡Criatura! —soltó una carcajada Alonzo—. Si fuiste quien le has dado un pellizco en la nariz, al pobre chico.
—Se lo merecía.
Esa tarde la familia Fontano, y sus allegados. Con las ocurrencias de la pequeña Gia, celebró a lo grande su cumpleaños. Sin pensar que ese sería el último en familia, porque cuatro meses después. Un accidente aéreo acabó con la vida de sus padres: Donna, Flavio y su adorada Nonna María.
Desde entonces, solo fueron su Nonno Enzo y ella. Quien con lo material trató de llenar el vacío de la muerte de aquellos seres queridos. Mientras él se refugiaba en el trabajo, su negocio fue creciendo, por eso cumplía cada uno de sus caprichos de su nieta. No importaba cual fuera, lo único que para él valía la pena era verla sonreír.