Al terminar de contarle toda la historia, tanto la mía como la de Gabriela, en sus ojos era evidente la irá incontrolable que sentía, impotencia, dolor, desesperación y lo que menos me gustaba, una insaciable sed de venganza. Mi padre cerró sus ojos por unos segundos, colocó sus codos sobres sus piernas y llevó sus dedos a su sien. Su rostro estaba enrojecido, su cuerpo temblaba y sus manos estaban tan tensas que sus venas se marcaban en cada parte de estas. —¡Ese maldito bastardo me las va a pagar! ¡Voy a matarlo! —masculló. —Yo también quiero hacer lo mismo —dijo Gabriela. —Esperen un momento, nadie va a matar a nadie —pronuncié seriamente. —Pero hija, después de todo lo que te hizo, ese desgraciado solo merece la muerte, esto no se va a quedar a así, le demostraré que tu no estás s

