James, con la ira ebullendo violentamente en su interior, retorció la muñeca de Pedro con fuerza, haciendo que el hombre soltara un quejido de dolor. Con los dientes apretados y una mirada fulminante, le advirtió. —No te atrevas a poner un solo dedo encima de mi mujer. El aire se volvió denso y todos los presentes en la oficina quedaron en un profundo silencio, sorprendidos ante la confesión y la defensa feroz de James. Dafne, que había estado observando la escena desde la distancia, sintió una oleada de satisfacción al escuchar las palabras del hombre. Era un recordatorio de que, a pesar de los desafíos que enfrentaban, James estaba dispuesto a protegerla a toda costa. Y se sentía tan jodidamente bien, tanto, que disfrutó del espectáculo. Pedro, visiblemente asustado, comenzó a balbucea

