Capítulo 2. Señalada como culpable.

1931 Palabras
Nina, la hermana mayor de Bárbara, fue a la casa luego de haber visto lo que decían en el noticiero. La encontró sentada en la mesa de la cocina, aún llorando, pero en silencio y con cierta resignación, sin dejar de comer un budín de vainilla y chocolate ubicado frente a ella. Cortaba trozos con los dedos que se metía a la boca de forma automática. —Barby, ¿estás bien? —preguntó con preocupación, más aún, al ver que en la mejilla izquierda tenía la marca de un golpe—. ¿Qué pasó? —Martín me abandonó. El rostro de Nina se endureció por la furia. —¿Ese idiota te golpeó? —Fue mi culpa. Yo no lo dejaba caminar, lo retuve por un brazo y… —¡Él no tiene ningún derecho a golpearte aunque lo hayas retenido! —la interrumpió, apartando el budín. Cuando Bárbara estaba deprimida o muy nerviosa le daba por comer sin parar, por eso tenía algo de sobrepeso. —Vamos al baño para que te laves la cara y te repongas, este problema no te va a destruir. Al levantarla de la silla, Nina se inquietó al escuchar un quejido de su hermana y ver que le costaba erguirse. —¿Qué sucede? —Me caí y me lastimé la cadera. —Voy a matar a Martín cuando lo vea —gruñó con enfado. —Él no tuvo la… —¡Deja de defender a ese inútil! —la interrumpió, ayudándola a caminar hacia su habitación—. Abre de una vez los ojos y date cuenta que ese tipo fue una mala decisión en tu vida. Ahora, olvídate de él y sigamos en lo nuestro. Bárbara se esforzó por dejara de llorar y recomponer su imagen. Nina se alegró de que su hermana colaborara. No podía permitir que cayera en la depresión. La última vez que eso había ocurrido, luego de la muerte del padre de ambas, casi la perdió. Una vez que estuvo lista y le dio de tomar unos desinflamatorios para la molestia de la cadera, se sentaron en la cama a conversar. —¿Qué sucedió en PowerData? —consultó Nina, refiriéndose a la empresa donde Bárbara había trabajo por cuatro años y a la que renunció hacía un mes. —Una empresa que es su competencia acaba de sacar al mercado una aplicación informática muy similar a la que ellos diseñaban. El programa no estaba listo, pero los hermanos Adams quisieron venderlo así porque necesitaban dinero, aunque no lograron que alguien se interesara. Se impactaron al ver que la empresa rival de pronto tenía una aplicación muy parecida y piensan que yo robé el diseño y se los vendí antes de renunciar. —¡¿Y cómo pudieron llegar a esa conclusión?! —¡No sé! Me enteré de todo este asunto por el noticiero. Nina apretó el ceño, confusa. —Es absurdo que te culpen. Si ellos intentaron venderlo, es obvio que mostraron el diseño de esa aplicación a otros. Cualquiera pudo copiar la idea y comunicarla a la otra empresa. No comprendo por qué te señalan a ti. —Dicen que tienen pruebas —reveló Bárbara repitiendo lo que habían dicho en la televisión. —¡¿Qué pruebas?! Además, estas cosas no se manejan frente a una cámara de televisión, sino con la policía. Bárbara iba a decirle algo, pero tocaron a la puerta con rudeza. —¡Bárbara Rizzo, abra la puerta, es la policía! La mujer empalideció y miró a su hermana con terror. Nina se puso de pie y se llegó hasta la entrada tensa por el enfado. —¿Qué desean? —preguntó al abrir, aunque no los dejó pasar. Algunos vecinos estaban afuera, viendo con curiosidad lo que sucedía. —¿Usted es Bárbara Rizzo? —consultó un oficial. —No. Soy Nina Rizzo, su hermana. —Venimos a buscar a Bárbara Rizzo para llevarla a la comisaría —comunicó y estiró hacia ella una carta—. Tiene una denuncia por robo. Bárbara se acercó cojeando. —¿Señorita Bárbara Rizzo? —quiso saber el policía—. Venga con nosotros. Si se resiste al arresto, complicará su situación. —Ella acudirá a la comisaría, pero por su cuenta y acompañada por su abogado —sentenció Nina. Bárbara se angustió. No tenía un abogado ni dinero para pagar alguno. Todo su dinero lo había invertido semanas atrás en la puesta en marcha de la fábrica de bolsos y carteras de cuero que había fundado con su hermana para subsistir. —Si acude con nosotros, será beneficioso para su causa. —Le dije que ella no… —Nina, iré con ellos —decidió Bárbara y caminó hacia la entrada para tomar su abrigo. Su hermana la miró con indignación. —No puedes hacer eso. Debemos buscar un abogado. —Estaré bien —aseguró y le entregó las llaves para que cerrara al irse—. No tengo nada que ocultar. Hablaré con ellos y luego me reuniré contigo. Con paso renqueante salió al exterior, el policía la tomó del brazo y la llevó hacia la patrulla. Afuera, había periodistas que enseguida la abordaron con sus cámaras de fotos y de video. —¡Bárbara Rizzo, ¿usted robó la aplicación informática de la empresa PowerData?! Comenzaron a lanzarle preguntas, rodeándola y empujando a los oficiales para intentar llegar a ella. Bárbara no tuvo oportunidad de responder nada. Con los ojos empañados por lágrimas fue llevada con brusquedad hasta una patrulla como si fuese una asesina o una criminal confesa. *** En la mansión McKellen, Richard entró en su despacho cargando una pesada caja llena de documentos que puso sobre su escritorio. —Mañana vendrá tu nueva secretaria —informó Morgan, su padre, al sentarse en una silla frente al escritorio. —¿Le explicaste que trabajaremos desde la mansión mientras terminan de remodelar las oficinas? —El equipo de trabajo que te conseguimos, aunque por ahora es pequeño, es muy eficiente y comprensivo —comentó Brandon, su tío, al tiempo que se dirigía al minibar para servirse un vaso de whiskey—. Elegimos a los mejores para que tuvieses un buen comienzo en el país. —Gracias por la ayuda, me ha costado ocuparme de todo porque aún no me adapto al cambio de horarios. Hay mucha diferencia horaria entre Dubai y California —reveló con expresión agotada. —Solo necesitas un día de descanso y listo —aseguró Bandon antes de dar un trago a su bebida. —Pero no puedo descansar ahora, tengo un millón de asuntos que resolver esta semana —confesó Richard, al tiempo que sacaba documentos de la caja para ubicarlos sobre el escritorio—. Lo más importante es reunirme con los ingenieros y programadores para decidir qué módulos de los proyectos pendientes podemos comenzar mientras consigo la financiación para comprar los equipos que hacen falta. Morgan gruñó por el enfado. —Melissa sigue negándose a firmarte las autorizaciones para que manejes el dinero de las cuentas conjuntas. Richard endureció la mandíbula. —Hasta que no le dé lo que quiere, no firmará nada. —¿Y desde cuándo ese interés por ser madre? —se quejó Brandon—. En cuatro años de matrimonio nunca se preocupó por tener un hijo. —Se ha sentido muy sola estos días. Cuidar de alguien podría ayudarla a salir de su depresión —respondió con expresión sombría—. Ese es otro asunto que debo atender esta semana: visitar la clínica de fertilización para que me indiquen las pautas a seguir. —¿De verdad buscarás un vientre en alquiler para tener a tu hijo? —consultó su padre con mala cara. —No tengo otra opción. Melissa no puede tenerlo por su malformación uterina, la mejor solución es hacer fertilización in vitro y gestar un vientre subrogado, pero no quiero que sea cualquiera. Por eso debo dedicarle atención a ese asunto. —Hablamos de tu hijo como si fuese un sistema informático que debes diseñar y programar para que funcione bien —resopló Brandon. —Aunque Melissa quiera acorralarme con esa exigencia, no la llevaré a cabo solo porque sí. Es cierto que me urge el dinero de las cuentas conjuntas, pero es mi hijo el que traeremos al mundo. Necesito a una mujer sana, con la reputación y la moral limpia para que albergue a mi hijo en su vientre. Y la necesito lo más pronto posible o no podré poner la empresa en marcha antes de que inicien las licitaciones del gobierno. Richard se sentó y se recostó en la silla con cansancio. Si bien era posible que algunas mujeres y hombres fueran incapaces de tener descendencia por diversas razones y los avances tecnológicos otorgaran posibilidades para lograrlo, hablar del tema le resultaba tan frío e impersonal que le causaba irritación. Más aún, cuando no se hacía por amor, sino por una necesidad. Para intentar obtener algo de un matrimonio que estaba muerto desde que había iniciado, pero del que le costaba liberarse. Decidió olvidarse de momento del asunto y abrió las gavetas del escritorio buscando carpetas que lo ayudaran a organizar los documentos. Quedó paralizado al encontrar en la última una fotografía que creyó perdida hace mucho. Se trataba de una imagen capturada hacía más de cinco años durante su último semestre en la universidad, que lo retrataba a él y a Bárbara Rizzo, su novia de la época. Tomó la fotografía y la observó con melancolía. Bárbara había sido una gordita hermosa a la que él le rompió el corazón por culpa de sus inseguridades del pasado. Un error que nunca se perdonó. Al escuchar que tocaban a la puerta, rápido escondió la imagen debajo de unos papeles. Pensó que sería su esposa Melissa. Si ella la encontraba, le reclamaría, ya que siempre había odiado a Bárbara. —El almuerzo está servido, señor —informó Franklin, el mayordomo—. La señora Vivian los espera en la sala para comer y la señora Melissa se acostó porque tiene dolor de cabeza. Morgan se levantó de la silla, animado. —Bien, tendremos una comida tranquila —ironizó antes de ir a la sala en busca de Vivian, su esposa. Richard se puso de pie también, sin saber cómo defender a Melissa del mal genio de su padre. A Morgan nunca le agradó aquella mujer, apoyó a su hijo en su decisión de desposarla porque era su obligación. Se dirigieron a la sala donde encontraron a Vivian mirando con preocupación el noticiero en la televisión. —¿Qué sucede? —quiso saber Richard al notar a su madre angustiada. —¿Esa chica no era tu amiga de la universidad? Bárbara Rizzo, la gordita dulce y cariñosa que preparaba unos postres divinos. Richard se acercó al televisor con el corazón bombeándole con energía en el pecho. Quedó paralizado al ver a Bárbara siendo llevada por un policía hacia una patrulla, rodeada por periodistas. —¡La acusan de ladrona! —exclamó Morgan sin poder creerse la noticia—. Dicen que estafó a unos empresarios y robó una aplicación informática. Richard quedó de piedra mientras veía a su exnovia mirar con desconsuelo hacia la cámara de televisión, con el rostro hinchado por el llanto y con una mejilla marcada por un golpe. —¿Bárbara Rizzo? —se preguntó en voz baja, impresionado por saber de ella justo en el momento en que necesitaba con urgencia de una mujer confiable y de moralidad limpia para traer a su hijo al mundo.
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