Capítulo 4
La primera mañana en la mansión me desperté antes que el sol, quizá porque el silencio era demasiado grande, tan pesado que me oprimía el pecho. Abrí los ojos y me encontré perdida en un colchón demasiado suave, rodeada de sábanas que olían a limpio, a suavizante caro, nada que ver con el olor agrio de mi ropa colgada en el apartamento pequeño donde hasta el sonido de los buses pasando me arrullaba. Aquí, en cambio, el único sonido era el de mi propia respiración, y lejos de tranquilizarme, me hizo sentir como una intrusa en un lugar que no me pertenecía.
Me levanté despacio, con los pies hundiéndose en la alfombra mullida que absorbía cada paso como si no quisiera dejar rastros de mí, y caminé hasta el ventanal. Al abrir las cortinas, un jardín inmenso se desplegó ante mis ojos, verde y perfecto, con fuentes que lanzaban chorros de agua cristalina y flores ordenadas en hileras precisas, como si la naturaleza también estuviera sometida a la disciplina de esa casa. Pensé en mi madre, en su gusto por las plantas, en cómo siempre cuidaba una maceta de geranios en nuestro balcón diminuto, y sentí una punzada de tristeza al imaginarla allí, lejos de toda esta abundancia, esperando en la cama de hospital.
Me duché en un baño que parecía de hotel, con toallas blancas demasiado suaves y un espejo tan grande que reflejaba mis inseguridades más que mi cuerpo. Escogí ropa sencilla, lo mejor que tenía en la maleta, y aun así me sentía disfrazada, como una impostora que juega a ser señora en un lugar que la supera en cada detalle.
Al salir al pasillo me encontré con una empleada joven que llevaba una bandeja de desayuno. Me miró con una mezcla de respeto y curiosidad, como si no supiera muy bien cómo dirigirse a mí.
—Buenos días, señora —me dijo, inclinando apenas la cabeza.
La palabra volvió a clavarme como una aguja, pero sonreí con torpeza.
—Buenos días —respondí, aunque mi voz sonó más ronca de lo que pretendía.
—¿Desea tomar el desayuno en su habitación o prefiere que lo sirvamos en el comedor? —preguntó, con esa formalidad que me resultaba insoportable.
La idea de sentarme en un comedor enorme, rodeada de silencio y atendida como si fuera alguien importante, me revolvió el estómago.
—No, gracias, tengo que salir —improvisé—, será otro día.
Ella asintió sin insistir, y yo aproveché para apurar el paso, bajando las escaleras con un nudo en la garganta. No quería ver a nadie más, no quería sentir esas miradas que me llamaban “señora” sin conocerme, prefería huir antes de que el día comenzara a recordarme lo que había firmado.
El chofer ya estaba esperando afuera, impecable como la noche anterior, con el auto reluciente frente a la entrada. Me abrió la puerta sin decir una palabra, aunque en su gesto había algo de complicidad silenciosa, como si entendiera que yo prefería no hablar.
El trayecto hasta el hospital se me hizo eterno. Mientras avanzábamos por la carretera, observaba las casas que quedaban atrás, los contrastes entre la riqueza que rodeaba la mansión y los barrios más modestos que comenzaban a aparecer a medida que nos acercábamos al centro. Mi corazón se aceleraba al recordar lo que me esperaba en la habitación de mi madre: su cuerpo frágil, su piel pálida, el olor metálico del suero y esa fe que ella parecía guardar todavía, aunque yo hacía tiempo la había perdido.
Al llegar al hospital, el contraste fue brutal. El mármol frío y brillante de la mansión quedó atrás, y de nuevo me recibió el olor penetrante a desinfectante y medicamentos, los pasillos atestados de pacientes, los murmullos de familiares esperando noticias. Ahí era donde yo realmente pertenecía, en medio de esa lucha diaria por sobrevivir, no en un palacio donde las flores parecían durar eternamente frescas.
Encontré a mi madre recostada, los ojos entreabiertos, la piel todavía más blanca que el día anterior. Me acerqué despacio, temiendo despertarla, pero ella sonrió apenas al verme.
—Otra vez con esa cara de cansancio —me dijo con suavidad—, ¿no dormiste bien?
Me senté junto a su cama, apretando su mano entre las mías.
—Dormí demasiado —mentí—, solo que aquí el silencio es distinto.
Ella me observó con ojos cansados, pero aún brillantes.
—No me engañes, hija, siempre sé cuándo mientes.
Cerré los ojos un instante, tragándome el nudo en la garganta.
—Hoy es el día —susurré—, hoy te operan y todo va a cambiar.
Mi madre acarició el dorso de mi mano con delicadeza.
—Cambiará para ti también, ¿verdad? —preguntó, y esa pregunta me atravesó como un cuchillo.
Cuando los médicos entraron a preparar el traslado al quirófano, mi corazón se disparó. El cirujano me explicó por enésima vez los riesgos, las posibilidades, la necesidad de mantener la calma. Yo asentía sin escuchar del todo, como si mis oídos solo captaran el eco de mis propios pensamientos: “todo esto tiene que valer la pena, no puedo haberme vendido por nada, no puedo perderla después de lo que acepté”.
La acompañé hasta la puerta del quirófano, sosteniendo su mano hasta el último instante, y cuando la enfermera me pidió que soltara, sentí que me arrancaban un pedazo de mí.
Las horas de espera fueron un suplicio. Caminaba de un lado a otro por el pasillo, bebía café aguado de la máquina, hablaba sola para no perder la cordura.
—Seis meses —murmuraba—, seis meses de mi vida por esto, mamá, no me dejes ahora, no me hagas arrepentirme.
Me dejé caer en una silla de la sala de espera y hundí la cabeza entre las manos. Y entonces lo vi.
Alexander.
De pie en la entrada, impecable con su traje oscuro, la corbata perfectamente ajustada, el cabello peinado hacia atrás con esa disciplina que parecía reflejar lo que era: un hombre acostumbrado al control absoluto. Caminaba hacia mí con paso firme, sin prisa, pero con esa seguridad que llenaba el espacio entero.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, incrédula, al levantar la cabeza.
—Cumplo con mi papel —respondió con calma—. Soy tu esposo, al menos en apariencia, y los esposos acompañan en momentos como este.
Quise soltarle un comentario ácido, decirle que no necesitaba su compañía comprada, pero antes de que pudiera abrir la boca, una puerta se abrió y un médico salió con el rostro serio.
—Hubo una complicación —dijo con voz rápida—, su madre está sangrando más de lo esperado, estamos intentando estabilizarla.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Mi respiración se volvió caótica, el pecho me ardía y un grito ahogado escapó de mis labios.
—No, no puede ser… —susurré, llevándome las manos al rostro—, no puede… no puede dejarme ahora.
Me levanté de golpe, temblando, a punto de colapsar, y fue entonces cuando sentí una mano firme posarse sobre la mía, conteniéndome. Alexander estaba junto a mí, mirándome con esa severidad que siempre usaba, pero su voz, aunque grave, sonó más baja, casi humana.
—Respira —me dijo—. Tu madre es fuerte, va a salir de esto.
Lo miré entre lágrimas, sin creer, sin confiar, pero necesitando aferrarme a algo, y su gesto mínimo, esa presión cálida de su mano sobre la mía, fue suficiente para sostenerme. No fue ternura, no fue amor, fue apenas un contacto, pero me atravesó de un modo inesperado.
Cuando el médico regresó más tarde con noticias mejores —“ya está estabilizada, seguimos adelante con la cirugía”— mis piernas apenas me sostenían. Me dejé caer otra vez en la silla, y entonces sentí que Alexander, sin palabras, se inclinaba un poco y me envolvía en un abrazo breve, contenido, como si no quisiera dármelo del todo, pero no pudiera evitarlo.
Me quedé rígida al principio, después me permití respirar en ese espacio mínimo, un refugio extraño que no entendía. Y al separarnos, él habló de nuevo, con su voz habitual, fría y firme.
—Cuando tu madre salga del hospital, podrá quedarse en la mansión con nosotros. Habrá espacio suficiente para que se recupere.
Las lágrimas volvieron a llenarme los ojos, y apenas pude murmurar un “gracias”. No sabía si lo decía porque lo sentía, o porque era lo único que podía pronunciar.
Él asintió como quien cierra un trato, pero en el fondo algo había cambiado: yo ya no estaba sola, aunque supiera que esa calidez era prestada, aunque me repitiera que lo hacía por el contrato y no por mí, no podía negar que en ese momento, mínimo e inesperado, algo se había encendido entre nosotros.