Capitulo 3

875 Palabras
- Por favor -musitó para sí mismo, pasando la mano por el cuello mientras se dirigía al salón. Otra sorpresa No sabía por qué, pero no había imaginado que Helena podría vivir en una casa tan elegante. Había dos sofás blancos uno frente al otro y, en medio, una mesa de madera de roble llena de revistas. Un par de sillones, mesitas de lectura y elegantes lámparas decoraban la bien iluminada habitación. Las ventanas llegaban hasta el techo y desde ellas podían verso el mar a lo lejos. Una de las paredes estaba cubierta de estanterías con libros y en la otra había una elegante chimenea. El suelo de madera pulida reflejaba la luz del sol. Una sorpresa tras otra, pensaba. Cuando había aceptado llevar a Helena a Oregón, había esperado encontrarla en un pequeño apartamento separado del mundo. Pero había sido una estupidez pensar que Helena no había cambiado en diez años. Dante no podrá dejar de preguntar si su personalidad cambiará tanto como su aspecto exterior. Helena subió a la carrera, se golpeó el muslo con la esquina de la cómoda y, mordiéndose los labios, entró en el cuarto de baño murmurando una maldición. Otro cardenal, pensaba. Se había hecho tantos que cualquiera podría pensar que era una mujer maltratada. Pero no era torpe. Simplemente, hacía las cosas muy deprisa. Siempre estaba pensando en lo próximo que tendrían que hacer. En aquel momento, estaba pensando en los tres días que podrían pasar en el coche, y en algún motel, con Dante Camacho Apoyando las manos en el lavabo, inclinado hacia adelante y respiró con fuerza. - ¿Por qué tiene que seguir siendo tan guapo? -murmuró para sí misma-. ¿Por qué no le ha salido una joroba o se le han estropeado los dientes? Sentía mariposas en el estómago. Una sola mirada y su corazón se habían acelerado de tal forma que no le había sorprendido verlo salir volando de su pecho. No quería ni imaginarse qué habría pasado si él hubiera presentado con el uniforme de marine. ¿Qué tenía Dante Camacho que la afectaba tanto ?, se preguntaba. También de niña, Helena sonaba con que rompía con su hermana Alicia para salir con ella. Se acostaba cada noche besando la almohada como si fuera él. Hemos recibido docenas de diarios específicos cada palabra que él le ha dicho, lo cual no era nada difícil porque la mayoría de sus conversaciones se limitaban a un «Hola, Dante». A lo que él contestaba con un escueto «Hola, ¿dónde está tu hermana?». No mucho, desde luego, pero lo suficiente como para calentar el corazón de una quinceañera torpe y feúcha como ella. Y diez años más tarde, él le había dicho un piropo. Obviamente, el dinero que había gastado en un cambio de imagen había valido la pena. Helena vio la cara y se miró en el espejo. - Desde luego, eres una belleza -se dijo a sí misma. Abriendo mucho el ojo izquierdo, comenzó a masajear el párpado hasta que por fin colocó la lentilla en su sitio. Mientras estudiaba su reflejo, Helena se preguntaba si todo aquello merecería la pena. No solo las lentillas. Estaba empezando a dudar de si el Plan valía la pena. Su plan. Una mentira Helena apagó la luz del cuarto de baño y volvió a su habitación. La luz del sol se filtraba a través de las cortinas azules y se reflejaba sobre el edredón de rayas de su cama. Como las barras de una prisión, excepto que las suyas eran horizontales en lugar de verticales y, necesariamente, en las prisiones no requieren almohadas de plumas. Además, no se iba a la cárcel por mentir, pensaba. Pero su conciencia culpable la molestaba de nuevo. - Perfecto -murmuró, dirigiéndose hacia la cama para tomar las maletas-. Menos mal que no te ha convertido en criminal. O en espía. No tienes estómago para eso. ¿A quién estaba intentando engañar ?, se preguntaba. No era la idea de mentir en una reunión escolar lo que hizo que tuviera un nudo en el estómago. Era volver a ver a Dante. Era volver a recordar los sentimientos que él había despertado. Era darse cuenta de que algunas cosas, pasara el tiempo que pasara, no habían cambiado. Con el porta trajes colgado de un hombro, la pesada maleta en una mano y el necesitado en la otra, Helena se dirigía hacia la escalera a los trompicones. Como alguien a quien han enviado galeras. - Helena, por favor, cálmate -murmuró para sí misma. Si iba a pasar las próximas dos semanas sudando por cada pequeña mentira, perdón, «exageración», moriría de angustia. Y tenía que aprender a controlar el ataque de nervios que controlaba cada vez que estaba a un metro de distancia de Dante Camacho. Sólo le estaba haciendo un favor por su hermana. Sólo estaba siendo amable. No era su cita. Ni su amante. Aquel pensamiento envió un escalofrío por su espina dorsal. Lenta, deliberadamente, Helena tuvo aire, esperando estabilizar su debilitado sistema nervioso. Cuando le dije que había recuperado el control, probablemente la barbilla. Puedes hacerlo, Helena Sólo tendrás unos días a solas con él y después no volverás a verlo. No va a ser tan difícil. Algo le indicará qué frase aparecerá en su diario como las famosas «últimas palabras».
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