Capítulo 1. El nuevo Travis.

1257 Palabras
Travis corrió al auto al tiempo que desactivaba la alarma con el control. Las luces de un Audi dorado parpadearon y él pudo subir al asiento del piloto. Puso el motor en marcha y encendió el reproductor de música haciendo sonar un movido tema de rap. —No, por favor. Quita eso —se quejó Phineas Wagner, su padre, al ocupar el asiento a su lado y abrirse la chaqueta de su traje. Travis dibujó una sonrisa pícara y lanzó una mirada al asiento trasero, donde se sentaba Yaneth, su madre. La mujer subía con lentitud por culpa de su ajustado vestido que poseía una falda larga tipo sirena. —Es lo más moderno que existe ahora —rebatió. —Ya he tenido mucha música por hoy —alegó el hombre y bajó casi por completo el volumen. De esa forma solo se oía un murmullo lejano—. Creo que esta noche me dolerá la cabeza. —Traje un calmante conmigo, ¿quieres tomarlo de una vez? —preguntó Yaneth mientras revisaba el interior de su cartera tipo sobre. —Oh, vamos. La música del concierto no fue tan estridente. Tan solo era un chico con un piano acompañado, en ocasiones, por dos violinistas. —Ya estoy viejo para estar en un salón cerrado donde suenan altos decibeles —impugnó Phineas mientras se quitaba la corbata. Sin perder su expresión divertida, Travis salió del estacionamiento del auditorio y tomó rumbo hacia su casa. Habían asistido a un evento musical benéfico auspiciado por la Alcaldía de Miami-dade. Su padre había sido invitado al ser uno de los empresarios más importantes de la región. Aceleró un poco el vehículo para llegar pronto. Luego de dejar a sus padres iría al club Arkadia, donde lo esperaban sus amigos para pasar una noche de fiesta. —¿Puedes bajar la velocidad? —lo regañó Phineas mientras se tomaba la medicina que su esposa le había facilitado. —Voy a buena velocidad, mucho más lento de lo que suelo manejar a diario. —¡¿Vas más rápido que esto?! —preguntó alarmado. —Déjalo, Phineas. Hoy el niño está apurado —dijo la mujer con mirada cómplice. —Mamá, no me llames niño —se quejó él sin perder su sonrisa chispeante. —Aunque estés a punto de cumplir veinticinco años siempre serás mi niño. —¿Y por qué el niño debe ir tan apurado? —terció Phineas con tono jocoso. —Porque hoy se encontrará con ella, ¿no es así, corazón? Travis aumentó la sonrisa. —¿Quién es ella? —quiso saber el padre. —Alguien a quien conocerás muy pronto, papá. Solo si llego temprano al club y ella me dice que sí. Phineas arqueó las cejas, sorprendido. Travis era un deportista exitoso, que gracias a la fama y al dinero contaba con una corte de mujeres que besaban el suelo por donde pasaba. La prensa le endosaba cada semana una novia diferente, aunque ninguna era oficial, porque en casa ni siquiera hablaba de ellas. Ahora parecía haber una especial a la que posiblemente, pronto conocería. Quiso saber más de esa misteriosa mujer, pero la cara de preocupación de su hijo se lo impidió. —¿Qué pasa? —No responden los frenos. —¿Cómo que no responden? —¡Estoy pisando el freno, papá, y no responde! —exclamó angustiado. —¡Reduce la velocidad! —ordenó con nerviosismo. —¡Phineas, ¿qué pasa?! —exigió Yaneth aterrada. Travis intentó bajar la velocidad, pero justo pasaban por una curva inclinada en bajada. El auto aceleró. —¡Nada! ¡No perdamos la…! No pudo terminar la frase. La dirección del auto se rompió y el vehículo se dirigió a gran velocidad hacia un costado. Gritos de espanto resonaron en el interior mientras chocaban contra la baranda de la vía y salían expulsados por el aire dando vueltas. Al caer al suelo continuaron girando por varios metros, lo que transformó al vehículo en una masa deforme. Los cristales reventaron y una de las llantas se despegó de su base rodando al interior del campo. En algún momento la puerta del piloto salió disparada y Travis fue echado al exterior. No se había puesto el cinturón de seguridad. El dolor que sintió cuando al fin su cuerpo quedó de cara al cielo fue tan intenso que pronto le hizo perder la conciencia. «Clarice…», masculló con su mirada fija en las estrellas, hasta que la oscuridad se apoderó de él y le concedió algo de paz. *** Tres años después… Clarice González subió al vehículo que el entrenador de los Miami Crab, el equipo local de fútbol americano de la ciudad, le había facilitado. Semanas atrás había regresado a Miami con su padre desde Venezuela, luego de la muerte de su madre. Fue al Hard Rock Stadium para entrevistarse con el hombre y así pedirle una oportunidad de trabajo, pero resultó que el equipo ya tenía a todos los fisioterapeutas necesarios, incluso, a sus ayudantes. Como la conocía desde hacía mucho, porque su padre había sido vigilante en el estadio y le tenía gran aprecio, le ofreció trabajar por un tiempo con un antiguo m*****o del equipo que requería con urgencia de sus servicios para su recuperación. —El sujeto es un tipo déspota y posee un carácter complicado, ninguno de mis fisioterapeutas quiere ir con él, pero es un millonario que está dispuesto a pagar lo que sea por ayuda —le comunicó el entrenador antes de que partiera. —He trabajo con clientes difíciles —aseguró la joven—. Algo que me caracteriza es la paciencia. Y en realidad, tenía mucha paciencia, pero mayor era su necesidad de dinero. Soportaría lo que sea si le pagaban bien. Ella había nacido y estudiado en Estados Unidos, aunque sus padres provenían de Venezuela. Dos años atrás, estando recién graduada como Fisioterapeuta deportiva, su madre enfermó de cáncer y exigió pasar sus últimos días en su país, con su familia, por eso tuvieron que mudarse. Allá se quedaron hasta que su madre fue vencida por la enfermedad, luego decidieron regresar ya que en Miami aún tenían a muchos amigos y mejores oportunidades de empleo. Se instalaron en un pequeño departamento y ahora ella estaba en una búsqueda desesperada de trabajo. El auto la dejó en la entrada de una enorme y elegante mansión. Un mayordomo la recibió y la hizo pasar al salón principal. Clarice estuvo admirando las obras de arte que adornaban el interior imponente de la casa mientras esperaba a su cliente. —Buenos días —la saludó una voz ronca y masculina que la hizo estremecer y le trajo a la mente hermosos recuerdos del pasado. Al girarse hacia el hombre, quedó paralizada. La sangre dejó de correrle en las venas. —¿Travis? —preguntó mientras veía con la boca abierta al hombre de cabello castaño que se encontraba sentado en una silla de ruedas. Aún poseía el torso atlético y los brazos fibrosos del pasado, aunque se notaba mucho más delgado, pálido y desgarbado. Y su cara de facciones masculinas, poblada por una barba de tres días, estaba marcada por una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda. Pero eso no era lo que lo hacía diferente. La mirada oscura de Travis, que en el pasado había sido dulce y juguetona, ahora se mostraba salvaje. Reflejaba odio y dolor en partes iguales. —¿Qué demonios haces aquí, Clarice? —respondió él con dureza, partiéndole una vez más el corazón.
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