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1492 Palabras
2 ~ El punto de vista de Isabella Jack me acompañó a casa, los dos moviéndose lentamente, como si intentáramos alargar el momento. Aún sentía el calor de su mano en la mía, de cuando me ayudó a subir junto al río, y una parte de mí no quería desprenderse de esa sensación. Al llegar a mi puerta, se detuvo y se giró hacia mí. Por un momento, pensé que por fin diría algo más sobre cómo se sentía. En cambio, metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño tubo de ungüento y una tirita. —Toma —dijo en voz baja, entregándomelas—. Para tu herida. Asegúrate de limpiarla y ponerte esto. Te ayudará a sanar más rápido. Le quité el ungüento y la tirita, rozando los suyos con mis dedos. Una pequeña chispa de esperanza brilló en mi interior. Quizás sí se preocupaba por mí más de lo que dejaba ver. Quizás solo estaba siendo cuidadoso porque se lo prometió a su padre. “Gracias, Jack”, dije, intentando disimular la sonrisa que se dibujaba en mis labios. “Qué considerado de tu parte”. Él asintió, regalándome esa sonrisa suya tan dulce. “Cuídate, Bella”, dijo. “Eres más fuerte de lo que crees, ¿sabes?“. No quería que se fuera. Todavía no. Quería preguntarle más, averiguar qué le pasaba por la cabeza. Pero justo cuando abría la boca para decir algo, vi que alguien se acercaba. Era Kayla, una de las chicas que había estado con el grupo que me había acosado antes. Tenía el rostro desencajado por la ira mientras se acercaba furiosa. —¿Qué haces con Jack? —espetó Kayla, con los ojos llameantes mientras me miraba fijamente. Pude ver la furia en sus ojos, y mi corazón empezó a latirme con fuerza. Retrocedí instintivamente, agarrando con fuerza el ungüento y la tirita. Antes de que pudiera decir nada, Jack dio un paso adelante, con una expresión repentinamente fría y distante. “Solo pasaba por aquí“, dijo con voz firme. “Bella estaba herida, y solo me aseguraba de que llegara a casa sana y salva porque tengo que asegurarme de que todos estén a salvo, incluso si no son de los nuestros. Eso es todo”. Sentí una punzada en el pecho ante sus palabras, la facilidad con la que se distanciaba de mí. Ni siquiera me miró mientras hablaba; tenía la mirada fija en Kayla. Kayla me miró de arriba abajo con asco. “Lo sabía”, dijo con desprecio. “No hay forma de que te rebajaras tanto para ser amiga de una humana como tú, Bella. No perteneces aquí. Nunca perteneciste”. Sus palabras me hirieron profundamente, y sentí que me sonrojaba de vergüenza y rabia. Quise alzar la voz, defenderme, pero no me salían las palabras. Me quedé allí, sintiéndome pequeña y humillada. Jack se volvió hacia mí con expresión vacía. “Entra, Bella”, dijo en voz baja. “Mejor que te vayas”. Lo miré, buscando en su rostro alguna señal de que no decía la verdad, pero solo vi esa misma mirada indescifrable. Se me encogió el corazón y sentí que las lágrimas me picaban en las comisuras de los ojos. Kayla sonrió con sorna, visiblemente satisfecha consigo misma. “Vamos, Jack”, dijo, uniendo su brazo con el de él. “Vámonos. Tenemos mejores cosas que hacer que perder el tiempo con ella”. Los observé alejarse, Kayla aferrada a Jack como si fuera suyo. Él ni siquiera me miró. Me quedé allí, agarrando el ungüento y la tirita en la mano, con una mezcla de dolor y confusión. Estaba absorta en mis pensamientos, repasando todo lo que había pasado junto al río y en mi puerta. Las acciones de Jack no dejaban de dar vueltas en mi mente, cada momento como una pieza de rompecabezas confusa que no encajaba del todo. ¿Le importaba o solo estaba siendo amable porque sentía lástima por mí? La forma en que se distanció de Kayla me dolió más de lo que quería admitir, y no podía dejar de pensar en ello. De repente, una voz fuerte y áspera me devolvió a la realidad. ¡Oye, inútil! ¿Vas a quedarte ahí parada toda la noche? Me quedé paralizada, con el corazón a punto de saltarme. Era mi madre adoptiva, gritando desde la cocina. Su voz era aguda y llena de irritación. Ni siquiera se molestó en usar mi nombre real; nunca lo hacía. Para ella, siempre fui una “inútil”, una “carga” o una “gorrona”. Era como si disfrutara recordándome que no formaba parte de esta familia, que no pertenecía. —¡Entra ya! —gritó de nuevo, y su voz resonó por toda la casita—. ¿Crees que puedes andar por ahí sin hacer nada todo el día? ¡Tienes que hacer las tareas del hogar! Mis manos empezaron a temblar y sentí un miedo familiar creciendo en mi pecho. Nunca sabía qué esperar de ella. Algunos días solo gritaba, lanzándome insultos, pero otros días se volvía más cruel, su ira se convertía en algo peor. Todavía me dolía la piel de la última vez que decidió darme una “lección” por no terminar mis tareas lo suficientemente rápido. Respiré hondo y me sequé los ojos rápidamente, intentando recomponerme. “¡Ya voy!“, grité, intentando mantener la voz firme a pesar del miedo que me daba lo que pudiera pasar. Sentía las piernas pesadas mientras me dirigía a la cocina; cada paso me llenaba de pavor. Cuando llegué a la cocina, ella estaba allí de pie, con los brazos cruzados, golpeando el suelo con el pie con impaciencia. Su mirada era fría y sus labios apretados formaban una fina línea. Vi una pila de platos sucios en el fregadero y ropa sucia esparcida por el suelo. —¿Por qué tardaste tanto? —espetó—. ¿Qué hacías, fantaseando con un chico? Eres una inútil. Ni siquiera sabes hacer bien un trabajo sencillo. “Lo siento”, murmuré, cabizbajo. Sabía que no debía replicar. Lo último que quería era enfadarla más. Rápidamente me dirigí al fregadero y empecé a lavar los platos. Me temblaban las manos mientras intentaba concentrarme en la tarea que tenía delante. Pero no se rindió. Nunca lo hacía. «Mírate, tan patético y lento», continuó, con la voz llena de desprecio. «¿Crees que alguien se va a preocupar por ti? ¿Crees que eres especial? No eres más que una carga. No sé por qué me molesté en acogerte». Sus palabras me hirieron profundamente, pero ya me había acostumbrado. Las había oído tantas veces que casi me parecían ruido de fondo. Casi. Todavía me dolían, pero había aprendido a reprimirlas, a concentrarme en superar el día. Mantuve la vista fija en los platos, intentando ignorar su voz, pero era difícil. Podía sentirla observándome, esperando que me equivocara, esperando cualquier excusa para volver a arremeter. Sabía que debía tener cuidado, mantener la cabeza baja y hacerlo todo bien. Pero incluso así, a veces no era suficiente. Y esa noche, podía sentir esa tensión familiar en el aire, esa sensación de inquietud que me erizaba la piel de ansiedad. Mientras fregaba los platos, intentando ignorar las palabras de mi madre adoptiva, oí los pasos pesados ​​de mi padre adoptivo acercándose desde el pasillo. Me encogí aún más. Si mi madre adoptiva hubiera sido tan dura, él habría sido diez veces peor. No solo gritaba; encontraba la manera de que cada error pareciera un delito. Entró en la cocina con el ceño fruncido. “¿Qué demonios es esto?“, ladró, señalando la pila de ropa en la esquina. “¿No lavaste mi ropa? ¡Te dije esta mañana que más te vale que esté lista para cuando vuelva!” —Lo... lo siento —balbuceé, con las manos temblorosas al girarme para mirarlo—. No... aún no los he alcanzado. Estaba... —¿Qué estabas haciendo? —gritó, acercándose y entrecerrando los ojos—. ¿Demasiado ocupada haciendo el vago? ¿Crees que puedes hacer lo que quieras en esta casa? —N-no, señor —susurré con voz temblorosa—. Solo estaba... Antes de que pudiera terminar, se me resbaló la mano y uno de los platos que estaba lavando se me cayó de las manos. Cayó al suelo con un fuerte estruendo, rompiéndose en pedazos. El sonido pareció resonar en la pequeña cocina, más fuerte que cualquier cosa que hubiera oído jamás. Me quedé paralizada, con los ojos abiertos de miedo y la respiración entrecortada. La habitación quedó en silencio por un momento, y luego oí la fuerte inhalación de mi madre adoptiva, seguida por un gruñido bajo y enojado de mi padre adoptivo.
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