—¿O acaso crees que Sigmund te mandó a esta isla a jugar a las muñecas? —sigue preguntando Karl, su voz está impregnada de cinismo.
—Me ofreció una suma jugosa para venir y salvarte el pellejo. Pero mientras menos riesgos corramos, mejor... ya sabes, peleo contra gente peligrosa, sí... gente, no bestias furiosas.
—Tranquilo, tengo un mapa. No iremos directamente al distrito; lo veremos desde lo alto de una montaña —dice Karl.
Minutos después, comienzan a ascender una zona montañosa. Casi una hora después, llegan a la cima.
—Realmente espero que me hayas traído, por lo menos, un poco de café, Karl... y algo que comer —protesta Jon, llegando a la cima tras él, con la respiración entrecortada por el esfuerzo. Karl le arroja una botella de agua, que Jon atrapa al vuelo.
—¿Agua? —pregunta, quitándole la tapa y dejándola casi vacía. La desilusión se refleja en su rostro. Karl se acomoda en el borde del precipicio, la brisa fría acariciando su piel mientras sus ojos se posan en el distrito devastado que se extiende ante ellos. Jon se sienta a su lado, ambos en silencio, binoculares en mano. Lo que ven es un espectáculo dantesco: cuerpos tendidos en el suelo como muñecos rotos olvidados por un niño. Autos incendiados, sus llamas danzando al ritmo de la fuerte brisa, iluminando la escena con un brillo siniestro. Animales devoran los cadáveres, y grupos de perros atacan ferozmente a los pocos humanos que aún intentan escapar. La desesperación y el caos son palpables.
—¿ Cuál es tu plan, Karl?— pregunta Jon casi en un susurro que refleja su ansiedad.
— Está claro Jon, permanecer aquí hasta que un indicio, una pista crucial, se haga presente— Jon respira hondo, su rostro es un reflejo del horror que ambos sienten. La incredulidad y el asco se mezclan en sus expresiones, mientras el silencio se hace pesado entre ellos. Jon traga grueso, su garganta se mueve con dificultad, un recordatorio brutal de la realidad que enfrentan, un mundo en el que la humanidad parece haber perdido toda esperanza. La tensión en el aire es casi tangible, y Karl siente que el peso de la situación se asienta sobre sus hombros.
—Esto es... —Jon comienza a decir, pero las palabras se le atoran en la garganta, incapaz de articular el horror que presencian.
—Es peor de lo que imaginábamos —responde Karl, su voz es grave y llena de resignación. Ambos saben que deben mantenerse firmes, pero la visión de aquel infierno los golpea como un puño en el estómago. Mientras observan, la pregunta que ambos temen formular flota en el aire: ¿hay alguna forma de revertir este desastre?
—Debemos irnos ahora, no es seguro, Karl.
—No llegarán hasta aquí... espera... —Karl enfoca los binoculares y ve dos camiones blindados acercándose al distrito.
—¡Están locos! ¿Acaso no saben que son peligrosos? —susurra Jon. Karl guarda silencio, tenso. ¿Qué hacen dos camiones en el distrito? Se supone que fue declarado en cuarentena. Las puertas de los camiones se abren, y bajan cuatro hombres vestidos de blanco y con máscaras antigás, descendiendo sin la más mínima preocupación. Karl y Jon se miran perplejos; los hombres caminan en direcciones diferentes, pareciendo invisibles ante las criaturas que solo se atacan entre ellas.
—Camiones blancos, no tienen ningún símbolo que los identifique —dice Karl mientras Jon ajusta el enfoque de los binoculares.
—Espera, espera, mira bien, Karl, las puertas... —Kar lo hace, y ve una pequeña estrella blanca con puntas negras.
—¿Qué significará? —se pregunta Karl.
—Es una organización, más como una sociedad secreta. Verás, las sociedades secretas ilegales solían distinguir a sus miembros con una pequeña estrella.
—Wooo, hiciste tu tarea —dice Karl con sarcasmo.
—Debemos irnos, hay que investigar más sobre ese símbolo —insiste Jon.
—Es eso o... ¿tienes miedo? —pregunta Karl, levantándose y colocándose un par de anteojos oscuros.
—No me apetece estar aquí si a alguna de esas criaturas se le ocurre acercarse— Karl se levanta y él lo sigue. Ambos descienden por el sendero empinado hasta el auto, en silencio, consternados por las escenas que acaban de presenciar. Caminan de prisa, intentando llegar pronto a la seguridad del vehículo.
—Además, tengo hambre —protesta Jon, rompiendo el silencio. Karl lo mira y niega con la cabeza.
—Nada te quita el hambre, ¿eh?
—¡Wo, wo, wo, wo! —exclama Jon cuando ya han recorrido la mitad del camino, llevando su mano hacia su arma.
—¿Qué sucede? —pregunta Karl, tomando rápidamente una flecha. Jon le hace una señal gestual. Karl gira su mirada hacia uno de los árboles. Un enorme gavilán los observa, moviéndose sobre la rama de forma extraña, como si estuviera ansioso o hubiera visto algo que no le gustó. Karl le hace señas a Jon, animándolo a tener cuidado y ser muy silencioso, pero Jon apunta con su arma. El águila suelta un grito agudo, sus ojos están muy rojos.
—¿Es una de esas cosas? —pregunta Jon. Karl asiente.
—Mantén la calma, podrían haber más. —Pero antes de terminar la frase, el águila extiende sus alas y se lanza en dirección a ellos. Jon dispara, un tiro certero que hace que el animal caiga muerto al suelo, pero provoca que una treintena de águilas más salgan del letargo en el que se encontraban, tal vez después de un sangriento banquete, y ahora se encuentran ante sus próximas víctimas.
Jon apunta con rapidez, intentando impactar a la mayor cantidad posible, pero las detonaciones generan un verdadero caos. Algunos chimpancés salen de sus escondites, alborotados, chillando desesperadamente. Karl lanza varias flechas con rapidez, pero en vez de disminuir, parece que aumenta la cantidad de aves agresivas. Algunas comienzan a atacar a los primates, quienes corren por el sendero montaña abajo, mientras otros caen por un desfiladero. Karl nota algo: algunas de las enormes aves caen sin recibir ningún impacto o ser atravesadas por flecha alguna. Eso indica que hace mucho se infectaron. La infección solo puede durar horas o unos tres días en el organismo antes de matar a su huésped. Durante ese tiempo, el virus se apodera del sistema, utilizando al huésped como un medio para replicarse y propagarse, hasta que finalmente lo consume por completo.
—¡Debemos irnos! —le grita a Jon, pues quedarse sería una desventaja ante tantas criaturas. Karl corre sendero abajo, con Jon detrás de él. Sus corazones laten con fuerza, sintiendo que falta mucho para llegar al auto. Solo se escuchan los chillidos y gritos agudos de las águilas, que vuelan desesperadas en busca de algo que puedan destruir. Los primates pasan a su lado, huyendo también por sus vidas. Algunos son levantados por las águilas y dejados caer sin vida o gravemente heridos, reventando al impacto con el suelo. Jon mira el horror y solo ruega a Dios no sentir esas afiladas garras sobre él; no es así como quiere morir.
Entonces, algunas aves comienzan a caer por el camino con convulsiones violentas. Pero no son tan afortunados; otras las siguen de cerca. Una logra atacar a Jon, tomando su camisa con fuerza e intentando desgarrar su cabeza. Sus uñas se clavan en su espalda, su pico golpea con fuerza su cráneo. Jon gira, intentando pelear con el furioso animal y quitárselo de encima. Su espalda comienza a sangrar. Karl apunta rápidamente y clava una flecha en su ojo, provocando que esta caiga sin vida. Entonces sin perder tiempo, la quita con fuerza de sobre Jon, pues sus afiladas garras estaban agarradas de su piel. Tira de ella sin compasión, y al verse liberado, Jon repone fuerzas y siguen corriendo, sin prestar atención al dolor.
Al llegar al auto, Karl salta sobre el cofre del vehículo para abrir la puerta más rápido. Entra del lado del copiloto.
—¡ARRANCA!... ¡ARRANCA! —grita Karl. Jon no logra encender el auto. La mayoría de las águilas han caído en el sendero, pero una muy grande choca contra el vidrio del vehículo del lado del conductor. Con su cuerpo, golpea con fuerza la ventanilla. Ambos miran horrorizados los ojos rojos del águila, que, tras golpearse con todas sus fuerzas contra el auto, cae ante los ojos de los dos hombres, quienes han quedado mudos por el impactante espectáculo que acaban de presenciar. Por fin, Jon enciende el auto, atropellando a un primate en la huida y tratando de esquivar a otros, pero logran alejarse velozmente del sitio.
Karl lleva a Jon a emergencias, donde le limpian las heridas y le hacen sutura.
—Son heridas profundas —señala la enfermera—. Las águilas no suelen atacar a los humanos; tal vez estaba estresada o herida o quizás ustedes se atrevieron a acercarse a ese distrito, es una locura—dice mientras termina de colocar el vendaje. Jon y Karl se miran; Jon hace una negación. Se coloca la camisa y ambos salen de allí hacia el hotel.
—Mínimo me debes un emparedado —le dice Jon de camino. Karl para en una cafetería y pide emparedados y dos cafés. Aunque están impactados, saben que comer les dará fuerzas para escapar de un próximo ataque.