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4999 Palabras
Amelia volvió a la mesa con sus padres sintiendo el corazón vacío. Acababa de arrancarse del alma algo muy grande, algo que se había pegado a ella como un cáncer, y había sido tan pesado de llevar… Al fin se lo había quitado del alma, del corazón, de sus hombros. Ahora sí, se dijo, que venga el futuro, que venga el mañana. El tiempo no espera a nadie, oyó decir, y Amelia levantó la mirada. En los altavoces del restaurante estaba sonando una canción. Un clásico de Freddie Mercury. El tiempo no espera a nadie, decía, y los vellos de su cuerpo se erizaron. Tenemos que planificar nuestras esperanzas juntos O ya no tendremos un mañana. Porque el tiempo… Éste no espera a nadie… Se pasó la mano por los brazos, frotándoselos. Era verdad. El tiempo no daba espera. Siempre había considerado que éste era el más inexorable de todos los castigos del ser humano. Pasaba sin piedad, sin tregua. Y, sin embargo, ella estaba aquí, de vuelta a sus dieciséis, reparando un error que casi le había costado la vida. Vio a su padre pagar la cuenta, y todos se pusieron en pie y salieron del restaurante, pero ella seguía con la mente elevada. Sólo era una canción, se dijo. No tenía nada que ver con ella. Sin embargo, seguía en su mente. Subieron al viejo auto de Elvis, un Renault Clío que todavía brillaba bajo el sol. Este auto él aún lo atesoraba, recordó con una sonrisa. Lo tenía en un viejo taller mecánico con la esperanza de encontrar un repuesto, porque el viejo cachivache era más parte de la familia que sus mismas hijas. ¿“Aún lo conservaba”? se preguntó. ¿Era adecuado hablar en presente del futuro? Al llegar a casa, revisó todos sus libros, sus deberes de la escuela y comprobó que todo estaba en orden. Claro, ella siempre había sido muy estricta en ese sentido, siempre había obtenido muy buenas calificaciones. Si seguía así, si no se volvía a desviar, todo sería brillante para ella. Aunque mañana despertara sin recordar lo que había hecho hoy, Damien jamás se volvería a acercar, lo había humillado demasiado para eso, y lo conocía muy bien. Él no se rebajaba, menos si era por una niña a la que apenas había besado un par de veces. Ahora sólo le quedaba volver a despertar en el dos mil dieciséis y ver en qué había cambiado su vida, ver cómo sería ahora que había sacado a Damien de su existencia. Esa noche lo pasaron en casa, cenaron, charlaron, y vieron algún programa de televisión. Ya Penny había vuelto a San Francisco para empezar la nueva semana de clases, así que sólo estaban los tres, su padre le había prometido que llevaría a Mary al doctor, y ella respiró tranquila. Abrazó de nuevo a su madre, de nuevo le dijo lo mucho que la amaba, y se acostó en su vieja cama a dormir. Ven a mí, futuro, pidió con ansias. Estoy lista para ti. Despertó, pero no quiso abrir los ojos. ¿Qué estaría pasando afuera? No lo sabía. ¿Había cambiado su vida? Tal vez ahora era la esposa de alguien. Tal vez hasta tenía hijos. Lo único que sabía es que seguía viva, y todo, todo en su vida podía ser diferente, y para bien. Más le valía levantarse y darse cuenta pronto. Abrió sus ojos… y se descubrió en su vieja habitación, en la casa de sus padres. —¿Qué? —se preguntó sentándose en el medio de la cama. Todo estaba intacto. Ella estaba intacta. No había pasado el tiempo—. ¿Por qué? —preguntó— ¿Hice algo mal? ¿No debería estar ya en el dos mil dieciséis? El tiempo no es algo con lo que puedas jugar a tu antojo, dijo la anciana, que ahora movía las cosas sobre su tocador, como si le llamaran mucho la atención. Amelia se asustó otra vez al verla, pero se recuperó pronto y apartó las sábanas para acercarse a ella. —No entiendo lo que está pasando —le dijo—. Pensé que me habías devuelto a esta época para corregir mis errores. Yo… ya lo hice. Deseché a Damien, mi peor pesadilla… ¿Qué más debo hacer? ¿No se te ocurre lo que debes hacer? Preguntó la mujer, y Amelia pensó en ello, sin atreverse a expresar sus sospechas. La anciana pareció soltar un suspiro, pero no estuvo segura. Esto ya lo dije antes, pero también vale para ti. Cuando tomas una decisión importante, y actúas en consecuencia, una cadena de nuevos acontecimientos se desarrolla ante ti. Todo lo que podía ser cambia por completo. Tú has cambiado algo muy importante en tu vida. Algo que anteriormente la definió, la moldeó, dándole la forma que tenía. Ahora, ya no está ese algo… sientes un vacío dentro de ti, ¿no?, Amelia asintió. No es para menos. El vacío está delante de ti, la vida está a tus pies, se abre ante ti como un nuevo camino… está en ti el dar el siguiente paso, y luego el siguiente, y el siguiente. Amelia asintió comprendiendo, o creyendo comprender, porque todo aquello la abrumaba. Si te envío a tus treinta y seis, siguió la arrugada mujer, como si adivinara sus pensamientos, entonces, ¿quién vivirá cada día de estos veinte años que están por venir? ¿Quién se hará responsable de lo que te encuentres? No hay una especie de “piloto automático” para la vida, se hace a pulso y a propósito; nada viene por inercia, nada es fortuito. No puedes pretender echarte a dormir y que el tiempo pase y las cosas se sucedan solas. No. Tú tienes que hacer que sucedan. Si comparas la vida con una escalera, entonces los peldaños significan cada día. ¿No debes tú subirlos de uno en uno para transitarla? Amelia respiró profundo. Lo que este extraño personaje, que aparecía y desaparecía de su habitación a su antojo le estaba diciendo era, ni más ni menos, que tendría que volver a vivir su vida desde los dieciséis… otra vez. Pensó en su apartamento, en su trabajo, en Branagan Enterprise. En sus amigos… Pero, extrañamente, no había en su futuro algo a lo que quisiera volver. Ni siquiera las personas. Todos ellos eran entes sin los cuales podía vivir. No había confiado en ninguno de ellos antes, y aunque ya lo sabía, daba miedo darse cuenta de lo sola que estaba. Deberás confiar en alguien, o no habrá un mañana para ti. —¿Podré confiar en alguien? Es tu decisión. —¿Podré amar de nuevo, tanto o más de lo que amé a Damien? Eso sólo dependerá de ti. —Antes no fue así. Sí lo era. Pero elegiste los celos y la desconfianza. Te era más cómodo asumir que todos son malos y tú la víctima. Saboteaste todas tus relaciones buscándole fallas a seres que nacen con ellas, como si tú fueras perfecta. Amelia sintió un pinchazo en su corazón. La verdad dolía. —No es justo que me digas eso. Él me hizo mucho daño —se excusó. Pero ya no es así. Ya no te lo hizo, ya no te lo hará… a menos que se lo vuelvas a permitir. —No. No borraré tus recuerdos, porque has pedido que éstos estén intactos, y los vas a necesitar. Pero entonces, tampoco se borrarán tus miedos, tus incertidumbres. Tú misma tendrás que hacerlo. Confiar… es tu reto ahora. Vamos, tienes dieciséis. Tienes toda la vida por delante, ya sabes detectar a los mentirosos… Vas con muchas más ventajas que todas tus amigas. Eres la que menos miedo debe tener acerca del futuro. Incluso recuerdas de qué tratará la evaluación de hoy en la mañana… —¿La evaluación…? —Amelia, es hora de ir a la escuela —dijo la voz de su madre, pero Amelia seguía paralizada. La vida está delante de ti, repitió la mujer. No tengas miedo de vivirla. Poco más de una hora después, Amelia se vio en su vieja escuela, con una vieja mochila y una falda larga que le llegaba debajo de las rodillas, el cabello recogido a medio lado y sus cejas depiladas. Pero todas las chicas alrededor estaban vestidas de una manera que le hizo recordar una vieja serie de televisión. Mini faldas, camisetas de algodón ajustadas, jeans amplios, gorros de diferentes estilos… A pesar de ser un pueblo, la moda noventera había llegado aquí con la misma fuerza que en el resto del mundo. La extraña era ella, con su atuendo nada afín al de esas chicas. No recordaba haber sido la rara del salón. Los chicos tampoco se quedaban atrás, y pronto vio a Damien entre su grupo de amigos, los futbolistas, luciendo la chaqueta del equipo y un pendiente en la oreja izquierda. Se detuvo en sus pasos observándolo y le pareció extraño no sentir nada al verlo. Antes siempre se emocionaba, o se indignaba. Damien había sido la razón de todas sus emociones antes; así de importante había sido. Él, en cambio, sí que cambió al verla. Lo vio susurrarle algo al oído a uno de sus amigos y soltar juntos la carcajada. Se burlaban de ella tal vez por su atuendo, quería humillarla, hacerla sentir menos. Bien. —¡Amy! —exclamó Beverly sentándose a su lado, y Amelia se sorprendió al verla. Beverly, su mejor amiga durante años, testigo en la boda con Damien… que ya no se realizaría. —¡Hola, Bev! —exclamó abrazándola con fuerza. Qué delgada estaba también, qué bonita, qué niña. —Calma —rio Beverly extrañada ante el abrazo—. Nos vimos apenas el sábado. —Es que te quiero mucho… —Pero, ¿Qué te hiciste? —¿Qué me hice dónde? —Te ves súper diferente… Oh, tus cejas… están más delgadas. —Ah… sí… —Me encanta. Yo también me las quiero hacer—. Pero eso iba en contra de la moda actual, pensó Amelia mirando a las otras chicas con sus cejas gruesas. En fin. ¿Qué le importaban a ella las modas? Entrelazó su brazo con el de Bev y caminó con ella hacia el salón donde tendrían la primera clase. Se sorprendió al ver que en verdad había un examen, y que ella se sabía las respuestas, tal como predijera la anciana. Predijera no, se corrigió. Le recordara. Observó a sus profesores dándose cuenta de que también a ellos los recordaba diferentes. La memoria distorsiona la realidad, se dijo, pues Miss Gardner no tenía la voz tan chillona como la recordaba, ni Mr. Allen era tan bajo. Aunque el aliento de Mr. Brooks sí que era pestilente. Todo el día transcurrió entre el asombro de Amelia y la melancolía de deambular otra vez por su adolescencia. Era una sensación muy extraña. El día pasó y no tuvo que volver a tropezarse con Damien, y al lado de Beverly fue recordando en qué iba su vida. —No dejó de mirarte en todo el día —sonrió Beverly con picardía—. ¡No podía quitarte el ojo de encima! —Amelia no hizo ningún comentario. Sabía de quién hablaba su amiga. Había sido refrescante estar todo el día con ella. Sus bromas eran inocentes, y sus preocupaciones nada graves. No tenía amarguras qué compartirle, sólo la alegría de su edad, que poco a poco se le había ido contagiando. ¿Debía advertirle que en dos años conocería a alguien, se enamoraría, y se volvería un tormento para ella? Pero a veces las mujeres somos tan tontas, suspiró. Ni aunque te digan con pelos y señales que el hombre del que estás enamorada es una porquería, tú prestas atención. Ni viéndolo con tus propios ojos, quieres entenderlo. —Bev, ese chico que te gusta… —¿Ryan? —sonrió Bev al instante, y Amelia trató de hacer memoria, pero simplemente no recordó la cara de Ryan. No había sido nadie en la vida de ninguna, pensó—. Le hablé el otro día, ya sabes. Le mostré un dibujo y sólo dijo: interesante. Oh, Amy. Creo que no le gusto. —Si no le gustas, entonces mira a otro lado. —Pero es que es tan guapo. —Te voy a regalar un truco —dijo, mirándola de frente, y Beverly hizo un ceño de extrañeza—. Imagínate a Ryan viejo, panzón, calvo… y diciendo, acerca de lo que a ti más te apasiona: interesante, como si sólo quisiera calmar tu deseo de atención. —Pero luego de conocernos no dirá solo eso, ¿no? —Sí lo hará. Ellos se muestran intrigados e interesados al principio, pero cuando obtienen lo que quieren, pasamos a ser molestias. —¿De dónde sacas eso? —Del manual de la vida. —Sólo tienes dieciséis —le recordó Bev, riendo, y Amelia respiró profundo. —Por favor, colabora comprando un número para la rifa de mil dólares de este año —dijo una estudiante de último curso acercándose a ellas. Amelia la miró con el ceño fruncido. Recordaba esta rifa. Se la había ganado Megan Harris, la que menos necesitaba del dinero, pues sus padres eran unos ricachones dueños de la mayoría de los negocios en Paradise. Y también recordaba el número con el que se lo había ganado. —Compraré un número. —¿De verdad? —preguntó Beverly, asombrada-. Pensé que a tus padres no les gustaba participar en rifas… —Ellos no se van a enterar, y tengo un buen presentimiento. ¿Tienes el cero, tres, cero, cinco? —le dijo al instante. Recordaba el número porque era la fecha del cumpleaños de Megan y ella, que habían tenido la suerte de nacer el mismo día en el mismo hospital, y cuando Megan se había ganado esa rifa, prácticamente había gritado el número ganador a los cuatro vientos. —¿Lo tienes libre? —preguntó Amelia sintiendo prisa. —Pues… sí. Está libre—. Amelia se revisó los bolsillos, y recordó entonces que no tenía dinero. No trabajaba, sus padres no le daban mesada. Era horrible. Vio a Beverly sacar un billete y pagar por ella. —Te los pagaré —le prometió. —Cuando te ganes los mil —bromeó Beverly, y Amelia sonrió. Sí. Se ganaría esos mil. Megan no los necesitaba, ni se los merecía. En cambio, ella, con mil dólares, podía hacer algo importante. Tenía todos los conocimientos adquiridos en la universidad acerca de las finanzas; había sido una ejecutiva importante en Branagan Enterprise. Si no podía multiplicar esos mil dólares, nadie podría. Regresó a casa más cansada de lo que quería admitir. Cansada de qué, se preguntaba. Sus días antes eran más agitados, más estresantes. Pero el cuerpo ya lo tenía acostumbrado a ese ritmo, el de esta niña de dieciséis no, y necesitaba bastantes más horas de sueño para recuperarse. Hizo un balance del día, y estimó que le había ido bastante bien. Nadie había notado nada demasiado extraño en ella. No se estaba comportando como una rara contestando las preguntas, ni hablando de acontecimientos que ella ya conocía e incluso había olvidado, como el matrimonio de un par de famosos que más adelante se divorciarían, el inicio de una serie que ella sabía cómo terminaría, o la trágica muerte de la misma Lady Di. Sólo estaba el fastidio de Damien mirándola entre molesto y ofendido, burlándose en voz baja de su vestimenta, y quién sabe qué más. No le importaba, ya se le pasaría el enojo por haber sido ella quien lo desechara a él y no al revés. La rifa de los mil dólares en efectivo la ganó Megan Harris, y Amelia quedó de piedra viéndola celebrar y casi gritando a los cuatro vientos que el número ganador había sido la fecha de cumpleaños de su padre. —¿Por qué? —preguntó furiosa—. Yo tomé el número ganador. No hubo errores, ese era el número ganador. ¿Por qué? Algunas personas ya tienen grabado su destino, dijo ella, y Amelia se giró a mirarla. Nadie alrededor parecía extrañado de ver a una anciana en una escuela. Hay destinos que no podrías cambiar ni devolviéndote indefinidamente al pasado, pues están grabados en piedra. Pasará lo que tiene que pasar. Ni tú ni yo tenemos poder sobre ese asunto. Es así, y ya. —¿Qué quieres decir con destinos grabados en piedra? —preguntó con enfado— ¿Acaso se puede grabar sobre diferentes materiales? ¿El mío en qué estaba grabado, en la arena? —estaba hablando sola, se dio cuenta. Ya la anciana no estaba. -Va y viene a su antojo —refunfuñó Amelia entrando a su habitación. Era viernes, al fin. Pero tenía deberes. Ah, otra vez los deberes, otra vez los horarios de sus padres para estar de regreso a casa temprano, otra vez rendirles cuenta de todo lo que hacía… Era duro volver a este ritmo. Había tenido que insistirles a sus padres toda la bendita semana para que al fin su madre accediera hacerse una citología. Se dio cuenta de que, aunque hubiese vuelto al futuro el mismo día como había pretendido antes, las cosas no habrían cambiado mucho. Los resultados tardaron un poco en llegar, pero no anunciaban nada negativo o sospechoso en el cuerpo de su madre, lo cual sólo significaba que dentro de un año tendría que volver a insistirle para que fuera al médico, y así el año siguiente, y el siguiente. Paso a paso, se dijo. La vida se construye paso a paso. Penny estuvo el fin de semana, como siempre, y al lunes siguiente, al salir de la escuela, Amelia empezó a buscar un trabajo de medio tiempo. Rendirles cuentas a sus padres ya era bastante malo, pero tener que pedirles dinero hasta para sus toallas sanitarias le parecía simplemente humillante. Tenía la regla otra vez, qué maravilla. Nadie era tan feliz de tener la regla otra vez como ella. —No vas a trabajar —le advirtió su padre con voz cortante— No lo necesitas, yo te doy todo lo que requieras. Sé que no estamos nadando en dinero, pero yo puedo cubrir todos tus gastos. —Darme lo que necesito, cubrir mis gastos, no es el apoyo adecuado, papá —dijo, y Elvis frunció el ceño al oírla hablar así—. Deberías criar a tus hijas para que estas sean independientes y capaces de valerse por sí mismas. ¿O esperas que… Penny y yo nos casemos y dependamos de nuestros maridos luego? —No me hables así —espetó Elvis—. No vas tú a enseñarme cómo criar a mis hijas. —¡Pero ser independiente no está mal! —insistió Amelia—. Papá, es bueno para mí, es bueno para mi vida. —Yo nunca trabajé —dijo Mary con tranquilidad, ocupada en zurcir una vieja camisa de su papá —. Nunca lo he necesitado… —Amelia no pudo menos que morderse los labios y respirar profundo antes de hablar. —Tú tienes un excelente marido que te ama y vela por ti —dijo, lo que provocó que su madre la mirara estupefacta—. No todas las mujeres tienen la misma suerte… Y, aun así, si acaso papá llegara a faltar, se fuera antes que tú… ¿de qué vas a vivir? —¡No me gusta tu tono! —volvió a hablar Elvis, cada vez más molesto, y Amelia dejó salir el aire con frustración. —¡Les molesta porque saben que digo la verdad! —exclamó, y les dio la espalda dejándolos solos y huyendo a su habitación. Elvis miró a Mary, y Mary miró a Elvis. —¿Desde cuándo tiene esas ideas tan extravagantes? —preguntó Elvis haciendo amplios ademanes con sus manos, y Mary se encogió de hombros. —Lo sacó de tu madre. —Oh, mi madre. Ya vas a decir que la tuya es un dechado de virtudes. —En mi familia no somos tan testarudos. —Sí, como no. Aquella batalla la ganó Amelia. Consiguió un trabajo en una heladería frente al supermercado, cerca del parque, y empezó a ganar centavos, pero ya era algo. Poco a poco fue exigiéndole a su cuerpo hasta acostumbrarlo a un ritmo más agitado. De vez en cuando salía a correr, le daba la vuelta al pueblo y volvía a casa cansada y bañada en sudor. Le dio a su cabello una forma más acorde a su edad y a la época, pero a su madre casi le dio un soponcio cuando la vio. Pero no le decían nada, pues sus notas habían mejorado exponencialmente, y no fallaba un domingo a la iglesia, sus amigas eran las de siempre y ellos ya les habían dado su aprobación, así que sólo les quedaba deducir que no eran ellos la influencia. Un día simplemente los sorprendió conduciendo el auto. Ella misma había hecho las diligencias para obtener la licencia. De vez en cuando se le salían palabras extrañas como i********:, internet, streaming, etcétera, pero era la misma chica inteligente y aguda de siempre, así que supusieron que era una extraña etapa de todo adolescente. Amelia sostenía el libro Grandes esperanzas sin mucho ánimo. Pronto tendrían una comprobación de lectura, y aunque ya se lo había leído, estaba repasando algunos capítulos en especial que seguro le iban a preguntar. Repetir la secundaria a veces se le hacía tedioso. Había sido divertido al principio, y vivió de nuevo las diferentes actividades, pero eran pocas, realmente, y los días en un pueblo tan pequeño se alargaban de manera sofocante. Eso, sumado a que sus padres eran demasiado estrictos con sus llegadas y las actividades que fuera de la iglesia realizaba. ¿Cómo había soportado vivir así?, se preguntaba, para luego hallar la respuesta. Realmente no lo había soportado, y Damien había sido su escape, escape de sus padres, de su tedio, de sí misma. Al estar otra vez aquí, comprendió muchas cosas acerca de sus decisiones en la línea oscura, tal como había decidido llamar a esa línea de tiempo donde se había casado con Damien. El tener demasiado tiempo libre le fue propicio para que la cabeza se le llenara de pájaros que cantaban acerca del amor. Había idealizado el sentimiento, y luego, cuando se estrelló contra la realidad, fue demasiado tarde para remediarlo. Suspiró y dejó el libro sobre su falda. Tal como el título del libro, ella había tenido grandes esperanzas, y ninguna de ellas se había realizado. Cuando dejó de tener expectativas, cuando dejó de esperar nada de los demás, fue cuando al fin logró conseguir lo que quería. Su libertad. Tenía la vista perdida en uno de los jardines de la escuela cuando vio a Zack. Iba con un montón de libros en sus manos y se encaminaba a una cafetería donde podría seguramente estudiar cómodamente. Estaba muy lejos, pero esos rizos rojos alborotados eran inconfundibles, pensó con una sonrisa. Guardó sus cosas y se echó el bolso lleno de libros al hombro. Caminó sin perderlo de vista y no se dio cuenta de que pasó casi por encima de Damien en su afán de llegar hasta Zack. Cuando lo tuvo en frente, le fue inevitable sonreír ampliamente. Dios, qué feúcho era. Tan flaco, y hasta un poco desgarbado, pero tan adorable… —¡Zack! —exclamó al verlo, y lo abrazó con fuerza. Él no respondió a su abrazo, pero no le importó. Sin embargo, cuando se alejó y lo miró de nuevo, se dio cuenta de su error. Ellos no eran amigos, ellos no se tenían confianza. Era inapropiado de su parte abrazarlo—. Oh, yo… —Mierda, necesitaba explicarse y no hallaba las palabras. ¿Qué le podía decir? ¿Me emocioné al verte porque en la línea oscura eres mi mejor amigo? Se mordió los labios repetidas veces, sonrojada, y el momento incómodo se alargaba y se alargaba. —Creo que te equivocaste de Galecki —dijo él, y señaló a Damien a varios metros de él, que los miraba enfadado. Amelia también se sintió molesta. —No me equivoqué de Galecki —espetó—. Venía por ti. —¿Por mí? Por qué. —Pues porque… Me dijeron que eres muy bueno en física —dijo de repente, y recordó que era verdad—. Y que tal vez… podías… ayudarme. El otro Galecki no es bueno en nada, que yo sepa—. Zack no sonrió, sino que apretó un poco los dientes y bajó la mirada. Eso le extrañó. Zack acostumbraba a decir siempre lo que pensaba, pero tal vez a sus dieciocho no era tan directo. Se sentó frente a él en la mesa y sacó sus libros y apuntes. Le señaló una parte de un tema en especial y le sonrió tratando de sacar todo su encanto, lo cual se sentía raro, pues con Zack nunca tuvo que usar esas artimañas. —¿Puedes ayudarme? —Si estás haciendo esto sólo para… darle celos a mi hermano, te digo que no me gustan este tipo de juegos. —No estoy jugando. —Entonces, ¿quieres que te crea que de repente necesitas un refuerzo en física? ¿Tú, que tienes una de las mejores calificaciones en la escuela? —Pero… —Si estás disgustada con él, arréglalo. No me involucres. No me gustan las niñas que utilizan este tipo de juegos sucios para conseguir lo que quieren—. Zack recogió sus libros y se levantó, dejándola a ella con un palmo de narices. Cuando vio su espalda alejarse, el corazón le dolió. Zack nunca le había hablado así. Él siempre había sido amable, y en ciertas circunstancias, hasta un poco condescendiente. Se suponía que ellos eran amigos, que se caían bien. ¿Por qué ya no? Entonces repitió en su mente las palabras que acababa de decirle. ¿Él sabía lo de Damien? ¿Ahora? Que ella recordara, Zack se había enterado de todo ya cuando se hubo casado, y ella se lo confirmó por primera vez en aquel hospital. Guardó también sus libros y fue detrás de él, que ya se había internado en el edificio del colegio. Pronto sonaría la campana de vuelta a clase, el tiempo se le agotaba. —Creo que estás confundido —le dijo—. Yo… no tengo nada con tu hermano. —Ajá —fue lo que él dijo, y aceleró el paso. Sus zancadas eran largas, y le estaba costando un poco seguirle el ritmo. —¡Es verdad! —exclamó—. No hay nada con él. No me interesa Damien, sería el último hombre en la tierra sobre el cual yo posaría mis ojos—. Él sólo la miró de reojo. No le creía— ¡Nunca te he mentido! —exclamó, y eso llamó su atención. —¿Y cómo ibas a mentirme, si es la primera vez que tenemos una conversación más allá del saludo? —Bueno… ahí tienes un punto —concedió ella, incómoda. —Sabes, no me caes bien. —¿Qué? —exclamó ella, deteniéndose, pero él siguió adelante, molesto, y Amelia se quedó pasmada. Se había salvado de Damien, sí. ¿Significaba eso que perdería la amistad de Zack? Trató de recordar cómo se habían hecho amigos en el pasado. Habían tratado de manera más cercana en el hospital. Él fue su apoyo, y trató siempre de consolarla, sólo que ella no quería el consuelo de Zack, ni de nadie realmente. Y años después, él prácticamente había insistido en seguir en contacto, y ella sólo había cedido. ¿Qué tenía que pasar ahora para que fueran amigos? Se sintió realmente mal al darse cuenta de que, si no lo ve, no lo recuerda. Había estado tan ensimismada que no había reparado en la existencia de su amigo. Ni siquiera se había acordado de él. —¿De qué hablabas con ella? —le preguntó Damien a Zack en la noche, entrando sin llamar a su habitación. Zack había estado recostado en su cama leyendo, pero al ver a su hermano menor dejó a un lado el libro y lo miró fijamente. —Nada. —¿Nada? —vociferó— ¿Te siguió toda la maldita escuela, y dices que nada? ¿De qué hablaban? —No me alces la voz —le advirtió Zack con el mismo tono plano de antes. —¡Ella es mi novia! —volvió a exclamar Damien, ceñudo, y Zack sonrió. —Qué extraño —dijo—. A mí me dijo que serías el último hombre sobre la tierra en el que ella posaría sus ojos. —Eso es una estupidez. Ahora mismo… estamos un poco disgustados. Pero ya se le pasará. Ella me ama, me adora. Me lo dijo. Seguro que te buscaba sólo para enfadarme, porque yo estaba allí; lo hizo delante de mí para ponerme celoso—. Zack tragó saliva y volvió a tomar el libro. Sí, eso mismo pensaba él. Damien no tenía que decirlo para que lo entendiera. —Vete de mi habitación. —Si te vuelve a buscar, dile que… no estoy tan enfadado. Que podemos volver. —No soy tu mensajero. —Se lo dirás cuando te vuelva a buscar. Lo hace para… —¡Piérdete, Damien! —exclamó Zack, y Damien sólo se echó a reír. Al quedar solo de nuevo, Zack se levantó de su cama, y empezó a deambular por la habitación. ¿Por qué Amelia había hecho eso? ¿Por qué ese abrazo? ¿Por qué esa luz en sus ojos? ¿Era todo una actuación para, tal como decía Damien, provocar sus celos? —No es justo que hagas eso —dijo, cerrando con fuerza sus ojos—. Yo no soy el juguete de nadie.
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