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4991 Palabras
Amelia volvió a su apartamento luego de dejar a Zack en su hotel. Nunca había visto a Zack ebrio, y en vez de eufórico, coqueto y lanzado, Zack era más bien taciturno. La miraba y sonreía como si llevara en su pecho el peso de una profunda tristeza. Y no era para menos, pensó; se acababa de divorciar. Cuando lo dejó solo en su habitación, no pudo evitar sentir un ramalazo de tristeza por él, ahora que todo este tema del tiempo y volver al pasado y todo lo demás se le había metido en la cabeza, no dejaba de preguntarse si acaso la vida de él también debió ser distinta. Se sacó los zapatos y los dejó de cualquier manera en la sala. Avanzó descalza y se fue quitando las prendas hasta quedar en ropa interior, y sin meditarlo mucho se puso frente al espejo mirando su cuerpo. Luego de su aborto, ella había engordado más de treinta libras. Todos los medicamentos que tomaba, la falta de actividad, el trabajo en el que se había sumergido, se había juntado y su cuerpo había dicho basta. Su piel se había vuelto seca, su cabello se había marchitado. Antes de todo, ella había sido delgada por naturaleza; su cabello, n***o y ondulado, brillaba. Había recuperado su figura y parte de su cabello, pues ahora lo llevaba corto, pero había cosas que no había podido recuperar. Su útero, por ejemplo. No, no pienses en eso, se dijo caminando al cuarto de baño para darse una ligera ducha y acostarse a dormir. Pero casi siempre era su último pensamiento en la noche. Su madre había fallecido sólo tres años después de eso, cuando ya tenía veinticuatro de edad. Le diagnosticaron cáncer de cuello uterino, y a pesar de todos los tratamientos, esfuerzos, operaciones, quimios y radioterapias, fue demasiado tarde para ella. Estuvo tres meses internada en un hospital, consumiéndose poco a poco hasta que ya no pudo más y se fue. Ella y Penny la habían acompañado día y noche todo ese tiempo, a pesar de lo horrible que le era ese lugar; era su madre y necesitaba su apoyo y consuelo. Su padre había quedado devastado, y ella no podía más que sentir ira, porque si hubiese ido a tiempo al ginecólogo se habría podido salvar, pero ella era ese tipo de mujer que consideraba ir al doctor una traición a su fe, y como nunca tuvo síntomas, nunca se preocupó, y cuando ya se sintió muy mal, era demasiado tarde para revertir el problema. A partir de entonces, Amelia tuvo mucho más cuidado con su propia salud, fue más estricta con los medicamentos y no se saltó una sola cita. Era cierto que tenía muchas amarguras en su alma, pero estaba muy apegada a la vida, y quería vivir bien, sana, con la mayor felicidad posible. No fumaba, lo hizo sólo una vez, azuzada por Damien, pero nunca lo volvió a intentar. Bebía sólo de vez en cuando, acompañada de amigas, pero tampoco llegaba a embriagarse. Trataba de comer saludable, tomaba vitaminas, y en general, se cuidaba. Cuando iniciaba una relación, lo hacía casi siempre por no estar sola, por divertirse un poco. Una pequeña parte de esas relaciones habían avanzado a algo más, como fue el caso de Joseph, con el que las cosas se pusieron tan serias que incluso él le habló de matrimonio e hijos. Joseph era un buen hombre, le encantaba, se habría enamorado, pero debido a sus fracasos anteriores había aprendido a ir despacio en ese sentido. Y su precaución había valido la pena, pues, cuando le dijo que no podía tener hijos, él había cambiado. No de repente, pero sí que cambió. Al final, él simplemente se había ido de la ciudad, sin más despedida que un adiós, y ella se había quedado otra vez con el corazón roto, una herida nueva sobre una vieja cicatriz. Trató de asimilarlo, de no llorar, pero no le fue posible. Y ella no lo podía culpar. Todas sus historias de amor habían terminado de manera similar… ellos siempre buscaban a otra mujer y con ellas tenían hijos. Si pudiera devolver el tiempo… Había pensado en adoptar. Una niña… sería hermoso. Ella la criaría, le daría la mejor educación, la mejor alimentación, la mejor ropa… Y cuando fuera adolescente, viajarían juntas por el mundo. Ella le enseñaría a no confiar ciegamente en los hombres, a pesarlos y medirlos como se debe. Le diría: mira cómo trata a su madre, mira cómo trata a sus hermanos, pues así te tratará a ti. Le diría: sí hay hombres que se enamoran, sí hay hombres que valen la pena, pero son escasos, son preciosos. Si encuentras uno, atesóralo. Una niña adoptada era una solución ideal. No tendría padre, pero la tendría a ella, cuando antes no tuvo nada… No sabía si era un pensamiento mezquino, pero ella tenía amor para dar. Sabía que sería una buena madre. Pero en todos estos años no se había atrevido siquiera a hacer la solicitud. Tenía miedo. Cerró los ojos debajo de las sábanas sintiéndolos de nuevo humedecidos. Oh, todos estos días se había dormido así. Ya estaba cansada. Sólo muerta de cansancio podía dormirse sin pensar en sus pérdidas, necesitaba un respiro… Dormir como cuando tenía dieciséis años. Amaneció, pero Amelia no quiso abrir los ojos. Había tenido un sueño, y antes de que las imágenes se le escaparan, trató de rememorarlo, de darle forma. Había estado con Zack, y él le decía que definitivamente iría al pasado, tal como anoche. Pero había algo diferente. No estaban en el bar, sino en una iglesia, y no hablaban sentados a una mesa, sino en una banca de madera. —Volvería veinte años al pasado —decía él con un sentimiento en sus ojos que ahora le parecía extraño—. Por ti. —Yo también —había dicho ella, aunque no sabía por qué haría eso por él. Zack era sólo un amigo. Y de repente en el sueño apareció una mujer, una anciana, que le tomaba la mano y la alejaba de la iglesia y de Zack. La llevaba a toda velocidad por un camino, una carretera, un sendero, no sabía. Al detenerse, ella sintió mareo y se vio de nuevo en Paradise, el pueblo donde nació y creció. Hazlo bien esta vez, dijo la anciana, y simplemente desapareció. Amelia se arrebujó entre sus sábanas dándose cuenta de que era un sueño demasiado extraño como para darle un sentido. Tenía una amiga que creía en los sueños y su significado, pero ella simplemente no le daba tanta importancia. Era el estrés, era la ansiedad. Era cualquier cosa menos Dios desde el cielo dándole directrices. Pero todas las imágenes del sueño se repitieron otra vez en la mente; la iglesia, Zack, el camino, la anciana… Tal vez sí debía llamar a esa amiga y contarle. Le diría cosas como: La iglesia significa pureza, Zack representa para ti la fortaleza, y el camino, son decisiones que has de tomar. Casi sonrió imaginándosela. Ella era tan rara con esas cosas… Ah, qué rico se estaba aquí, entre sus sábanas, finas y calentitas. Había invertido mucho dinero en su cama y sus sábanas, y este era su santuario. Y era domingo, podía dormir hasta mediodía si quería. —Amelia, ¿es que piensas dormir todo el día? —gritó una voz desde su puerta, y eso le hizo fruncir el ceño. Salió de debajo de las sábanas y abrió grande su boca y sus ojos. ¡Esa no era su habitación! Pero sí lo era. Decía “Amy” en letras de papel rosa en la pared, había flores alrededor del espejo, y figuras de la torre Eiffel aquí y allá; las paredes no eran blancas, sino de un tono pastel. ¡¡Era su habitación de cuando era una adolescente y vivía con sus padres en Paradise!! —¡Penny, no te tardes demasiado en el baño! —gritó la misma voz, y los ojos de Amelia se humedecieron cuando la reconoció. Era la voz de su mamá. La voz que había escuchado desde antes de venir a este mundo. Era su mamá, su mamá… —Qué… ¿Qué está pasando? —preguntó mirando a todos lados, sintiendo que le faltaba el aire—. ¿Estoy… soñando? Sí, debía ser un sueño. No, no era un sueño, porque se pellizcó y dolió. Y sus uñas… estaban muy raras, cortas, sin esmalte… Separó su pijama de su pecho y se miró los senos. También estaban muy diferentes, pequeños, muy pequeños. Se tocó el rostro, y el cabello… Salió de la cama casi gateando y se miró en el espejo de su pequeño tocador. Esa era ella, sí. Era su rostro, pero… estaba tan diferente, no sabía decir en qué sentido. Estaba muy delgada, pero no como si estuviese enferma, era como si simplemente no hubiese terminado de crecer, y su cabello, señor… ¡Su cabello era divino! Era n***o, brillante, y muy largo. Le llegaba a la cintura… —No es un sueño… —se repitió mirando en derredor. Un sueño nunca era tan nítido, y que ella recordara, no se permanecía tanto tiempo en el mismo escenario—. Por favor, que alguien me conteste, ¿qué está pasando? —Pediste volver veinte años al pasado… con tus recuerdos y experiencias intactas… —dijo una voz, y Amelia se giró para buscar su origen. En un asiento de su habitación estaba sentada una anciana que Amelia no conocía, pero de alguna manera, supo que no era alguien de este mundo. La anciana tenía las piernas cruzadas, en una pose muy femenina, algo muy extraño para las mujeres de su edad, y la miraba de arriba abajo. —¿Quién eres? —Alguien que puede ayudarte… y con el poder para hacerlo. Amelia respiró hondo varias veces, miró en derredor, escuchó los ruidos afuera de su habitación, la voz de su madre apremiando a todos para que hicieran alguna cosa. —¿Me has devuelto a… mis dieciséis? —preguntó casi con miedo, como si temiera que al decirlo en voz alta se fuera a desvanecer. La anciana hizo un movimiento con su cabeza como respuesta—. Tengo dieciséis otra vez… Y tengo… todos mis recuerdos. —Hazlo bien esta vez. —¡Fuiste tú! —exclamó Amelia—. La anciana de mi sueño… fuiste tú… Zack… ¿también Zack ha regresado? —Estás sola en esto… bueno, conmigo… Pero fue lo que tanto deseaste todas estas semanas, ¿no? Volver, regresar sobre tus pasos… —Sí… Sí… —los ojos se le humedecieron al comprender de repente lo que eso significaba. Había deseado tan fuertemente volver al pasado que esto en verdad se había cumplido; le habían concedido su más oscuro, profundo y estrafalario deseo—. Puedo cambiarlo todo —susurró—. Puedo… recuperar… tantas cosas… —Volvió a mirarse al espejo, analizándose. Sus ojos se cerraron. Era demasiado, demasiado para ella. Demasiado bueno, demasiado bello, y a Amelia Ferrer nunca le ocurrían cosas así. Ni un solo milagro en toda su estéril vida. Ni un solo indicio de que Dios escuchara sus oraciones. Y ahora de repente esto… —¿Cuánto tiempo estaré aquí? —preguntó girándose hacia la anciana, pero ella ya no estaba allí—. No puedes irte ahora —le reclamó—. No me has dicho lo que tengo que hacer… o cómo hacerlo… —¡Amelia! —gritó de nuevo la voz de su madre, y su corazón se saltó un latido. Su madre estaba viva. —¿Mamá? —llamó en voz alta, y Mary, su madre, viva y sana, abrió la puerta y la miró. Amelia se parecía a su madre, sólo que Mary tenía un poco de sobrepeso. Tenían el mismo cabello y ojos negros, la piel trigueña se tostaba fácilmente bajo el sol y tenían también la misma forma de las manos y los pies. Un par de clones, sólo que la una era una mujer mayor que le encantaba hacer galletas y comérselas, mientras que la otra era… —Siento que estoy soñando —Mary entrecerró sus ojos mirándola con sospecha. —Pues yo no. Estoy despierta desde las cinco de la mañana porque es domingo y vamos a ir todos a la iglesia, no te hagas la enferma… —la mujer se detuvo, pues su hija se había lanzado a ella y la estaba abrazando con fuerza—. ¿Te pasa algo? —le preguntó Mary, y Amelia no pudo más que llorar. —Te quiero, mamá —susurró sin soltarla—. Te amo con todo mi corazón. —¿Hiciste algo? —Oh… he hecho demasiadas cosas, pero no importa, porque te amo. —No es navidad, ni mi cumpleaños. —No importa, quería decirte que te amo—. Al fin, Mary pareció conmovida, y respondió al abrazo de su hija. —Yo también te amo, mi niña. Eres mi consentida, lo sabes —Amelia se echó a reír—. Pero no se lo digas a Penny, que se pone celosa. —Está bien—. Mary salió dejándola sola, y Amelia se quedó allí, de pie en medio de su vieja habitación. Pero no tenía nada de vieja, se veía intacta, mucho mejor de lo que la recordaba. Un nuevo comienzo: esto era, verdaderamente, un nuevo comienzo. ¿Cuánto tiempo estaría aquí? No lo sabía. ¿Y si sólo le habían dado veinticuatro horas para arreglar su vida? Ya esa anciana extraña le había dicho que estaba sola en esto, es decir, que Zack no había vuelto al igual que ella… a pesar de que había soñado con él, y anoche habían hablado del tema. El Zack de ahora tenía dieciocho años, más o menos, y pronto se iría a la universidad. También Damien tenía dieciséis y compartían un salón de clases. Se llevó la mano al vientre haciendo mentalmente la lista de cosas que debía hacer hoy. La puerta se abrió, y tras ella apareció su hermana. Penny y ella se llevaban cuatro años, y en este momento debía estar en la universidad, pero si era domingo, seguro que lo pasaría aquí. Todavía ella no se había embarazado, todavía no habían pasado muchas cosas. —¿Estás hablando sola? —Amelia se cruzó de brazos. Ahora podía hacer algo e impedir que su hermana se embarazara, pero… recordaba que ella era muy feliz en su matrimonio, que amaba a su marido, y a pesar de las dificultades, los dos habían sabido salir adelante, e incluso eran personas exitosas en sus negocios y familia. Y Andrew… Oh, ella adoraba a su sobrino, así que no iba a hacer nada por cambiar aquello. —¿Estás bien? —preguntó Penny, y Amelia la miró. —Todo está bien, supongo. —Vale —dijo su hermana alejándose por el pasillo. Amelia salió de su habitación y buscó a su padre, pero este debía estar en la ducha, su madre cocinaba, la casa estaba en orden… Todo era extraño, diferente. No recordaba las cosas así… Los muebles los recordaba más viejos, grandes, desgastados… la alfombra aún no estaba manchada de vino, la mesa del desayuno se veía demasiado nueva y limpia. ¿Se debía a que sus recuerdos eran de después de la muerte de su madre, donde todo había ido en decadencia, donde todo ya no era tan bello? —¿Vas a desayunar antes de ducharte? —le preguntó Mary, y Amelia no pudo evitar volver a sentir deseos de llorar. —Mamá, ¿cómo te has sentido de salud? —Mary la miró extrañada de nuevo. —Yo… estoy como un roble, como siempre. —¿Has… ido al médico como para que te diga que estás como un roble? —No, pero… —Ve al médico —Mary se echó a reír. —¿Hoy domingo? —No, hoy no… Pero mañana. Ve mañana. Ve a que te hagan una citología… —¡Amelia! —exclamó su madre molesta, deteniendo lo que hacía sobre la encimera, y recordó que a Mary ese tipo de conversaciones tan íntimas la molestaban. —¡No te va a pasar nada! —exclamó—. Sólo te van a mirar… —¡No voy a dejar que un extraño me vea mis… partes! —No es un extraño, es un médico. —¡No! ¡Eso es tan… irreverente! —Seguro que Dios te va a dar una palmadita en la espalda si por terca te mueres. —¡¡Amelia!! —exclamó de nuevo Mary. —Si te mueres por no ir al médico, va a ser tu culpa, mamá —insistió Amelia—. Si te mueres, vas a dejar a papá solo, devastado, arruinado. Y nos vas a dejar a Penny y a mí sin su mamá. No seas egoísta y ve a hacerte un chequeo. —Nunca me habías hablado así… ¿qué pasa contigo hoy? —Que te quiero —lloró Amelia—. Hazme caso, ¿sí? Mañana tal vez vuelva a ser la niña tonta de siempre, pero hoy… ¿Qué día es hoy? —buscó frenética un calendario, y lo encontró en una pared de la cocina. Pero quedó perdida, porque no sabía en qué mes estaba, en qué semana, y el día afuera le daba muy pocas señales de en qué estación estaban. —Quince de septiembre —dijo la voz de su madre, con un tono algo resentido por la manera en que le había hablado antes. Amelia no le prestó atención. Su madre podía resentirse todo lo que quisiera, pero antes de irse de vuelta al futuro, iba a insistir hasta el cansancio para que se hiciera el chequeo que le salvaría la vida. Quince de septiembre, meditó. Quince de septiembre de mil novecientos noventa y seis. Ella tenía dieciséis años, acababan de entrar de las vacaciones de verano… Y ya Damien se había fijado en ella, ya se sonreían de lejos y habían cruzado unas cuantas palabras de coqueteo. Pero había tiempo. Aún la relación no era muy sólida. Había tiempo. Corrió a su habitación y examinó su ropa. Ropa muy cubierta, toda, porque se la compraban sus padres, pero no le molestó y seleccionó un vestido que ya había olvidado, pero sonrió al verlo. Se duchó, arregló su cabello y esculcó en las cosas de Penny para ponerse un poco de maquillaje. Cuando vio las maletas hechas de su hermana sonrió. Ah, ella lo iba a pasar un poco mal, pero sería feliz. La envidiaba. —¿Qué estás haciendo? —le preguntó Penny al entrar a su habitación y verla frente a su espejo. —Me depilo las cejas —contestó Amelia con tranquilidad—. ¿Me ayudas a darles forma? —Si mamá te descubre… —No podrá hacer nada. Son mis cejas, en ellas mando yo. —¿Qué pasa contigo? —se extrañó Penny—. Allá abajo le alzaste la voz a mamá, y ahora… ¿te quieres depilar las cejas y dices que tu cuerpo es tuyo? —Amelia se mordió los labios. Debía andarse con cuidado. A sus dieciséis ella nunca fue tan independiente, ni tan osada. Pero diablos, primero muerta que andar con sus cejas así por el mundo. —Ayúdame, ¿sí? —Penny se echó a reír. —De acuerdo, ven. Fueron a la iglesia, y Amelia supo que nunca se había sentido tan conectada con Dios. No había podido dejar de tocarse el vientre, como si así pudiese comprobar que allí seguía su útero intacto. Todos lo que necesitaba para concebir a un bebé. Incluso su himen estaba intacto. Lloró en agradecimiento. Qué hermosa oportunidad, qué milagro tan maravilloso habían obrado en ella. Le habían dado aquello por lo que tanto había llorado, y que nunca se había atrevido a pedir. Si alguien juntase todas las lágrimas que había derramado después de haber conocido a Damien, seguro que llenaría todo el mar muerto, pues eran así de amargas. Gracias, decía. No te defraudaré esta vez. Al salir del servicio dominical, fueron con sus padres a comer fuera, tal como era la tradición, recordó, y entonces, en el restaurante, vio a Damien. Estaba con toda la familia, pero sus ojos se quedaron clavados en él. Definitivamente, era el muchacho guapo que recordaba. Eso no había cambiado. Alto, atlético, con el cabello rubio y abundante un poco largo, pero arreglado muy al estilo de los noventa. Su sonrisa le hizo sentir algo en el estómago, y se puso la mano allí. Dios, lo había amado tanto. Toda su inocencia se le revolvió en ese momento. Era tan bello, y su sonrisa tan hermosa. Si sólo él la hubiese amado de verdad, si sólo él hubiese sido el hombre que ella necesitaba. —¿Estás bien, Amy? —le preguntó su padre, y ella respiró profundo. —Sí, papá, estoy bien. —Hoy has estado muy extraña. ¿Es verdad que le hablaste de manera irrespetuosa a tu madre? —Amelia levantó el mentón. —No fue irrespetuoso, sólo dije una verdad. —¿Ves? —se quejó Mary—. ¿Ves que no es mentira lo que te digo? ¡Parece otra! —Necesito tu ayuda, papá, para convencerla de ir al médico—insistió Amelia ignorando a su madre. —Ella no está enferma. —Llévala al médico —replicó—. Oblígala a que se haga una citología. Quédate con ella en el examen, si es que le da miedo, o teme que… le hagan algo diferente. Quédate con ella y comprueba que cada año se haga el mismo examen. Por favor… Su madre siguió refunfuñando, pero en los ojos de Elvis brilló la comprensión. Nunca había opinado nada respecto a este tema, pero al ver la preocupación de su hija, entendió que, al menos para ella, era importante. Amelia miró su reloj, uno que le había prestado Penny. Se había acostumbrado a tener uno, y le sorprendía ver que a sus dieciséis no era esclava del tiempo, pues no tenía un solo reloj de pulsera entre sus cosas. Y tampoco existían aún los teléfonos inteligentes, así que se sentía perdida en medio de las horas. Ya había pasado el mediodía. Oh, qué rápido se iba el tiempo. Este día debería tener cuarenta y ocho horas como para poder hacer todo lo que tenía que hacer. Pidió disculpas y se levantó de la mesa con dirección al baño, pero una vez allí, se desvió. Había visto que la familia Galecki se ponía en pie para irse, así que salió por la puerta trasera y llamó a Damien con señas antes de que se subiera al auto de sus padres para que fuera con ella a la parte trasera del restaurante. Si él al verla se extrañaba y se portaba distante, significaba que todavía no habían iniciado nada y entonces se disculparía inventando una excusa. Necesitaba saber en qué momento de su historia estaban. Él, al verla, le sonrió. Tal vez pensaba que lo llamaba para darse besos sin que nadie los viera. Diablos, ¿ya se daban besos? Eso sí que había ido rápido. No lo recordaba así. Damien la besó, y todo su mundo se desvaneció. Estaba otra vez allí, entre esos brazos, sintiendo su aroma, que nunca olvidó. Y aún no había ocurrido nada malo, no se odiaban, aún él era inocente, al igual que ella… No. No estaba aquí para esto. —¿Qué haces? —reclamó ella alejándolo a empellones, pero Damien sólo sonrió. —Te beso. ¿No fue para eso que me llamaste? —¡No! —Vamos, yo sé que te gusta. Tenía ganas de ir hasta tu mesa y decirles a tus padres que somos novios, pero seguro que luego de eso me matabas y me contuve—. Amelia lo miró en silencio. Mentira. Aquello era mentira. Con dolor, con todo el dolor que sus mentiras le habían causado con el paso del tiempo, Amelia había aprendido a detectar cuándo Damien mentía, y ahora lo hacía. Se alejó tres pasos de él y respiró profundo. Oh, si a sus dieciséis hubiese tenido el don de ver cuándo le mentía, nada malo le habría ocurrido. Pero qué tonta era. Tenía dieciséis, y tenía ese don. —Te llamé… porque… tengo algo importante que decirte. —Soy todo oídos. —Yo… te amo, Damien —de sus ojos salieron lágrimas. ¿Pero qué rayos estaba haciendo? —Te amé tanto… hasta que me sangró el corazón, te amé como jamás fui capaz de amar a nadie. —Oh, yo también… —No. Cállate y escúchame. Eres… eres mi novio eternamente; todas mis tristezas, todas mis alegrías nacieron de este amor. Todo mi rencor, todos mis miedos tuvieron origen en ti. Todo lo que canté, lloré, escribí, esperé… todo brotó de ese amor que sentía por ti. Mi vida entera se definió por este sentimiento… Me marcaste de un modo que, por más que quise, nunca pude borrar… —Pero hablas en pasado, como si… —Te di todo lo que tenía para dar —siguió Amelia, con sus ojos anegados en lágrimas—. Te di incluso más de lo que debía dar. Tanto que me quedé vacía… ¡vacía! Incapaz de volver a amar, incapaz de abrir de nuevo mi corazón. Nunca pude volver a sentir algo así, aunque me esforcé, aunque lo intenté con todas mis fuerzas se interpusieron siempre el miedo, la duda y el rencor que dejaste sembrados en mí… —¿De qué hablas? —ella le tomó el rostro entre las manos, se puso en puntillas de pie y le besó los labios. —Te volviste el impulso para seguir adelante, y el obstáculo que me impidió avanzar. Mi odio, mi felicidad, mi ternura y mi desprecio… todo eso en ti, Damien… —él la miraba con ojos grandes, supremamente sorprendido, pero no le importó. Era como si todo este torrente de palabras hubiese estado allí, esperando a ser pronunciadas al fin—. Nunca una mujer te amó como yo —aseguró—. Nunca un ser humano estuvo tan conectado a ti—. Él la abrazó, conmovido por sus palabras. Y tal vez su conmoción era auténtica—. Eres mi estrella fugaz —suspiró ella, con la voz quebrada—. Tan brillante y cálida… pero tan pasajera… —Amelia… —Te amé… Amé la idea de ti, amé estar enamorada de ti… Pero ya que me han puesto a elegir, elijo dejarte ir. —¿Qué? —No voy a seguir contigo —siguió ella—. Tú y yo estamos terminando. —¡Pero si acaba de empezar! —No para mí. He tenido suficiente. Eres como un agujero n***o que va absorbiendo todo a su paso, destruyendo todo lo que toca… Así que hoy estoy poniendo mi corazón, mi vida y mi cuerpo a salvo de ti. —¡Pero me acabas de declarar tu amor! —Y también te estoy echando de mi vida. —¿Crees que dejaré que las cosas se acaben así nomás? —Amelia se echó a reír y secó sus lágrimas. —Siempre has creído que las cosas se tratan de lo que tú quieres, y de lo que tú permites. No, Damien. No seas tan egoísta. Las mujeres no son objetos de los que puedes apropiarte. Tu cobardía e inseguridades le han provocado tanto daño a los demás que sería justo que te quedaras eunuco. —¡Qué te pasa! —Nunca me vuelvas a buscar —exigió ella ahora con voz dura—, ni a mirar, ni a llamar. No existo para ti. No hagas que te odie, porque prefiero o caminar desnuda en la plaza antes que volver a estar contigo. —¿Estás loca? ¡Definitivamente estás loca! —Amelia se echó a reír. —Si me vuelves a buscar, le diré a tus amigos que a tus dieciséis todavía duermes con tu osito de peluche. —¿Cómo sabes que…? —A tus padres, que haces trampa en los exámenes. —¡Cállate! Loca rematada, ¡estás loca! —Damien se alejó mirándola con desprecio, pero estaba más acostumbrada a esa mirada que a la tierna y llena de amor, así que no le fue difícil soportarla. Tragó saliva viéndolo alejarse. Le dolía el corazón, como si un parásito muy podrido y adherido a él de repente hubiese sido desprendido con fuerza y ahora estuviera en carne viva. Ya estaba hecho. Damien jamás la volvería a buscar, y así su vida estaba a salvo. —¿Se demora? —le preguntó Denise a su hijo mayor, Zack, que había sido enviado a buscar a Damien para que entrara al auto. Zack no dijo nada, sólo sacudió su cabeza y entró al asiento trasero. Había ido por su hermano, pues se estaba retrasando, sólo para verlo besarse con Amelia, mientras ella le confesaba su amor eterno. El corazón le dolía. Había escuchado que su hermano la estaba acechando, pero ahora sabía que era verdad, y lo peor, Amelia le correspondía. “Te amo, Damien”, había dicho ella. “Todas mis tristezas y alegrías tienen origen en este amor”. Tragó saliva y cerró sus ojos recostando su cabeza en el asiento. Pero, ¿por qué le dolía tanto? Nunca había cruzado más que un saludo con ella. Ella sólo era amable con él porque era el hermano mayor de Damien. Sus ojos sólo lo veían a él, tal como hace un momento, en el restaurante. Qué mala suerte la suya. La única mujer que le interesaba estaba enamorada de su hermano menor. Y lo que más le preocupaba, es que sabía que él no se la merecía.
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